Inicio:
ofrecemos esta
Hora Santa y el rezo del Santo Rosario meditado en reparación por una ofensa
realizada al Inmaculado Corazón de María. Es una ofensa doble, debido a que la
misma consistió en organizar una sacrílega “fiesta abortera” –finalmente,
gracias a Dios, no se llevó a cabo, por la presión de los fieles, aunque el
sacrilegio en sí se consumó-, utilizando una imagen de la Virgen en las
imágenes que promovían dicho abominable evento. Las informaciones relativas a
dicho evento se encuentran en los siguientes enlaces:
Para las meditaciones, utilizaremos
escritos de los Padres de la Iglesia acerca de la Purísima Madre de Dios, María
Santísima.
Oración inicial: “Dios mío, yo creo,
espero, te adoro y te amo. Te pido perdón, por los que no creen, ni esperan, ni
te adoran, ni te aman” (tres veces).
"Santísima
Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo os ofrezco el Preciosísimo Cuerpo,
Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, Presente en todos los
sagrarios del mundo, en reparación por los ultrajes, sacrilegios e
indiferencias con los cuales Él mismo es continuamente ofendido. Por los
infinitos méritos de su Sacratísimo Corazón y los del Inmaculado Corazón de
María, os pido la conversión de los pobres pecadores. Amén”.
Canto
inicial: “Cantemos al Amor de los amores”.
Inicio
del rezo del Santo Rosario (misterios a elección). Primer Misterio.
Meditación.
La
Santísima Virgen es la Purísima, más pura que todos los ángeles y santos,
porque Ella es la Madre de Dios y la morada del Espíritu Santo: “Oración a la
Santísima Madre de Dios Santísima Señora, Madre de Dios, la sola purísima de cuerpo,
la sola más allá de toda pureza, de toda castidad, de toda virginidad; la única
morada de toda la gracia del Espíritu Santo; superando incomparablemente a las
mismas potencias espirituales, en pureza, en santidad de alma y cuerpo”[1]. La
Madre de Dios es también Madre nuestra, Madre de los hombres caídos en el
pecado y como es Puro Amor, e intercede por nosotros, para que seamos liberados
del pecado y de nuestras malas inclinaciones y llenados por la gracia de su
Hijo Jesús, Cristo Dios: “Mírame a mí, culpable, impuro, manchado en mi alma y
en mi cuerpo por taras de mi vida apasionada y voluptuosa; purifica mi espíritu
de sus pasiones; santifica, levanta mis pensamientos errantes y ciegos; regula
y dirige mis sentidos; líbrame de la detestable e infame tiranía de las
inclinaciones y pasiones impuras; destruye en mí el imperio del pecado, dame la
prudencia y el discernimiento a mi espíritu en tinieblas, miserable, para la
corrección de mis faltas y de mis caídas, a fin de que, librado de las
tinieblas del pecado, me encuentre digno de glorificaros; de cantaros
libremente, la única Madre de la verdadera luz, Cristo nuestro Dios; pues sólo
con él y por él, eres bendecida y glorificada por toda criatura invisible,
ahora y siempre, y por los siglos de los siglos. Amén”.
Silencio
para meditar.
Padrenuestro,
diez Ave Marías, Gloria.
Segundo
Misterio del Santo Rosario.
Meditación.
Para San Ambrosio, no hay nada más grandioso, noble,
espléndido, casto, y pleno de virtudes, que la Madre de Dios. Su virginidad no
se limitaba al cuerpo, sino que su pureza resplandecía también en su alma,
desde el momento en que jamás hubo en Ella ni la más mínima sombra, de ni de
malicia, ni de error, ni de soberbia, ni de nada malo de todo lo malo que
afecta al hombre y al Ángel caído: “¿Qué más noble cuando se trata de la Madre
de Dios? ¿Qué más espléndido que aquella que se llama el mismo esplendor? ¿Qué
más casta que la que ha engendrado el cuerpo sin mancha corporal? ¿Y qué decir
de sus otras virtudes? Era virgen. No solamente en el cuerpo, sino en el
espíritu, ella cuyas astucias del pecado jamás han alterado su pureza”[2].
Silencio para meditar.
Padrenuestro,
diez Ave Marías, Gloria.
Tercer
Misterio del Santo Rosario.
Meditación.
La
Virgen, dice San Ambrosio, estaba colmada de virtudes y nada había en Ella que
no fuera virtud en grado excelentísimo: “Humilde de corazón, reflejada en sus
propósitos como prudente, cuidada en sus palabras y ávida de lectura; ponía su
esperanza no en la incertidumbre de sus riquezas, sino en la oración de los pobres;
aplicada a la obra, reservada, tomaba por juez de su alma no al hombre, sino a
Dios; no hiriendo a nadie, acogida por todos, llena de respeto por los
ancianos, sin celo por los de su edad, huía de la jactancia, seguía la razón,
amaba la virtud”. En lo que respecta al prójimo, incluidos en primer lugar sus
padres, y todavía más en lo que respecta a Dios, jamás hubo nada que pudiera en
la Virgen ser reprochado; por el contrario, tanto en su trato para con Dios,
como para con los seres humanos, todo fue amor, pureza, candor, humildad y
extrema caridad: “¿Cuándo ofendió a sus padres aunque fuera tan sólo con su
actitud? ¿Cuándo se la vio en desacuerdo con sus semejantes? ¿Cuándo rechazó al
humilde con desdén, se burló del débil, rechazó al miserable? Ella sólo
frecuentaba las reuniones de hombres en las que, llegada por caridad, no tenía
que ruborizarse ni sufrir en su modestia. Ninguna rareza en su mirada, ninguna
licencia en sus palabras, ninguna licencia en sus palabras, ninguna imprudencia
en sus actos; nada erróneo en sus gestos, ninguna dejadez en su paso o
insolencia en su voz: su actitud exterior era la imagen misma de su alma, el
reflejo de su rectitud”[3]. Finalmente,
como buenos hijos de esta Madre celestial, los cristianos debemos esforzarnos
por imitarla, no solo exteriormente, sino interiormente, adornando y
embelleciendo nuestras almas con la gracia santificante: “Una buena casa debe
reconocerse en su vestíbulo, y mostrar desde su entrada que no hay en ella
tinieblas; así nuestra alma debe, sin que le estorbe el cuerpo, arrojar luz al
exterior, parecida a la lámpara que extiende su claridad desde el interior”[4].
Silencio
para meditar.
Padrenuestro,
diez Ave Marías, Gloria.
Cuarto
Misterio del Santo Rosario.
Meditación.
Afirma
San Agustín que la Virgen es más dichosa por recibir antes en su mente a la
Verdad Absoluta del Padre, la Sabiduría eterna, más que por concebirlo en su
seno virginal, aunque esto en sí mismo sea causa de dicha inmensa: “María es
más dichosa en comprender la fe en Cristo que concebir en su seno a Cristo. Su
lazo maternal no le hubiera servido de nada, si no hubiera sido más feliz en
llevar a Cristo en su corazón que llevarlo en su seno”[5]. De
igual manera, también nosotros, imitando a la Virgen, deberíamos decir que
somos más dichosos en conocer, con nuestras mentes iluminadas por la luz de la
fe, que Jesús es Dios encarnado y que prolonga su encarnación en la Eucaristía,
para así amar luego, con todo el amor del que seamos posibles, la comunión
eucarística. Del mismo modo a como a la Virgen, según San Agustín, no le
aprovecharía de nada la maternidad divina, si no hubiera conocido antes con su
mente la verdad de Jesús como Hijo eterno del Padre, y amado con su Corazón
Inmaculado su Encarnación, así tampoco a nosotros, de nada nos sirve comulgar –esto
es, recibir el Cuerpo de Cristo en nuestro cuerpo, en la boca-, si no conocemos
la verdad de la Presencia real de Cristo en la Eucaristía y si no amamos y
adoramos esta Presencia real, verdadera, gloriosa y substancial en el Santísimo
Sacramento del altar.
Silencio
para meditar.
Padrenuestro,
diez Ave Marías, Gloria.
Quinto
Misterio del Santo Rosario.
Meditación.
Siendo
Jesús el Verbo eterno del Padre encarnado, no podía su Madre ser una mujer más
entre tantas, afirma San Ambrosio: “Me extraño que haya gente que se plantee
esta cuestión: ¿es necesario o no llamar a la Virgen Santísima Madre de Dios?
Pues si Nuestro-Señor Jesucristo es Dios, ¿cómo la Virgen que lo ha traído al
mundo no va a ser la Madre de Dios? Es la creencia que nos han transmitido los
santos apóstoles”[6].
No es indistinto a nuestra fe eucarística que la Virgen sea o no sea Madre de
Dios: al ser Madre de Dios, da a luz a la Cabeza del Cuerpo Místico, Cristo
Dios, la Persona Segunda de la Trinidad encarnada en la naturaleza humana de
Jesús de Nazareth. Puesto que la Virgen es Madre y Modelo de la Iglesia, en
Ella se prefiguran los misterios que luego se continúan en la Iglesia. Así, de
la misma manera a como el Espíritu Santo, el Amor de Dios, fue quien llevó al
Verbo Eterno del Padre al seno de la Virgen para que luego de nueve meses fuera
dado a luz en Belén, Casa de Pan, para que el Verbo se donara a sí mismo con su
Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad en la cruz, así también es el mismo Espíritu
Santo el que, actuando a través del sacerdote ministerial, continúa y prolonga
la Encarnación del Verbo por medio de la transubstanciación, esto es, la
conversión de las substancias del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de
Cristo Dios. Si la Virgen no es Madre de Dios, entonces la Iglesia no es la
Verdadera y Única Esposa del Espíritu Santo, quien con su Amor la fecunda en su
seno virginal, para que dé a luz al Pan de Vida eterna en el Nuevo Portal de
Belén, el altar eucarístico.
Oración final: “Dios mío, yo creo,
espero, te adoro y te amo. Te pido perdón, por los que no creen, ni esperan, ni
te adoran, ni te aman” (tres veces).
"Santísima
Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo os adoro profundamente, y os ofrezco
el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo,
Presente en todos los sagrarios del mundo, en reparación por los ultrajes,
sacrilegios e indiferencias con los cuales Él mismo es continuamente ofendido.
Por los infinitos méritos de su Sacratísimo Corazón y los del Inmaculado
Corazón de María, os pido la conversión de los pobres pecadores. Amén”.
Canto
final: “Postrado a vuestros pies,
humildemente”.
[1] San Efrén; Trad. del P. d'Alès, in Marie, Mère de Dieu, Tradition anténicénienne,
t. III, col. 180.
[3] Cfr. ibidem.
[4] Cfr. ibidem.
[5] De natura et gratia, XXXXVI. P.L., 44, col. 267.
[6] San Cirilo de Alejandría
(380-444) escribe la “Carta a los monjes de Egipto”, antes del Concilio, para
ponerlos en guardia contra la herejía de Nestorio (Nestorio, patriarca de
Constantinopla, se levantó contra la apelación de “Madre de Dios” [Théotokos]
atribuido a María. Fue condenado en el Concilio ecuménico de Efeso, en 431).
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