Horroroso crucifijo blasfemo en Cuenca, España.
Inicio: ofrecemos esta
Hora Santa y el Santo Rosario meditado en reparación por un crucifijo blasfemo
colocado en Cuenca, España. La información acerca de tan lamentable episodio se
puede encontrar en el siguiente enlace:
Como siempre, pediremos por nuestra
conversión, la de nuestros seres queridos, la del mundo entero y la de quienes
perpetraron esta espantosa obra, que es un atentado a la hermosura y majestad
divina de Cristo Dios.
Oración
inicial: “Dios mío, yo creo, espero, te adoro y
te amo. Te pido perdón, por los que no creen, ni esperan, ni te adoran, ni te
aman” (tres veces).
“Santísima
Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo os ofrezco el Preciosísimo Cuerpo,
Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, Presente en todos los
sagrarios del mundo, en reparación por los ultrajes, sacrilegios e
indiferencias con los cuales Él mismo es continuamente ofendido. Por los
infinitos méritos de su Sacratísimo Corazón y los del Inmaculado Corazón de
María, os pido la conversión de los pobres pecadores. Amén”.
Canto
inicial: “Cantemos al Amor de los amores”.
Inicio
del rezo del Santo Rosario (misterios a elección). Primer Misterio.
Meditación.
En el Antiguo Testamento se describe
una visión gloriosa del Señor Dios, a Quien exaltan y glorifican los serafines:
“…vi al Señor sentado en un excelso trono y las franjas de sus vestidos
llenaban el templo. Alrededor del solio estaban los serafines: cada uno de
ellos tenía seis alas: con dos cubrían sus rostros, con dos cubrían los pies y
con dos volaban. Y con voz esforzada cantaban a coros, diciendo: Santo, Santo,
Santo es el Señor Dios de los ejércitos, llena está toda la tierra de su gloria
(Num 14, 21; Ap 4, 8). Y se estremecieron los dinteles y los quicios de las
puertas a las voces de los que cantaban, y se llenó de humo el templo”. Pero
luego, uno de los serafines realiza una acción extraña, con relación al profeta
Isaías, que es quien tiene el privilegio de contemplar la visión: toma un
carbón ardiente con unas tenazas “que había sobre el altar” y toca con esta
brasa ardiente la boca del profeta Isaías: “(…) Y voló hacia mí uno de los
serafines, y en su mano tenía un carbón ardiente que con las tenazas había
tomado de encima del altar. Y tocó con ella mi boca, y dijo: He aquí la brasa
que ha tocado tus labios, y será quitada tu iniquidad, y tu pecado será
expiado” (Is 6, 1-7). La extraña
brasa tiene el poder de “quitar la iniquidad del profeta” y de “expiar su
pecado”. Podemos decir que el entero episodio es un anticipo con la Santa Misa,
porque en ella, el altar se convierte en una parte del cielo, en donde inhabita
el Dios Altísimo, Uno y Trino; el ángel es figura del sacerdote ministerial; la
brasa ardiente es figura de la Eucaristía –en efecto, la Humanidad Santísima
del Salvador es la brasa y el fuego que la convierte en incandescente es el
Fuego del Divino Amor, el Espíritu Santo-; el profeta es imagen de todo
bautizado en estado de gracia y que ama con todo su corazón, con todo su
espíritu, con toda su alma, a su Dios Presente en Cuerpo y Sangre, Alma y
Divinidad en la Eucaristía. Y la purificación que la brasa obra sobre la
“iniquidad” y el “pecado” del profeta Isaías, son figura del perdón de los
pecados veniales que la Eucaristía obra en los corazones de los fieles que
reciben el Cuerpo Sacramentado del Señor Jesús con fe, con piedad, con devoción
y, sobre todo, con el Amor de Dios en sus corazones.
Silencio para meditar.
Padrenuestro, diez Ave Marías, Gloria.
Detalle del crucifijo blasfemo de Cuenca, España.
Segundo Misterio del Santo Rosario.
Meditación.
Dicen los Padres de la Iglesia que el
carbón incandescente, esto es, el carbón que por acción del fuego se convierte
en brasa ardiente, es figura del ser de Cristo y de su actividad[1]. La
Humanidad de Nuestro Señor Jesucristo, su Humanidad Purísima, Inmaculada, sin
mancha, la Humanidad que se encarnó en el seno virginal de María, es el carbón,
y el Fuego del Divino Amor, el Espíritu Santo, que inmediatamente luego de
creada su Alma Santísima Humana y su Cuerpo Inmaculado, lo inhabita,
inundándolo con el Fuego del Divino Amor. Así, el carbón que es su Cuerpo, al
contacto con el Fuego, que es el Espíritu Santo, que procede por espiración de
Él y del Padre, convierten a su Humanidad Purísima en algo así como una brasa
ardiente, prefigurada en el altar de la visión de Isaías y que luego se da en alimento
al Pueblo fiel en la Santa Misa. Y de la misma manera a como el carbón, una vez
convertido en brasa ardiente, comunica de su fuego al leño seco o a otros
carbones con los que es puesto en contacto, de la misma manera, Nuestro Señor
Jesucristo, Presente en la Eucaristía con su Humanidad Santísima envuelta en el
Fuego del Divino Amor, así Nuestro Señor, cuando es recibido en un corazón en
gracia y con amor hacia Él, este corazón se comporta como un leño seco o como
un carbón, que al contacto con esa brasa ardentísima que es el Sagrado Corazón
de Jesús, lo incendia en el Fuego del Divino Amor, convirtiéndolo a su vez, al
comunicarle del Amor de Dios, el Fuego del Espíritu Santo, de carbón negro y
oscuro que es, en una brasa ardiente, que brilla e ilumina con las llamas del
Amor de Dios a quien se le acerca. Al comulgar, Jesús, que es la Brasa Ardiente
en la Eucaristía, comunica a los hombres su Espíritu, el Espíritu de Dios, el
Espíritu Santo, que enciende a los corazones humanos en el Fuego del Divino
Amor.
Silencio para meditar.
Padrenuestro, diez Ave Marías, Gloria.
Tercer Misterio del Santo Rosario.
Meditación.
El Cuerpo del Cristo Eucarístico, que
arde sin consumirse en las llamas del Divino Amor, hace partícipes de ese Fuego
celestial a las almas que lo reciben en gracia y con amor, comunicándoles de su
pureza y gloria celestial[2], la
envolverlas en las llamas del Amor de Dios. Así, la visión de Isaías en la que
el ángel coloca una brasa ardiente en los labios del profeta, se convierte en
anticipo y figura de la comunión sacramental, cuando el sacerdote –representado
por el ángel-, toma la Eucaristía del Altar Eucarístico –que en la Misa es una
parte del cielo- y da la comunión sacramental al fiel –representado en Isaías-,
purificando su alma, quitando sus pecados veniales –la Eucaristía perdona los
pecados veniales-, enciende su corazón en el Fuego del Divino Amor y llena su
alma de la gracia santificante. Así, la comunión sacramental se convierte en
algo infinitamente más grandioso que la grandiosa visión y experiencia mística
del profeta Isaías, porque mientras este vio sí sus labios y su alma
purificados por el carbón incandescente, no recibió en cambio el Cuerpo, la
Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, mientras que el
fiel, al comulgar, recibe algo más grandioso que una brasa celestial que
purifica sus labios y alma y es el Cuerpo sacramentado de Jesús resucitado, el
Cordero de Dios.
Silencio para meditar.
Padrenuestro, diez Ave Marías, Gloria.
El blasfemo crucifijo de Cuenca, España.
Cuarto Misterio del Santo Rosario.
Meditación.
Si el profeta Isaías, siendo como era,
uno de los más grandes profetas del Dios Altísimo, tuvo el honor de ver
purificados sus labios y borrada su iniquidad, como lo revela la Escritura,
¿qué debería suceder con quienes, siendo inmensamente más pequeños que Isaías y
mucho más pecadores que él, y aun así, recibimos un don, la comunión
sacramental, que no la recibió ninguno de los más grandes y santos profetas?
¿No deberíamos exultar de gozo y agradecimiento, postrándonos ante la Presencia
sacramental de Nuestro Señor Jesucristo? Lo que recibimos en la Comunión
Eucarística no es una brasa celestial, que purifica nuestros labios, sino algo
infinitamente más grandioso, el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de
Nuestros Señor Jesucristo, el Carbón Incandescente en el que inhabita el
Espíritu Santo de Dios, que viene a inhabitar en nuestros pobres corazones. El Dios
Altísimo, cuya majestad infinita hace que los cielos eternos sean como nada ante
su Presencia y ante cuya Presencia soberana los ángeles, arcángeles, serafines,
Tronos, Dominaciones y Potestades, solo atinan, en el colmo de la alegría, el
asombro y la admiración por la majestuosidad de su Ser divino trinitario, a
postrarse ante su Presencia, sin atreverse a levantar la mirada, siendo ellos
espíritus puros, exclamando “Santo, Santo, Santo es el Señor Dios de los
ejércitos”, ese mismo Dios, viene, en la Persona del Hijo, oculto en apariencia
de pan, a nuestros pobres corazones, para recibir la miseria de nuestro amor.
¿No deberíamos postrarnos en acción de gracias y exclamar, a grandes voces, que
la Misericordia de Dios es infinita e incomprensible, pues viene a nosotros, a
pesar de nuestra miseria, para ser amado y adorado por nosotros, pobres y
pecadoras creaturas?
Silencio para meditar.
Padrenuestro, diez Ave Marías, Gloria.
Quinto Misterio del Santo Rosario.
Meditación.
¿Qué
debería suceder con nosotros, que no somos purificados en los labios por una
brasa celestial, sino que nuestras almas son inhabitadas por Dios Hijo en
Persona, que convierte nuestras almas en moradas de la Trinidad, nuestros
corazones en altares de la Eucaristía y nuestros cuerpos en templos del
Espíritu Santo? Que nuestros corazones, entonces, sean como el leño seco, para
que al contacto con esa brasa incandescente que es el Corazón Eucarístico de
Jesús, se inflamen y enciendan en el Fuego del Divino Amor y que al igual que
el incienso, que al contacto con el fuego comienza a desprender un suave y
exquisito perfume que se eleva al cielo, así nuestros corazones, al contacto
con la Eucaristía, desprendan, como el incienso, “el buen olor de Cristo” (cfr.
2 Cor 2, 15).
Oración final: “Dios
mío, yo creo, espero, te adoro y te amo. Te pido perdón, por los que no creen,
ni esperan, ni te adoran, ni te aman” (tres veces).
“Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo,
yo os adoro profundamente, y os ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y
Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, Presente en todos los sagrarios del
mundo, en reparación por los ultrajes, sacrilegios e indiferencias con los
cuales Él mismo es continuamente ofendido. Por los infinitos méritos de su
Sacratísimo Corazón y los del Inmaculado Corazón de María, os pido la
conversión de los pobres pecadores. Amén”.
Canto final: “Un día la veré, en célica
armonía”.