viernes, 29 de junio de 2012

Hora Santa para Aspirantes de Acción Católica



          Querido Jesús Eucaristía, Tú eres el Dios del sagrario, Tú eres el Dios de majestad infinita, Tú eres el Dios Viviente, que vives eternamente por los siglos, que te has quedado en la Eucaristía para acompañarnos, para consolarnos en nuestras penas, para alegrarte con nosotros en nuestras alegrías, para darnos de tu amor infinito. Venimos a postrarnos ante Ti, para ofrecerte el homenaje de nuestro pobre corazón. Nos arrodillamos ante tu Presencia sacramental y te adoramos, uniéndonos desde la tierra a los ángeles y santos que te adoran en los cielos.
         Oración inicial: “Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo. Te pido perdón por los que no creen, ni esperan, ni te adoran, ni te aman” (tres veces).

Meditación: Jesús, Tú dijiste en el Evangelio: “El que quiera seguirme, que cargue su Cruz cada día y me siga”. Nosotros queremos seguirte, porque queremos caminar contigo por el camino de la Cruz, el único camino que lleva al cielo, pero necesitamos que nos ilumines, con la luz de tu gracia, para que no nos desviemos por los anchos caminos que conducen a la perdición.
Necesitamos de tu luz, Jesús, porque el mundo nos engaña, porque nos muestra otros caminos que no son el tuyo. El mundo nos enseña caminos que parecen buenos a primera vista, porque todo el mundo hace lo que quiere, pero luego estos caminos se muestran como falsos porque solo dejan amargura y dolor en el alma.
Jesús, Vencedor del demonio y del pecado, el mundo nos enseña que cada uno puede hacer lo que quiera, pero Tú en el Huerto de los Olivos, nos enseñaste que primero está la Voluntad de Dios, y luego la nuestra, cuando dijiste: “Padre, si quieres, aparta de Mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya”. Enséñanos a cumplir tu voluntad, porque tu voluntad siempre es santa, y enséñanos también a no hacer caso nunca a nuestra propia voluntad, porque si así lo hacemos, con seguridad extraviaremos el camino de la salvación.
Jesús, Dios de infinita misericordia, el mundo enseña la impureza, la falta de pudor y de vergüenza, con bailes y música indecentes; el mundo hace pasar por bueno a todo lo que atenta contra la pureza y la castidad, llamando bueno a lo malo y malo a lo bueno, pero Tú nos enseñas en el Evangelio que solo los puros de corazón verán a Dios. ¡Enséñanos a mantenernos puros de alma y de cuerpo, para que algún día entremos en el Reino de los cielos!
Jesús, Cordero de Dios, el mundo enseña que no importa lo que digan los padres y los maestros, y las personas mayores, y que si ellos se oponen a lo que queremos, hay que contestar mal y ser desobedientes; pero Tú nos enseñas en el cuarto Mandamiento: “Honrarás Padre y Madre”. ¡Enséñanos a amar a nuestros padres y mayores, honrándolos con el homenaje de nuestra obediencia por amor!
Jesús, Dios del amor y de la paz, el mundo nos enseña a vivir buscando el placer, sin hacer nada, sin esforzarnos, sin querer ayudar a quien lo necesita, y nos enseña a buscar la propia comodidad antes que nada, pero Tú en el Evangelio nos enseñas que el camino al cielo está hecho de obras buenas, porque a los que se salven, les dirás: “Venid a Mí, benditos, porque tuve hambre y sed, y estaba enfermo y preso, y ustedes me ayudaron”. ¡Enséñanos a obrar la misericordia ayudando al prójimo por amor a Ti!
Jesús, Dios bendito, el mundo enseña a ser rencorosos, a guardar el enojo y a devolver “ojo por ojo y diente por diente”, y así todos los hombres viven cada día más en la violencia y en el odio del hermano contra el hermano, pero Tú en el Evangelio nos enseñas a “amar al enemigo”, a “perdonar setenta veces siete”, que quiere decir “siempre”, y a “amar al prójimo como a uno mismo”. ¡Enséñanos a no devolver nunca mal por mal, sino a vivir tu ley, la ley del amor y de la caridad, perdonando a quienes nos ofenden y haciendo el bien a quien nos hace el mal!
Jesús, Dios del sagrario, el mundo nos dice que esta vida es para disfrutar de los sentidos y para pasarla bien, siendo egoístas y malos con todos, pero Tú nos enseñas con tu sacrificio en Cruz que esta vida es una prueba que hay que pasar para llegar a la vida eterna, y que para eso es necesario que nos alimentemos de tu Cuerpo y de tu Sangre: “El que coma de este pan, aunque muera, vivirá, porque Yo le daré la vida eterna”.
Peticiones:
A cada intención respondemos: “Por el amor que le tienes a tu Mamá, la Virgen, escúchanos Jesús”.
         -Jesús, te pedimos por los niños y jóvenes que no te conocen, para que a través de nuestros buenos actos lleguen al conocimiento de tu amor.
         -Jesús, te pedimos por todos los cristianos, y por nosotros mismos, para que no seamos ciegos al Amor de tu Corazón, que se nos brinda en cada Eucaristía.
         -Jesús, ayúdanos a amarte cada vez en la Eucaristía, para que no te abandonemos por los ídolos de nuestro mundo, el fútbol, la música, internet, la televisión.
         -Jesús, que sepamos vencer en nosotros la tentación demoníaca de la violencia, del egoísmo, de la pereza y del desamor.
         -Jesús, haz que tomemos conciencia sobre qué quiere decir ser “hijos de Dios”, para que iluminemos el mundo con la luz de tu Amor.
Oración de despedida: Querido Jesús Eucaristía, te damos gracias porque nos has llamado a adorarte, porque estar delante de Ti es como estar de modo anticipado en el cielo. Ahora regresamos a nuestras tareas habituales, con el compromiso de dar a nuestro prójimo aunque sea una pequeña parte del inmenso amor que recibimos de tu Sagrado Corazón Eucarístico. Haz que tu Mamá, la Virgen María, nos ayude a ser santos y a reflejar, con nuestros actos, tu bondad y tu amor.
Oración final: “Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo. Te pido perdón por los que no creen, ni esperan, ni te adoran, ni te aman” (tres veces).

Bienaventurado el que come el manjar del cielo, la Eucaristía



Jesús proclama las bienaventuranzas, la Iglesia proclama otra bienaventuranza que contiene y resume las bienaventuranzas de Jesús: “Felices los invitados al banquete celestial”
En el Sermón de la Montaña (cfr. Mt 5, 1-12), Jesús proclama las bienaventuranzas, es decir, las condiciones espirituales y existenciales que permiten al alma ingresar al Reino de los cielos. Las Bienaventuranzas proclamadas por Jesús son radicalmente distintas a las bienaventuranzas proclamadas por el mundo: el mundo declara felices a los que poseen bienes materiales, a los que todos reverencian con honores mundanos, a los que poseen la sabiduría y la ciencia mundanas, a los que no sufren, a los que disfrutan del mundo y de sus atractivos.
Las bienaventuranzas de Jesús son radicalmente distintas a las bienaventuranzas del mundo y quien desee ser feliz –esto es lo que significa “ser bienaventurado”, el ser feliz, que es la aspiración íntima presente en lo más profundo de todo ser humano-, debe ansiar subir a la cruz, que es en donde se cumplen todas las bienaventuranzas: solo en la cruz, en Cristo, se cumplen todas las bienaventuranzas, ya que Él es el perseguido por la justicia, es quien tiene hambre y sed de justicia, Él es el que obra la misericordia. Las bienaventuranzas se cumplen y se viven y se cumplen en la cruz, pero también al pie de la cruz, por eso María es la Primera Bienaventurada, antes incluso que su Hijo que muere en la cruz. Ser bienaventurado entonces quiere decir participar de la vida del Hombre-Dios, y quien desee ser una luminosa imagen suya en un mundo en tinieblas no tiene otro camino que el camino de la cruz.
Pero además de las bienaventuranzas de Cristo, hay otra bienaventuranza, proclamada por la Esposa del Cordero, la Iglesia, no desde la Montaña, sino desde el altar, y es la bienaventuranza de quienes han sido invitados al banquete del Cordero Pascual: “Bienaventurados los invitados al banquete celestial”[1]. Felices los que son invitados a comer la carne del Cordero del Apocalipsis. Jesús proclama las bienaventuranzas, la Iglesia proclama otra bienaventuranza que contiene y resume las bienaventuranzas de Jesús: “Felices los invitados al banquete celestial”.
Es decir, los bienaventurados son quienes participan de la cruz de Cristo pero son también quienes se alimentan de la carne del Cordero Pascual, la Eucaristía. Es realmente una bienaventuranza, porque la Eucaristía no es pan, sino el mismo Cristo en Persona, que es el origen y el motivo de la alegría y de la bienaventuranza del cristiano, en esta vida y en la otra.
La participación y la unión con el Hombre-Dios Jesucristo es el culmen de la alegría del cristiano, que se dará en su plenitud en la otra vida, pero comienza ya aquí en la tierra, en el convite del altar, en el banquete celestial, en el manjar reservado a los dioses, la carne del Cordero Pascual.


[1] Cfr. Misal Romano, ...

miércoles, 27 de junio de 2012

Asistiendo a Misa asistimos al Calvario




La asistencia a misa dominical, en los países más avanzados del planeta, en los países de Europa, ha ido decayendo, con el correr de los años, hasta llegar a valores inferiores a un dígito, por ejemplo, un 2% en Italia. En Europa, cientos de parroquias han debido cerrar no por falta ya de sacerdotes, sino por falta de fieles: no hay fieles que asistan a las parroquias. En Holanda, por ejemplo, no hay niños para comunión y confirmación, porque no hay niños para el bautismo.
Las causas son varias y múltiples: la pérdida del sentido de lo sagrado, el materialismo, el ateísmo, etc. Pero tal vez una de las causas más importantes sea el considerar a la misa y a los sacramentos en general, como un hábito cultural, como una costumbre, propia de países que tienen una cultura determinada, el cristianismo. Se ve entonces a la misa como una costumbre social, como algo predeterminado por la sociedad. Ir a misa es solo una costumbre que viene desde hace mucho y como viene desde hace mucho, hay que cambiar por otra cosa. Y como hay que cambiar por otra cosa, dejamos de ir a misa, porque ha dejado de ser una costumbre interesante. Hay que buscar otras alternativas.
Para no caer en este error, debemos escuchar la voz de la Iglesia, que nos dice qué es la misa: la misa es el mismo sacrificio de la cruz, sólo que renovado sacramentalmente. Debajo o dentro de lo que se ve y de lo que se siente –gestos, palabras, oraciones-, se esconde una realidad, invisible, oculta, misteriosa. Hay “algo”, más allá de lo que se ve y de lo que se comprende, dentro de la misa, y ese “algo” es el sacrificio en cruz de Jesús.
Es decir, en cada misa, asistimos, misteriosamente, sin saber cómo, pero realmente, al mismo sacrificio en cruz de Jesús. Estar en misa es como estar delante de Jesús en la cruz. La misa es para nosotros, católicos del siglo XXI, lo que el monte del Calvario era para los que asistían a la muerte en cruz de Jesús.
Así como María, Juan, las mujeres piadosas de Jerusalén, los romanos, los hebreos, eran actores partícipes del sacrificio del Cordero de Dios en el monte Calvario, así nosotros, al asistir a misa, somos actores partícipes de la renovación y actualización sacramental del sacrificio en cruz del Cordero de Dios, Jesús.
La misa no es un hábito cultural, propio de una época determinada o una costumbre de gentes piadosas: es un misterio sublime, absoluto, incomprensible, imposible de comprender, es el misterio del sacrificio en cruz de Jesús.
Asistir a misa es asistir al Calvario. La misa contiene en sí misma al sacrificio de Jesús, que misteriosamente está en la cruz. Pero el misterio de la misa contiene todavía más: no sólo asistimos a la muerte de Jesús, como hace dos mil años, sino que recibimos a Cristo resucitado en la Eucaristía.
Asistir a misa es asistir al Calvario, recibir la comunión no es recibir un poco de pan bendecido, sino que es recibir al mismo Jesús resucitado. Estos son los motivos por los cuales la asistencia a misa jamás puede ser reducida por nosotros a una mera costumbre, pero sólo el Espíritu Santo puede iluminarnos sobre este misterio, y es algo que hay que pedir en la oración, para no caer en el error de no ver en la misa al sacrificio de Jesús.

martes, 26 de junio de 2012

El maná del desierto, figura del verdadero maná bajado del cielo




Es importante para el adorador meditar en uno de los episodios más significativos del éxodo del Pueblo Elegido por el desierto, desde Egipto a la Tierra Prometida, para no verse reflejado en él.
En su largo peregrinar, agotados por lo duro de la marcha y por las inclemencias del tiempo –calor agobiante durante el día y frío helado por la noche-, los israelitas comienzan a añorar los tiempos de la esclavitud en Egipto. No les importa que es Dios quien los conduce a la liberación y a una tierra de promisión: sienten nostalgia de lo bien que comían en Egipto y de cómo satisfacían su apetito: "nos sentábamos alrededor de la olla de carne y comíamos pan hasta hartarnos".
Están aquí expresados los ideales del hombre que no tiene ideales, que vive sólo para sí y que se olvida de Dios y de su promesa de vida eterna: su horizonte se limita a lo inmediato, su deseo a lo fácil y placentero, y sus bienes, lejos de ser los tesoros del Reino, la vida de la gracia, se reducen a la satisfacción sensible de los apetitos carnales. Es por esto que advierte la Escritura: “Son muchos los que andan, y ahora con lágrimas lo digo, que son enemigos de la cruz de Cristo. El término de esos será la perdición; su dios es el vientre, y la confusión será la gloria de los que solo aprecian las cosas terrenas”, se lamenta San Pablo (Flp 3,18s).
Al ver a su Pueblo en este estado, Dios se apiada y le proporciona comida, pero solo la necesaria para cada día: "Al atardecer comeréis carne, por la mañana os hartaréis de pan; para que sepáis que yo soy el Señor Dios vuestro". Dios les da un alimento celestial, un pan milagroso, el maná, y les proporciona también carne de ave, para que ya no añoren los alimentos del tiempo de la esclavitud. Esto es una figura y un anticipo de lo que sería, en el tiempo, el verdadero maná, el verdadero Pan bajado del cielo, la Eucaristía, que contiene la carne del Cordero. Al igual que sucedió con los israelitas, Dios concede también al Nuevo Pueblo Elegido, los bautizados en la Iglesia Católica, un pan milagroso, para que se alimenten en su peregrinar hacia la Tierra Prometida, la Jerusalén celestial.
Sin embargo, los israelitas, lejos de contentarse con esta intervención divina, se quejan del alimento milagroso, puesto que en el fondo, continúan siendo carnales, continúan añorando los bienes terrenos, ya que prefieren el sazonado alimento de la esclavitud antes que el austero viático de la peregrinación. Olvidan que se encuentran en medio de una peregrinación por el desierto hacia la Tierra Prometida; olvidan que es Dios quien los ha llamado a una vida nueva, una vida de libertos y no de esclavos; olvidan que lo antiguo ya ha quedado atrás, y se empecinan por querer continuar siendo esclavos.
Esto que les sucede a los miembros del Pueblo Elegido, les puede suceder también a los adoradores, pertenecientes al Nuevo Pueblo Elegido, la Iglesia Católica. También los adoradores pueden olvidar que esta vida es solo un peregrinar hacia la Tierra Prometida, la Jerusalén celestial, en donde no se necesita de luz de lámpara o de sol, porque “el Cordero es su lámpara”. También el adorador puede caer en la tentación de desdeñar el maná del cielo, la Eucaristía, y preferir los manjares y banquetes terrenos, olvidando que es el único alimento capaz de dar fuerzas al alma para poder llegar a su destino eterno.
La Eucaristía es el verdadero Pan bajado del cielo, el maná que fortalece con la gracia divina, no para hacernos simplemente buenos, sino principalmente santos, porque no entrarán en el Reino de Dios quienes se alimenten de banquetes materiales, sino solo los que se alimenten del Pan que da la vida eterna.