Los discípulos de Emaús, en la tarde de la
Pascua, se alejan de Jerusalén, del lugar de la Pasión.
Jesús
se acerca a ellos para acompañarlos, pero no reconocen su Presencia: “...Jesús
en Persona se acercó y caminaba con ellos, pero sus ojos estaban cerrados y
eran incapaces de reconocerlo” (Lc 24, 13-35).
Se
alejan del lugar de la Pasión, es decir, se alejan de la Pasión, y se vuelven
ciegos y tristes, incapaces de reconocer al Señor Resucitado.
Ciegos,
tristes, sin alegría, lejos del Señor Muerto y Resucitado y Glorioso que camina
con ellos.
¿No
somos nosotros, católicos del tercer milenio, estos discípulos de Emaús? ¿No es
ésta la descripción de nuestra vida espiritual? ¿Porqué los discípulos, tristes
y ciegos, no reconocen a Jesús? ¿Porqué nosotros, católicos, bautizados, no
reconocemos a Jesús, resucitado, presente, vivo, glorioso, en la Eucaristía?
Ni
los discípulos reconocen a Jesús en Emaús, ni nosotros reconocemos a Jesús en
la Iglesia, en la Eucaristía, por nuestro modo de ver la Pasión de Jesús.
Es un modo totalmente humano, que ve las cosas, los sucesos, de la vida, y,
sobre todo, la vida de Jesús, desde lo bajo, desde y hacia la perspectiva
humana, horizontal, sin elevar nunca los ojos para ver hacia lo alto, desde lo
alto.
Una
mirada meramente humana de la religión, de la Iglesia, de Jesús, de la Misa, de
la Eucaristía –incluso de nosotros mismos, en cuanto creados por Dios y
re-creados por el bautismo-, nos vuelve incapaces de comprender la realidad,
sea esta la natural, como la sobrenatural.
Contemplando
nuestra vida solo desde el punto de vista humano, dejando de lado al Señor
Jesús que camina con nosotros, como hacen los discípulos de Emaús, nunca
entenderemos gran cosa de lo que sucede, tal vez sí las cosas del plano
natural, pero nada de lo relativo a la salvación, a lo sobrenatural.
Observando
humanamente el camino de la vida, es decir, la alegría, la esperanza, y también
el dolor, el sufrimiento, las situaciones penosas y angustiantes, jamás podremos
captarlo en su totalidad de misterio incluido en otro misterio, sobrenatural.
Sólo
bajo la luz divina de la cruz de Jesús podemos entender el sentido de la vida y
de sus pruebas: el sentido del dolor, del sufrimiento, que a veces parecen
insoportables; sólo en el contacto con Jesús Crucificado y Resucitado podemos
entender que el dolor es un don; que la vida, sea cual sea mi vida -tal vez
años vividos sin una prueba, sin un dolor, tal vez años vividos en la
desgracia- es el camino que debo recorrer para ganar el Cielo, el Reino de
Dios, que es la Persona de Jesús.
Sólo a la luz de la cruz de Jesús puedo ver
que la vida es un camino para llegar a Él. Si miro la vida con una mirada
puramente humana, siempre estaré triste, porque nuestra fuerza humana es
incapaz de entender el verdadero sentido de los acontecimientos; nuestra mirada
humana es incapaz de ver a Jesús, Muerto y Resucitado, que nos acompaña en cada
momento, en la alegría como en el dolor.
Tenemos
necesidad de la luz divina que surge de la cruz de Jesús para que nos haga
entender de dónde venimos y adónde vamos.
Pero
si no podemos entender las cosas humanas
sin la luz de Jesús, sin su luz, ni siquiera podemos barruntar ni conjeturar
qué cosa sea la religión, la Iglesia, Jesús, los sacramentos, la Eucaristía.
Tenemos
necesidad de la luz divina que surge de la cruz de Jesús, para contemplar los
misterios sobrenaturales en su esplendor, para no rebajar los santos misterios
de nuestra religión a meras elucubraciones de nuestras mentes humanas.
Necesitamos de la luz que surge de la cruz de Jesús para ver a la Iglesia no
como una sociedad humana natural y religiosa de hombres que quieren alabar a
Dios, no como una invención de los curas y de los laicos devotos; para ver y
vivir la Misa no como un evento vacío y aburrido al que tengo que concurrir por
obligación o que puedo dejar de lado si hay algo más “divertido” o más “serio”
o más “importante” o más “interesante” para hacer; tenemos necesidad de la luz
divina que sale de la cruz de Jesús para entender que la religión no es venir a
Misa por obligación en el tiempo de Pascua, en el tiempo de Navidad, o para
dejar contentos a mis padres, si soy joven o niño, o para buscar solución a mis
angustias y problemas, si soy adulto.
Tenemos
necesidad de la luz divina que surge de la cruz de Cristo para entender que los
sacramentos no son una etapa social, hecha a duras penas por obligación, que
después de recibidos no sirven para nada, o, mejor, para lo único para lo que
sirven es para hacer desaparecer a los niños y a los jóvenes de la iglesia,
porque una vez recibidos, no aparecen más por ella.
Tenemos
necesidad de la luz divina que surge de la cruz de Jesús para entender que la
Misa es la actualización y la renovación sacramental de la Muerte y Resurrección
de Jesús, que me ofrece su Vida humano-divina para salvarme; para entender que
el altar se transforma en el Calvario, el pan en Su Cuerpo y el vino en Su
Sangre.
Los
discípulos de Emaús recibieron, luego de ser probados en su tristeza, en su
ceguera, en su falta de fe en Jesús, el don de la fe en Jesús Resucitado, y lo
reconocieron al partir el pan. Desde nuestra ceguera, nuestra tristeza y
nuestra falta de fe, contemplando a Cristo Crucificado en el altar, pidamos el
don de reconocerlo a Él, Presente, real y substancialmente, vivo, glorioso y
resucitado, en la Eucaristía, que un rayo de su luz, desprendido de la
Eucaristía, penetre, ilumine y transforme nuestro ser.