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ofrecemos esta Hora
Santa y el rezo del Santo Rosario meditado en reparación por la agresión
sufrida por la Iglesia, con motivo de la última visita papal a Chile, visita en
la cual fueron incendiadas varias iglesias. La información relativa a tan lamentable
hecho se encuentra en el siguiente enlace:
Como
siempre lo hacemos, pediremos por quienes perpetraron esta agresión, por su
conversión, como así también nuestra propia conversión, la de nuestros seres
queridos y por todo el mundo.
Oración
inicial: “Dios mío, yo creo, espero, te adoro y
te amo. Te pido perdón, por los que no creen, ni esperan, ni te adoran, ni te
aman” (tres veces).
“Santísima
Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo os ofrezco el Preciosísimo Cuerpo,
Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, Presente en todos los
sagrarios del mundo, en reparación por los ultrajes, sacrilegios e
indiferencias con los cuales Él mismo es continuamente ofendido. Por los
infinitos méritos de su Sacratísimo Corazón y los del Inmaculado Corazón de
María, os pido la conversión de los pobres pecadores. Amén”.
Canto
inicial: “Cantemos al Amor de los amores”.
Inicio
del rezo del Santo Rosario (misterios a elección). Primer Misterio.
Meditación.
El Cristo Eucarístico
es el mismo Cristo histórico –el que realizó milagros y resucitó por sí mismo,
glorificando su naturaleza humana con su Ser divino trinitario- que viene a
nosotros por medio de la Iglesia, ya que es por el sacerdocio ministerial que
se confecciona el Santísimo Sacramento del altar. Es gracias a la Iglesia,
entonces, que el alma fiel puede acceder a la unión con el Hombre-Dios
Jesucristo, el Cristo histórico que, luego de morir en la cruz, entregando su
Cuerpo y Sangre por nuestra salvación, resucitó y se continúa donando, con su Cuerpo
y su Sangre, por medio de la Eucaristía. Sin la Iglesia, no sería posible el
don eucarístico, y sin la Eucaristía, la Iglesia solo tendría para ofrecer a
los hombres un poco de pan y de vino, pero de ninguna manera, el Cuerpo y la
Sangre del Señor Jesús. La Iglesia no está en este mundo para combatir la
pobreza y el hambre corporales de la humanidad, pero sí para terminar para
siempre con la pobreza y el hambre espirituales, y esta obra la cumple cada vez
que dona los hombres la Eucaristía, el Pan Vivo bajado del cielo, el Verdadero
Maná, que sacia al hombre en su sed de Dios y lo enriquece en su pobreza
espiritual con la donación del Ser divino trinitario del Hombre-Dios, contenido
en la Eucaristía.
Silencio para meditar.
Padrenuestro,
diez Ave Marías, Gloria.
Segundo
Misterio del Santo Rosario.
Meditación.
Al
asistir a la Santa Misa, es necesario siempre recordar el carácter
esencialmente sacrificial de la misma, puesto que esto condiciona la
preparación del alma y la predispone a la participación: no es lo mismo
participar a un mero ágape religioso, que a la renovación incruenta y
sacramental de un sacrificio, que por otra parte, es el sacrificio más
importante para la humanidad por cuanto por este sacrificio, que es el de
Cristo en la cruz, los hombres obtienen su eterna salvación. Asistir a la Santa
Misa que ofrece la Iglesia, entonces, es asistir al Santo Sacrificio de la
Cruz, y si es un sacrificio, la mejor forma de participar, es uniéndose al
mismo, espiritualmente. El ofrecimiento de sí mismo se produce en el momento de
la presentación de las ofrendas del pan y del vino por parte del celebrante[1]:
en ese momento, el alma se ofrece a sí misma, espiritualmente, junto con sus
sacrificios espirituales, sobre el altar, para que cuando el Espíritu Santo, que
en el momento de las palabras de la consagración produce el milagro de la
transubstanciación, esto es, la conversión de las substancias del pan y del
vino en las substancias del Cuerpo y la Sangre del Señor Jesús, así también
convierta los sacrificios espirituales, la vida y el ser de los fieles, unidos
a la Ofrenda del Cuerpo y la Sangre de Jesús, en “ofrenda espiritual agradable
al Padre”.
Silencio
para meditar.
Padrenuestro,
diez Ave Marías, Gloria.
Tercer
Misterio del Santo Rosario.
Meditación.
El alma fiel no debe caer nunca en la tentación
racionalista, la cual se presenta toda vez que, rechazando la luz de la fe de
la Santa Iglesia Católica, se pretende reducir el misterio de la Presencia real
de Nuestro Señor Jesucristo en la Eucaristía, rebajándolo a los estrechos
límites de la capacidad de la razón humana. La Eucaristía no es pan, sino “Pan
de Vida eterna”, “Pan Vivo bajado del cielo”, “Verdadero Maná” donado por el
Padre a los que peregrinamos por el desierto de la vida hacia la Jerusalén
celestial. Si la Eucaristía fuera solo un pan y no el Cuerpo y la Sangre del
Señor Jesús, de ninguna manera sería nuestro sustento en nuestro peregrinar
terreno hacia el Cielo. Si fuera solo pan, nunca recibiríamos, en cada comunión
sacramental, el Amor de Dios que late en el Sagrado Corazón Eucarístico de
Jesús. Si fuera solo pan, no podríamos adorar la Eucaristía, porque no adoraríamos
al Cordero de Dios, sino solo un poco de pan. Sin embargo, gracias a Dios, y
tal como nos enseña el Magisterio de la Santa Madre Iglesia desde hace más de
dos mil años, la Eucaristía es Cristo Dios en Persona, y viene al alma de aquel
que lo recibe con fe, con amor, en estado de gracia y recibe la adoración de
quien se postra ante su Presencia real, verdadera y substancial, en el Santísimo
Sacramento del Altar.
Silencio para meditar.
Padrenuestro,
diez Ave Marías, Gloria.
Cuarto
Misterio del Santo Rosario.
Meditación.
La
conversión de las substancias del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre del
Señor se produce en virtud de un milagro llamado “transubstanciación”, milagro
que es realizado por el Espíritu Santo, cada vez que el sacerdote ministerial
pronuncia sobre el pan y el vino las palabras de la consagración: “Esto es mi
Cuerpo, Esta es mi Sangre”. La tentación racionalista ocurre cuando, cediendo
al límite de la razón humana, se rechaza la verdad de la transubstanciación,
verdad revelada por el Cielo mismo a través de Nuestro Señor Jesucristo,
explicada, custodiada y transmitida por el Magisterio de la Iglesia, y se la
reemplaza por doctrinas humanas, racionalistas, como la “transignificación”, la
“transdestinación”, la “transfinalización”. Con estas doctrinas humanas se
afirma, erróneamente, que la Eucaristía es solo pan bendecido, que merece
veneración por ser, precisamente, un pan bendecido en una ceremonia religiosa,
pero de ninguna manera es el Cuerpo y la Sangre de Cristo y por lo tanto no
puede ser adorado. Cuando se hace esto, cuando se cede a la tentación
racionalista, se vacía de contenido sobrenatural el misterio de la Eucaristía y
se piensa en la Eucaristía como lo que no es, un trozo de pan bendecido. Esta no
es la fe de la Iglesia, porque la fe de la Iglesia nos dice que la Eucaristía
no es un pan bendecido por la intención del celebrante, sino “el Cordero de Dios
que quita los pecados del mundo”, Cristo Dios, el Verbo Eterno del Padre que
prolonga su Encarnación en el Santísimo Sacramento del Altar, que se nos dona
en apariencia de pan y de vino, pero que es Él, Dios Hijo en Persona, que nos
vivifica con su vida divina, la vida misma de la Trinidad. Hablar de y asimilar la “transubstanciación”, según la fe de la Iglesia, no es una mera
digresión teológica, sino un signo de “nueva conciencia y madurez espiritual”[2], pedida
por la Iglesia, propia de los hijos adoptivos de Dios.
Silencio
para meditar.
Padrenuestro,
diez Ave Marías, Gloria.
Quinto
Misterio del Santo Rosario.
Meditación.
Cuando se refieren a la Santa Misa, los Padres de la Iglesia
la parangonan con “las dos mesas del Señor”[3],
esto es, la mesa de la Palabra leída, la Sagrada Escritura proclamada a la
asamblea, y la mesa de la Palabra de Dios, encarnada y oculta en apariencia de
pan, la Eucaristía. La Eucaristía es la Palabra de Dios encarnada que, por
medio del sacramento, se dona a sí misma como alimento exquisito para el alma. Pero
antes de la mesa del sacramento, la Iglesia sirve la mesa de la Palabra de Dios
leída y escuchada, por medio de la lectura de la Sagrada Escritura. La Iglesia
prepara a sus hijos, por medio de la Palabra de Dios leída y escuchada[4],
para recibir a la Palabra de Dios que prolonga su encarnación, en el Santísimo
Sacramento del altar. Para el católico, la lectura de la Escritura no se queda
nunca en sí misma, sino que actúa como una preparación para la recepción, en el
corazón, del mismo Dios Hijo, que viene a su alma por medio de la Hostia
consagrada. La comunión eucarística, entonces, debe estar precedida de la
adoración eucarística y esta, a su vez, de la escucha atenta, piadosa, llena de
fe, de la Palabra de Dios expresada en la liturgia[5]. Por
alimentarnos con las dos mesas del Señor, la de la Palabra de Dios expresada en
la Escritura, y la de la Palabra de Dios encarnada en la Eucaristía, debemos
estar siempre agradecidos a la Santa Madre Iglesia.
Oración final: “Dios mío, yo creo,
espero, te adoro y te amo. Te pido perdón, por los que no creen, ni esperan, ni
te adoran, ni te aman” (tres veces).
"Santísima
Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo os adoro profundamente, y os ofrezco
el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo,
Presente en todos los sagrarios del mundo, en reparación por los ultrajes,
sacrilegios e indiferencias con los cuales Él mismo es continuamente ofendido.
Por los infinitos méritos de su Sacratísimo Corazón y los del Inmaculado
Corazón de María, os pido la conversión de los pobres pecadores. Amén”.
Canto
final: “Pueblo de reyes, asamblea santa”.
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