martes, 31 de julio de 2012

La Eucaristía es el misterio central de la fe católica





         La Eucaristía es el misterio central de la fe católica, es el centro del universo creado, espiritual y físico, y el origen y raíz de todos los misterios divinos revelados a los hombres.
         La Eucaristía encierra la fuente de los misterios divinos, tanto de los misterios de la Trinidad como los de la Encarnación, Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo, Verbo Encarnado y por esto es la Fuente divina de donde surge la revelación de los maravillosos e insondables misterios de la constitución íntima de Dios como Trinidad de Personas y de la encarnación del Hijo para la salvación de los hombres.
         Porque la Eucaristía es la Persona divina del Verbo, encarnado y presente con su divinidad y su humanidad gloriosa, escondido bajo el aspecto de pan, es decir, por ser Cristo, la Eucaristía es el centro del universo, espiritual y físico; es el centro del cual no sólo se irradia la luz divina que alcanza e ilumina con sus rayos la infinidad material y espiritual del universo creado, sino que además es el centro de donde surge la fuerza divina que con su omnipotencia crea y mantiene en el ser a todos y cadda uno de los integrantes de este universo creado, espiritual y fisico.
         Centro del universo y fuente de los misterios divinos revelados a los hombres, la Eucaristía en sí el misterio de la Trinidad y el misterio de la Pasión y Resurrección del Hombre-Dios: en la Eucaristía, Jesús continúa y prolonga su generación eterna como Verbo del Padre y continúa y prolonga en el tiempo su encarnación en el seno virginal de María, su Pasión y su Resurrección. Jesús realiza en la Eucaristía lo mismo que en la Encarnación, se reviste de lo visible para esconder su divinidad invisible, prolongando así su generación eterna y su encarnación en el tiempo. Del mismo modo como en la Encarnación el Verbo Eterno del Padre asume la humanidad de Jesús, haciendo de ella una envoltura bajo la cual escondía su divinidad, del mismo modo, en la Eucaristía, el mismo Verbo Encarnado, Jesús, se reviste bajo las apariencias del pan y del vino, haciendo de estas apariencias una envoltura bajo la cual esconde tanto su divinidad como su humanidad resucitada y gloriosa.
         Pero la Eucaristía no sólo es el centro del universo, espiritual y físico, del cual este recibe la luz y el ser; la Eucaristía no es un centro anónimo, impersonal, alrededor del cual el universo gira. La Eucaristía es la máxima comunicación ad extra del amor trinitario, un amor de Personas y un Amor Personal, que quiere llevar hacia sí a toda la humanidad, que quiere hacer partícipe a la humanidad de la alegría y del amor divinos, de la alegría y del amor que son en sí mismas las Personas divinas; la Eucaristía es la obra del Amor de Dios que quiere que todos los hombres participen de su alegría y de su amor, que son eternos, perfectos, infinitos, inimaginables.
Por este motivo, para hacernos partícipes de su Ser y de su alegría y su amor, Jesús, el Verbo Eterno del Padre, se hace presente, sobre el altar, en la Eucaristía, bajo nuestros ojos, con su carne gloriosa, con su cuerpo resucitado, para ofrecérsenos como alimento y bebida espirituales, para incorporarnos a su Cuerpo glorioso, para donarnos su Espíritu, para ser uno con nosotros, para hacernos uno con Él. Él, el centro del universo, el misterio central de Dios, se hace presente en la Eucaristía para hacernos a nosotros centro del universo, para hacernos a nosotros parte de Él.
Decía Santa Teresa de Ávila: “El Amor no es amado”. Podemos también decir: “El misterio de Jesús Eucaristía no es conocido, no es amado; aún más, es ignorado y despreciado por la gran mayoría de los hombres de nuestro tiempo”.
Ofrezcamos la Eucaristía para reparar esta falta y para agradecer a Dios este don inestimable surgido de la profundidad de su Corazón de Padre celestial.

miércoles, 18 de julio de 2012

Jesús Eucaristía, Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo



“Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo” (Mt 16, 13-19). Narra el evangelista que la revelación del Padre a Pedro acerca de la divinidad de Jesús, y la posterior confesión de Pedro, tienen lugar en Cesarea de Filipo, al norte de Palestina. Dios no hace las cosas por casualidad. Ese lugar tenía una gran importancia para el mundo antiguo: habían allí dos templos paganos, el templo en honor del dios Pan, levantado por los griegos, y un templo levantado por los romanos, en honor del emperador Augusto, por eso se llamaba Cesarea, en honor de César Augusto. Es decir, en ese lugar, los pueblos más ilustres de la antigüedad, rendían culto de idolatría a los dioses y al poder político, y es en ese lugar en donde es confesada por primera vez la divinidad de nuestro Señor Jesucristo[1]. La confesión de la divinidad de Jesucristo es lo que va a diferenciar a la religión católica de cualquier otra religión de la tierra, y es lo que la transforma a esta Iglesia en la única y verdadera Iglesia de Dios.
         Es Dios Padre quien revela a Pedro la verdad acerca de Jesucristo: era imposible que por razonamientos lógicos y humanos, Pedro llegase a la verdad acerca de la divinidad de Cristo. Una consideración racional de los milagros y de las profecías, jamás habría podido llevar a Pedro a deducir que Jesús era el Hijo eterno del Padre, encarnado en una naturaleza humana[2]. Las palabras del Pedro tienen un significado profundísimo, tanto por el origen de la revelación –se lo revela interiormente el mismo Dios Padre- como por la substancia de lo revelado –Jesús no es un simple mortal, es Dios Hijo encarnado-. Y Dios Padre se lo revela a Pedro porque lo había elegido como fundamento visible de la Iglesia de su Hijo. De ahí que la Iglesia Católica confiese, a lo largo de los siglos, la misma fe de Pedro: Jesús es Dios Hijo encarnado.
         También para nosotros se repiten, a pesar de la distancia en el tiempo, situaciones análogas a las de la escena del evangelio: también hoy, los hombres de nuestro tiempo, como los de ayer, idolatran al ser humano, que intenta ejercer sobre los demás un poder omnímodo, totalitario, a través de la política –hoy se idolatra el poder político como si fuera un poder divino-, e idolatran a dioses y demonios, como lo hacen los cultores de la secta neo-pagana de la Nueva Era: tarot, brujería, esoterismo, ocultismo, religiones orientales.
         Pero también hoy como ayer, el Padre envía su Espíritu, así como lo envió a Pedro, para iluminar desde el interior las almas de sus hijos adoptivos, para que no caigan en el error de la civilización moderna, y confiesen, junto a Pedro, la divinidad de Jesús. Y ese mismo Jesús, que estuvo delante de Pedro, está hoy en medio de su Iglesia, en Persona, vivo y resucitado, en su Presencia Eucarística. Por eso, junto a Pedro, con la fe de Pedro, también confesamos la divinidad de Cristo Eucaristía: “Cristo Eucaristía, Tú eres el Hijo del Dios vivo”.


[1] Cfr. B. Orchard et al., Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Editorial Herder, Barcelona 1954, 415.
[2] Cfr. Orchard, ibidem, 416.

martes, 10 de julio de 2012

Cristo Eucaristía, Sacramento del Padre



  
         El Concilio Vaticano II llama a la Iglesia “sacramento universal de salvación”[1]: en la Iglesia Católica se ofrece a la humanidad la salvación. Ahora, puesto que la salvación que la Iglesia ofrece se encuentra en los sacramentos, los cuales, según Santo Tomás, son la humanidad de Jesús[2], entonces, la realidad salvífica es sacramental, es Jesús quien salva a través de su humanidad, los sacramentos. En otras palabras, la Iglesia es sacramento universal de salvación porque la Iglesia es Cristo en su humanidad gloriosa, resucitada, unida hipostáticamente al Verbo; es Cristo quien actúa personalmente, usando su humanidad en los sacramentos.
         La Iglesia es sacramento de salvación, la salvación se ofrece a través de los sacramentos, la realidad salvífica es sacramental: en los sacramentos se ofrece a los hombres la salvación de Dios, porque los sacramentos son una derivación y están ideados por Dios sobre el modelo de Cristo, sacramento del Padre.    
         Santo Tomás compara a Cristo con los sacramentos[3]: así como los sacramentos se constituyen por la unión de la materia y de la forma, así en Cristo se unen en la humanidad cuerpo y alma –materia- y la divinidad –forma-, que es la Segunda persona de la Trinidad, el Verbo. Cristo es entonces “sacramento” y, aún más, como es el sacramento original del Padre, es sobre su modelo en el cual Dios mismo se inspiró e ideó todos los sacramentos por los cuales se ofrece a la humanidad la salvación.
         Cristo es el sacramento del Padre para la salvación de los hombres, y como Él con su humanidad santa y gloriosa está presente en cada sacramento, Él es el “sacramento interior” a todo sacramento exterior. El sacramento exterior, compuesto de cosas materiales en su aspecto material, recibe de Cristo –a través de las palabras humanas pronunciadas por el sacerdote ministerial- toda su capacidad para producir la gracia que comunica a los hombres. Es Cristo quien actúa con su poder divino, comunicando la gracia en el momento de la confección de los sacramentos. Los sacramentos producen la gracia en modo instrumental, son un instrumento que Cristo utiliza para producir y transmitir la gracia cada vez que los sacramentos son producidos.
         Los sacramentos se convierten así no en simples gestos exteriores, con simbolismo subjetivo pero en sí vacíos de contenido ontológico real. Los sacramentos son actos del Señor glorioso, resucitado, vivo y presente en su Iglesia.
         Cada sacramento es un acto de Cristo de quien fluye, como de un manantial, la gracia divina. El contacto con el sacramento es el contacto con su humanidad santísima.
         Por eso nosotros, separadas por dos mil años de distancia de la Pasión del Señor, tenemos acceso a la humanidad de Cristo y a su divinidad, a través de los sacramentos.
         Por eso los sacramentos son, para nosotros que vivimos en el tiempo, nuestro acceso y nuestro contacto físico, directo, a la eternidad subsistente, que es Dios, Jesucristo: a través de los sacramentos confeccionados en el tiempo accedemos a la Gracia Increada Eterna de la Persona divina de Jesucristo.
         Si esto es válido para los sacramentos, es más válido aún para la Eucaristía, que es Cristo mismo en Persona.
         En la Eucaristía, el ser eterno del Verbo Encarnado ingresa en nuestro tiempo, nuestra temporalidad es informada, penetrada por la eternidad, y así ya en esta vida mortal, tenemos una experiencia no-sensible de la eternidad.
         La Eucaristía no es sólo acción de Cristo, como los otros sacramentos: es Cristo mismo. Él mismo, el que padeció en la cruz, se hace presente en persona en la Eucaristía.
         Pero como Cristo es la persona eterna del Verbo, sus actos humanos, aunque hechos en el tiempo y sujetos a la contingencia de todo acto humano, como al mismo tiempo son actos que pertenecen a una persona que es en sí misma la eternidad, perduran, llegan hasta nuestros días, abarcan todos los tiempos.
         Por eso en la Eucaristía, en la Misa, nuestro tiempo se hace co-presente al tiempo de la Pasión. De un modo misterioso pero no menos real, nos hacemos co-presentes, somos como transportados místicamente a los pies de la cruz, de hace dos mil años, porque la misa es la renovación del mismo y único sacrificio de la cruz de Cristo.
         En cada misa, donde se celebra la Eucaristía, subimos al Calvario y re-vivimos la Pasión salvífica de Jesús.
         Si cada sacramento es un acto del Señor glorioso, la Misa, la Eucaristía, es la Presencia misma del Señor glorioso que realiza, en el tiempo, la Pascua eterna.
         La misa es la actuación de nuestra salvación, en cada misa participamos de la Pascua de Cristo y es esto lo que debemos pedir como don: ver siempre, detrás del sacramento exterior, a Cristo, sacramento del Padre, y de vivir cada misa como la actuación de nuestra salvación.


        
        



[1] En sentido análogo, porque los sacramentos son siete.
[2] Cfr. Santo Tomás de Aquino.
[3] Cfr. Santo Tomás de Aquino.

miércoles, 4 de julio de 2012

La nueva bienaventuranza de la Iglesia: "Felices los invitados al banquete celestial"



“Bienaventurados los que sufren... los que lloran... los que tienen hambre y sed de justicia... los perseguidos... los pobres... los puros de corazón...” (cfr. Lc 6, 20-26). Las Bienaventuranzas de Jesús, proclamadas en el Sermón de la Montaña, son incomprensibles a los ojos del mundo. El mundo no puede llamar bienaventurados a los que sufren o a los que lloran, son desdichados; el mundo no puede llamar bienaventurados a los que tienen hambre y sed de justicia, porque los negocios del mundo son turbios; no puede llamar bienaventurados a los perseguidos, porque para el mundo los bienaventurados y los cuerdos son los perseguidores de la Iglesia de Cristo; el mundo no puede llamar bienaventurados a los pobres, porque los placeres del mundo se adquieren con oro y plata, cosa que los pobres, por definición, no tienen; el mundo no puede llamar bienaventurados a los puros de corazón, ya que las idolatrías alejan y enturbian el corazón.
         Pero a los ojos de Dios, los deleites y las bienaventuranzas del mundo son ceniza y amargura, de ahí los lamentos de Jesús para quienes viven según el mundo y no según el Espíritu de Dios. Y por el contrario, lo que el mundo llama desgracias, son en realidad causa de felicidad sobrenatural para el alma.
         ¿Por qué? ¿Qué es lo que hace que el sufrimiento, el llanto, la persecución, el deseo de justicia, la pobreza, la pureza de corazón, sean causa de felicidad y de bienaventuranza? Lo que hace que todas estas cosas den felicidad al alma, es que son una consecuencia de la participación a la cruz de Jesús, quien es el Primer Bienaventurado.
         Jesús en la cruz sufre y llora por la redención de la humanidad; Jesús en la cruz tiene hambre y sed de justicia, de ver honrado y glorificado el nombre de Dios en los corazones humanos; Jesús en la cruz es pobre, ya que nada tiene; Jesús en la cruz es puro de corazón, ya que es el Cordero Inmaculado que ofrece su cuerpo y su sangre en holocausto agradable a Dios.
         Las Bienaventuranzas constituyen la causa de la felicidad del hombre porque quien vive las bienaventuranzas, vive unido a la cruz de Jesús y a Jesús en la cruz. Cada fiel, cada bautizado, puede unir su vida, su ser, su persona, con todas sus viscisitudes personales, al sacrificio de Cristo en la cruz y en el altar, para transformar la vida personal, la existencia personal, en una existencia y en una vida bienaventurada. Bienaventurados quienes se unen a la cruz de Cristo, bienaventurados quienes unen sus tribulaciones a la cruz del altar. Quien se una a la cruz de Cristo, será bienaventurado. Esa es la Bienaventuranza que proclama Cristo desde la Montaña, y consiste en unirse y participar de su cruz.
Pero hay otra bienaventuranza, proclamada por la Esposa del Cordero en el altar, luego de la inmolación del Cordero en la cruz del altar: “Bienaventurados quienes se acercan y comen la carne del Cordero de Dios”[1].
Y en esta bienaventuranza, proclamada por la Iglesia la bienaventuranza del altar, “Felices los invitados al banquete celestial”[2], se cumplen todas las demás, porque los que comen del Pan Eucarístico son pobres de espíritu, a quienes no sacian los alimentos del mundo, vacíos de sabor y con gusto a cenizas; los que comen el Pan del Altar tienen hambre, no tanto del cuerpo, sino del espíritu, y son saciados abundantemente con este Pan del cielo, con el verdadero maná enviado por el Padre; los que participan del altar, lloran junto a Jesús y María por la salvación del mundo y por las almas, porque el sacrificio del altar es la representación y la actualización sacramental del sacrificio en cruz de Jesús, y Él en la cruz, junto a María al pie de la cruz, llora amargas lágrimas de sal por el mundo y por las almas; los que comen del Pan de Vida eterna son odiados por los ángeles caídos, quienes se consumen en odio eterno y envidian el Amor que ingresa en las almas de los justos con este pan, y son odiados por los hombres malvados, contaminados por el ángel caído, y a la vez, son amados por Dios, porque Dios Padre ve en ellos la viva imagen de su Hijo y a su Hijo en Persona, y por eso no puede no dejar de amarlos con todo el amor de su Corazón de Padre, el Espíritu Santo.
“Felices los invitados al banquete celestial”. La Iglesia proclama una Nueva bienaventuranza, desde el Nuevo Monte de las Bienaventuranzas, el altar eucarístico, que condensa y resume todas las otras bienaventuranzas. Feliz el que se alimenta del Maná Verdadero.
“Felices los pobres, los perseguidos a causa de la justicia, los misericordiosos, los limpios de corazón…”, proclama Jesús desde el Monte de las Bienaventuranzas, pero también la Iglesia proclama una nueva bienaventuranza: “Felices los invitados al banquete celestial”[3].
“Felices los invitados al banquete celestial”, dice la Iglesia, proclamando desde el Nuevo Monte de las Bienaventuranzas, una nueva bienaventuranza, la bienaventuranza de los hijos de la Iglesia, la bienaventuranza que resume y concentra en sí misma todas las bienaventuranzas, porque no puede haber felicidad más grande que recibir sacramentalmente al Hijo de Dios en Persona, unirse a su cuerpo resucitado por el Espíritu, recibir su sangre, que empieza a circular con nuestra sangre, y con su sangre, la vida eterna que brota del ser divino de la Persona del Hijo de Dios.
“Felices los invitados al banquete celestial”. Si a partir de Jesús la felicidad radica en la unión a Cristo crucificado, a partir de la Iglesia, la felicidad radica en la unión a Cristo sacramentado, crucificado y resucitado en la Eucaristía.




[1] Cfr. Misal Romano.
[2] Cfr. Misal Romano, Ostentación eucarística.
[3] Cfr. Misal Romano.