jueves, 21 de septiembre de 2017

Hora Santa y rezo del Santo Rosario meditado en reparación por ultraje a Jesucristo en Bilbao 230817


         Inicio: ofrecemos esta Hora Santa y el rezo del Santo Rosario meditado en reparación por la burla sacrílega cometida contra Nuestro Señor Jesucristo en ocasión de un festejo regional en el País Vasco. La información relativa a tan lamentable hecho se encuentra en el siguiente enlace:
La blasfema exposición no solo atenta contra los sentimientos religiosos más profundos de los fieles sino, lo que es mucho más grave aún, constituye un gravísimo atentado contra la majestad de Dios Trino. De ahí la necesidad imperiosa de la reparación. Rezaremos pidiendo la conversión propia y de seres queridos, la de quienes cometieron este sacrilegio, y la del mundo entero.

Oración inicial: “Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo. Te pido perdón, por los que no creen, ni esperan, ni te adoran, ni te aman” (tres veces).

“Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo os ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, Presente en todos los sagrarios del mundo, en reparación por los ultrajes, sacrilegios e indiferencias con los cuales Él mismo es continuamente ofendido. Por los infinitos méritos de su Sacratísimo Corazón y los del Inmaculado Corazón de María, os pido la conversión de los pobres pecadores. Amén”.

Canto inicial: “Cantemos al Amor de los amores”.

Inicio del rezo del Santo Rosario (misterios a elección). Primer Misterio.

Meditación.

         En la Oración Colecta de la Fiesta de la Exaltación de la Cruz pedimos a Dios que a quienes “en la tierra hemos reconocido el Misterio” de la Cruz, nos conceda alcanzar “en el cielo el premio de su Redención”[1]. La Cruz es el Divino Libro, cuyo conocimiento en la tierra le corresponde el premio eterno en el Reino de los cielos. Quien estudia en este verdadero y único Libro de la Vida, Jesús crucificado, y toma lecciones de la Divina Maestra, la Virgen de los Dolores, adquiere un conocimiento y una sabiduría divina de tal grado, que le capacita para superar todas las tribulaciones de la vida terrena, además de alcanzar el gozo eterno en el Reino celestial. En la Santa Cruz, Aquel que cuelga del madero, no es un hombre más entre tantos; no es ni siquiera un hombre sabio, ni el más sabio y santo entre los sabios y santos: el que cuelga del madero es Dios, es Cristo Dios, y por eso, quien se une a la Cruz, quien postrado ante la Cruz se abraza a ella, se postra ante Dios y se une a Dios y Dios, con el Espíritu Santo que brota con la Sangre de su Corazón traspasado, lo une a Él, en una íntima comunión de vida y amor. Si el cielo es la posesión de Dios, entonces la Santa Cruz es el cielo en la tierra, porque es la posesión de Dios, para el pobre hombre pecador y mortal, en anticipo de la posesión que espera, por la Misericordia Divina, por la contemplación de la Trinidad y el Cordero en los cielos.

Silencio para meditar.

Padrenuestro, diez Ave Marías, Gloria.

Segundo Misterio del Santo Rosario.

Meditación.

         Los hombres se esfuerzan por adquirir conocimientos terrenos, puesto que el conocimiento, en el decir de muchos, es igual a poder, prestigio, posición o estatus social. Muchos dejan la vida por estos conocimientos mundanos, porque anhelan lo que estos conocimientos dan, que es la gloria de los hombres. Sin embargo, pocos, muy pocos, son los que anhelan la Sabiduría de la Cruz, la única sabiduría que nos concede algo infinitamente más grande que poder, prestigio o estatus, y es la vida eterna. Sólo la Cruz es el verdadero y único camino al cielo, pues en la Cruz está Jesús, Camino, Verdad y Vida. Cristo es el Portador de la Cruz, es el que murió en la Cruz y es el que venció en la Cruz, porque si bien, visto con los solos ojos humanos, y sin la Fe católica, la Cruz parece el más completo fracaso –Cristo muere abandonado de sus amigos, con la sola compañía de su Madre, en medio de grandes dolores y con la aparente victoria de sus enemigos terrenales y preternaturales, los ángeles caídos-, sin embargo la Cruz es el más completo triunfo de Dios, porque en la Cruz, Cristo vence, de una vez y para siempre, a los tres grandes enemigos de la humanidad, el Demonio, el Pecado y la Muerte, además de concedernos el perdón divino y la filiación divina, con el don de su Sangre  Preciosísima derramada en la Pasión y en el Monte Calvario. Jesucristo es el Triunfador de la Cruz[2]. La Cruz, de instrumento de ignominia y tortura se convierte, en Cristo y por Cristo, en glorioso y victorioso signo del más completo y absoluto triunfo de Dios sobre los enemigos del hombre, porque el que triunfa en ella es el Rey de reyes y Señor de señores, Cristo Jesús, el Hombre-Dios. La Cruz, por estar impregnada por la Sacrosanta Sangre del Cordero, es signo de triunfo divino y de realeza celestial y es signo del Triunfo final del Señor que, consumado en el Calvario, será visible a todos los ángeles y santos en el Día del Juicio Final: “Cuando el Señor venga a juzgar, aparecerá en el cielo esta señal de la Cruz”[3]. ¡Oh María Santísima, Nuestra Señora de los Dolores, oh Maestra Incomparable que enseñas la sabiduría de la Cruz a quienes se postran en adoración ante la Santa Cruz de tu Hijo Jesús, iluminados por ti, haz que aprendamos la única Sabiduría necesaria, la única Sabiduría que conduce al Cielo, la Sabiduría de la Cruz! 

         Silencio para meditar.

Padrenuestro, diez Ave Marías, Gloria.

Tercer Misterio del Santo Rosario.

Meditación.

La Cruz es “locura para los que se pierden” (cfr. 1 Cor 1, 18), pero a los ojos de los hijos de Dios, iluminados por la luz del Espíritu Santo, la Cruz es poder de salvación, porque en la Cruz se manifiesta “el poder de Dios”, que cambia la muerte del hombre por vida divina, el pecado por gracia, la dominación de la Serpiente Antigua sobre la humanidad en libertad de la esclavitud de los ángeles caídos; en la Cruz, Cristo Dios cambia la Justa Ira de Dios sobre el hombre, en puerta abierta de la Misericordia Divina, que se derrama sobre las almas como un océano infinito desde su Corazón traspasado; en la Cruz, Cristo Dios vuelve al hombre, creatura débil, en hijo suyo que vence al Demonio, al Pecado y a la Muerte, cuando se el hombre se une a su sacrificio en Cruz; en la Cruz, Cristo es la maravillosa conjunción de la Sabiduría infinita y del Amor misericordioso y eterno de Dios. En la Cruz, Cristo Dios cambia el dolor del hombre caído en pecado, en alegría celestial al saberse por Dios perdonado; en la Cruz, Cristo Dios cambia la derrota del hombre en victoria del Hombre-Dios; por su muerte en Cruz, Cristo Dios cambia el signo de lo que era oprobio, ignominia y humillación, en gloria celestial manifestada en sus gloriosas heridas y en su Preciosísima Sangre; en la Cruz, Cristo Dios manifiesta, a través de su Cuerpo Santísimo martirizado, cubierto de golpes, de heridas abiertas y de su Sangre, la majestad, la gloria divina, la santidad divina. En la Cruz, Cristo Dios cambia la desesperación del hombre sin Dios en alegre y festiva esperanza del hombre que, postrado a los pies del Cordero Inmolado, se llena de gozo al haber encontrado en Cristo crucificado, no solo el sentido de su existencia terrena, sino el Camino que lo conduce al cielo, la Verdad sobre Dios Uno y Trino y su Mesías, el Verbo de Dios encarnado que prolonga su Encarnación en la Eucaristía, y la Vida divina, la misma vida de Dios Trino, que le es comunicada por la Sangre Preciosísima del Cordero, por la salvación de los hombres derramada. ¡Salve, oh Cruz Santa, tú eres el Único Camino a Dios Trinidad; tú eres la Única Verdad de Dios; tú eres la Vida divina que, recibida en germen por la gracia, esperamos vivirla en plenitud en la gloria del cielo!

Silencio para meditar.

Padrenuestro, diez Ave Marías, Gloria.

Cuarto Misterio del Santo Rosario.

Meditación.

La Cruz es signo de contradicción, porque El que cuelga de la Cruz, es Él mismo signo de contradicción, tal como lo profetizó el anciano Simeón: “Puesto está para caída y levantamiento de muchos en Israel y para blanco de contradicción; y una espada atravesará tu alma, para que se descubran los pensamientos de muchos corazones” (Lc 2, 34ss). Jesús crucificado –Jesús en todo su misterio pascual- es signo de contradicción: en torno a su Persona divina –Él es el Verbo de Dios encarnado en la naturaleza humana de Jesús de Nazareth- se dividen los espíritus; frente a Él, se hacen manifiestos los pensamientos más íntimos y ocultos que, de otra forma, el hombre mantiene escondidos y encubiertos. Frente a Jesús crucificado, es imperioso tomar una decisión, o por Él o contra Él: “El que no está conmigo, está contra Mí” (Mt 12, 30). ¿Cómo saber si estamos con Jesús, o contra Jesús? ¿Cómo saber si cargamos la Cruz, en pos de Jesús, o por el contrario, la dejamos de lado y seguimos por otro camino, que no conduce a Dios? La manera de saberlo, es meditando acerca de sus palabras: “Yo he venido para dar testimonio de la Verdad” (Jn 18, 37). Jesús es la Verdad, la Única, Suprema y Absoluta Verdad acerca de Dios, y si Él no nos lo hubiera revelado, jamás podríamos saber Quién es Dios en su esencia; no habríamos podido saber que en Él hay Tres Personas divinas, iguales en majestad, poder y honor, que no hay tres dioses, sino Uno solo, Dios Uno y Trino; si Jesús no nos hubiera revelado la Verdad acerca de Dios, no podríamos haber sabido que Él es la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, encarnada en la naturaleza humana de Jesús de Nazareth, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía, y que “ha venido para destruir las obras del Diablo” (cfr. 1 Jn 3, 8). Si permanecemos en la Verdad, entonces permanecemos en Cristo y Cristo crucificado. Si negamos la Verdad, negamos al Hombre-Dios Jesucristo, negamos su Encarnación y Pasión salvadora, negamos su Presencia substancial en la Eucaristía y nos hacemos súbditos del “Padre de la mentira”, el Demonio (cfr. Jn 8, 44). El que es de Dios, se postra ante Cristo crucificado, ante el Jesús Eucarístico, “lo ama y lo adora en su infinita majestad, y permanece en la Verdad y la Verdad permanece en él” (cfr. 1 Jn 3, 24; cfr. Jn 14, 23).

Silencio para meditar.

Padrenuestro, diez Ave Marías, Gloria.

Quinto Misterio del Santo Rosario.

Meditación.

Jesús es la Verdad divina, eterna, encarnada, que murió en la Cruz por la verdad[4]: por la verdad de Dios y por la verdad del hombre: Jesús murió en la Cruz por la verdad de Dios, porque fue Él quien nos reveló el Amor de Dios en su misterio pascual, y fue Él quien, desde la Cruz, nos donó el Espíritu Santo, el Divino Amor, con la Sangre que brotó de su Corazón traspasado, y es Él quien, junto con el Padre, nos insufla el Espíritu Santo, el Amor de Dios, en cada comunión eucarística –el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo-, convirtiendo cada comunión en un pequeño Pentecostés, en un Pentecostés nuevo, personal, Don de dones inimaginable para el alma. Jesús es la Verdad que muere en la Cruz por la verdad el hombre: el hombre no está en esta vida para “pasarla bien”; tampoco para “prosperar”, ni para vivir en el placer: el hombre, nos dice Jesús desde la Cruz, está en esta vida para decidirse por Dios o contra Dios, y puesto que ese Dios está en la Cruz, quien se decide por Dios, se decide por la Cruz; el hombre está en esta vida para evitar la eterna condenación en el Infierno, y como Cristo Dios venció en la Cruz al Infierno, quien se aferra a la Cruz y se deja bañar por la Sangre del Cordero degollado, por esa Sangre Preciosísima, vence al Infierno y salva su alma; el hombre, nos dice Jesús desde la Cruz, está en esta vida para recibirlo a Él, que es la Luz Increada, que nos da la gracia de ser hijos adoptivos por el Bautismo sacramental, y como Dios nos adopta a través de la Virgen María, Madre de los hijos de Dios, quien se postra ante la Cruz, con fe, con amor y piedad, recibe la gracia de la filiación divina y el amor materno de la Virgen, comenzando así a vivir una vida nueva, la vida de los hijos de la Luz Increada, la vida de los hijos adoptivos de Dios Uno y Trino.

         Oración final: “Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo. Te pido perdón, por los que no creen, ni esperan, ni te adoran, ni te aman” (tres veces).

“Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo os adoro profundamente, y os ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, Presente en todos los sagrarios del mundo, en reparación por los ultrajes, sacrilegios e indiferencias con los cuales Él mismo es continuamente ofendido. Por los infinitos méritos de su Sacratísimo Corazón y los del Inmaculado Corazón de María, os pido la conversión de los pobres pecadores. Amén”.

Canto final: “Plegaria a Nuestra Señora de los Ángeles”.


                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                      



[1] Cfr. Odo Casel, Misterio de la Cruz, 158ss.
[2] Casel, o. c., 159.
[3] Versículo del Oficio de las fiestas de la Santa Cruz; cfr. Mt 24, 30; Didajé 16, 6ss.
[4] Cfr. Casel, o. c., 161.

viernes, 15 de septiembre de 2017

Hora Santa y Santo Rosario meditado en reparación por gravísima profanación a la Eucaristía en Porto Alegre, Brasil 91117


         Inicio: una vez más, el objeto de fe más preciado de los católicos, la Sagrada Eucaristía, ha sido horriblemente profanada. Esta vez ha sucedido en Porto Alegre, Brasil, en donde, con ocasión de una pretendida “pseudo-apertura” hacia los que “piensan distinto” (sic), se profanó la Eucaristía, la Persona de Nuestro Señor Jesucristo, su Santísima Madre y prácticamente toda la Fe católica. La información acerca de tan lamentable suceso puede consultarse en el siguiente enlace:
         Ofreceremos, por lo tanto, en reparación, esta Hora Santa y el rezo del Santo Rosario meditado. Para las meditaciones, utilizaremos la Carta Apostólica Mane Nobiscum, de Juan Pablo II, sobre el misterio eucarístico. Pediremos por nuestra conversión, la de nuestros seres queridos, la de quienes cometieron este horrible ultraje a la Eucaristía, y la conversión del mundo entero.

         Oración inicial: “Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo. Te pido perdón, por los que no creen, ni esperan, ni te adoran, ni te aman” (tres veces).

“Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo os ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, Presente en todos los sagrarios del mundo, en reparación por los ultrajes, sacrilegios e indiferencias con los cuales Él mismo es continuamente ofendido. Por los infinitos méritos de su Sacratísimo Corazón y los del Inmaculado Corazón de María, os pido la conversión de los pobres pecadores. Amén”.

Canto inicial: “Cantemos al Amor de los amores”.

Inicio del rezo del Santo Rosario (misterios a elección). Primer Misterio.

Meditación.

         La Eucaristía, esto es, la Presencia real, verdadera y substancial del Señor Jesús, el Hijo de Dios encarnado, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía, no puede ser contemplada sino a la luz del Espíritu Santo. Hasta tanto no sucede esta iluminación, el alma no reconoce a Jesús Eucaristía, confundiéndolo con un trozo de pan bendecido, de manera análoga a como los discípulos de Emaús, razonando con sus mentes y sin la luz del Espíritu Santo, no reconocieron a Jesús resucitado que se les había aparecido en el camino, confundiéndolo con un forastero. Sólo cuando Jesús, en la fracción del pan, insufla sobre sus almas el Espíritu Santo, es que los discípulos de Emaús reconocen a Jesús resucitado, al tiempo que sus corazones arden en el Amor de Dios. Este conocimiento y amor sobrenaturales de Jesús, dado por el Espíritu Santo, es el que se produce en el alma, en la Santa Misa, en la fracción del Pan; hasta que no sucede esta iluminación, el alma permanece en la oscuridad de su propia razón humana, sin poder apreciar el misterio eucarístico. La razón es que el prodigio de la transubstanciación, milagro por el cual, por las palabras de la consagración –“Esto es mi Cuerpo”, “Esta es mi Sangre”-, el pan se convierte en el Cuerpo y el vino en la Sangre de Jesús, el Hombre-Dios, no puede ser captado por la inteligencia de creatura alguna, ni humana ni angélica, sino es revelado de lo alto, mientras que si solo se tratara de una “trans-significación de las especies” –doctrina errónea que afirma que la Presencia real no se entiende como material, sino como presencia real espiritual, con lo cual el pan sigue siendo pan y el vino sigue siendo vino, sí puede ser captado por las inteligencias creaturales. Pero creer en la trans-significación y no en la transubstanciación, es negar la Fe católica de veinte siglos, para reemplazarla por un credo humano, y es negar las palabras mismas del Salvador acerca de su Presencia Eucarística. Como dice Juan Pablo II, el hombre está siempre tentado a reducir a su propia medida la Eucaristía, mientras que en realidad es él quien debe abrirse a las dimensiones del Misterio. La Eucaristía es un don demasiado grande para admitir ambigüedades y reducciones”[1]. Por esa razón, debemos siempre implorar a la Madre de la Eucaristía, María Santísima, que nos alcance la gracia de no reducir nunca el Misterio Eucarístico a los estrechos límites de nuestra razón, y que sea siempre el Espíritu Santo quien nos ilumine y nos descubra los inagotables dones del Corazón Eucarístico de Jesús.

         Silencio para meditar.

Padrenuestro, diez Ave Marías, Gloria.

Segundo Misterio del Santo Rosario.

Meditación.

         La Eucaristía, el don más preciado del Corazón de Dios Padre, nació en la Última Cena, la Primera Misa, “la noche del Jueves Santo en el contexto de la cena pascual”[2]. Si bien es la anticipación incruenta y sacramental del Santo Sacrificio de la Cruz –de hecho, es de la Cruz de donde obtiene su virtus divina- y, como tal, “tiene un sentido profunda y primordialmente sacrificial”[3], la Eucaristía, como dice el Papa Juan Pablo II, “nace en el ámbito de la Última Cena, del convite pascual, lo cual nos habla acerca de la relación que Dios quiere entablar con nosotros, el del convite[4]. Pero se trata de un convite absolutamente especial, desconocido para el hombre, imposible siquiera de imaginar, porque el manjar servido en este convite, preparado por Dios Padre para el hombre pecador, es nada menos que la Carne del Cordero de Dios, asada en el Fuego del Espíritu Santo; el Pan de Vida eterna, el Cuerpo resucitado y glorioso de Jesús de Nazareth, y el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, la Sangre del Hombre-Dios Jesucristo. Se trata de un convite muy especial, porque el alimento que se brinda al hombre pecador proviene del cielo, por pura gracia y misericordia divina, y aquello con lo que el alma en gracia se nutre, es la substancia misma de su Creador, su Redentor y su Santificador. Al revés de lo que sucede con la ingesta de alimentos terrenos, en el Banquete Pascual que es la Santa Misa, el alimento que nutre al alma, la substancia divina, no se convierte en parte del cuerpo del hombre que comulga, sino que es el hombre quien, en realidad, es asimilado por Dios, desde el momento en que, por la comunión, Dios hace partícipe al hombre de su propia divinidad. Por el Banquete Pascual el hombre se diviniza, al ser asimilado, por el Espíritu Santo, al Cuerpo glorioso del Redentor y, en Cristo Jesús, ser conducido al seno del Eterno Padre.

         Silencio para meditar.

Padrenuestro, diez Ave Marías, Gloria.

Tercer Misterio del Santo Rosario.

Meditación.

         Puesto que Cristo es Dios, su Presencia real, verdadera y substancial en la Eucaristía comprende un misterio dentro de otro misterio, y es el de la eternidad del Ser divino trinitario, que se hace Presente en nuestro “hoy”, en nuestro “aquí y ahora”, en nuestro tiempo terreno. La eternidad del Ser divino trinitario comprende y abarca, misteriosamente, el pasado, el presente y el futuro, puesto que la eternidad “penetra”, por así decirlo, en el tiempo terreno, lo impregna de sí misma y lo conduce hacia el vértice espacio-tiempo en el que, confluyendo el tiempo y la eternidad, el tiempo desaparece para dar lugar a la eternidad. En efecto, la Presencia real es un misterio porque al tiempo que “actualiza el pasado”[5] –es la renovación incruenta y sacramental del Santo Sacrificio de la Cruz, llevado a cabo hace veinte siglos-, se hace Presente en nuestro “hoy”, en nuestro tiempo presente, trayéndonos a nosotros lo ocurrido hace veinte siglos, y nos proyecta al mismo tiempo al futuro, hacia la Segunda Venida en gloria de Jesucristo, pues su Presencia Eucarística es un anticipo, en el tiempo, de esa Segunda Venida, constituyendo así la Eucaristía, el fundamento admirabilísimo de la Fe, la Caridad y la Esperanza del cristiano, porque gracias al Sacrificio del Hombre-Dios, el pasado del hombre es redimido de su pecado; por la Presencia real el presente del hombre es santificado, y por la proyección del Santo Sacrificio al futuro, esto es, a la eternidad, en el horizonte del hombre aparece algo imposible siquiera de imaginar, si no hubiera sido revelado, y es la glorificación de su cuerpo y alma si persevera hasta el final de sus días en la fe y en las buenas obras. Al tiempo que es una respuesta al pedido de los discípulos de Jesús –“Quédate con nosotros”-, la Presencia real es así el cumplimiento cabal de Jesucristo realizada en el Evangelio[6], en la plenitud de los tiempos: “Yo estaré con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20) y que abarca todos los tiempos del hombre, pasado, presente y futuro, para proyectarlos hacia la feliz eternidad. Esta es la razón por la cual, para el católico, no existe la palabra “desesperación”, pues aun en medio de las persecuciones y tribulaciones del tiempo presente, su mirada se eleva hacia la Eucaristía, en donde su pasado pecador es redimido en la Cruz, su Presente es santificado por la gracia que de la Eucaristía brota como de su Fuente inagotable –Jesús es la Gracia Increada- y su futuro queda firmemente anclado en la esperanza de la gloria futura, en la feliz bienaventuranza, la contemplación por los siglos sin fin de Dios Uno y Trino y del Cordero.

          Silencio para meditar.

Padrenuestro, diez Ave Marías, Gloria.

Cuarto Misterio del Santo Rosario.

Meditación.

         Todo el edificio dogmático del Magisterio de la Iglesia Católica; toda la Fe de los miembros de su Cuerpo Místico; toda la esperanza de los bautizados; toda la caridad con la que vivieron y murieron los santos y mártires de todos los tiempos, se fundamenta en una sola Verdad: el misterio de la Presencia real, verdadera y substancial de Nuestro Señor Jesucristo en la Eucaristía[7]. Esta Presencia es “real” porque es la Presencia real por antonomasia, porque por medio de ella el Hombre-Dios Jesucristo se Presente con su Ipsum Esse Subsistens, con su Acto de Ser divino trinitario, y por lo tanto, con su substancia divina presente en la realidad de su Cuerpo y de su Sangre[8]. Esta es la razón por la cual la Fe católica nos dice que cuando estamos frente a la Eucaristía, nos encontramos ante el más asombroso misterio de todos los misterios asombrosos de la Iglesia Católica: delante de nuestros ojos, velados a los ojos del cuerpo, pero “visibles” a los ojos de la Fe, se encuentra el Cordero de Dios, Jesucristo, la Segunda Persona de la Trinidad, encarnada en el seno purísimo de María Virgen y que asume hipostáticamente, en su Persona divina, a la Humanidad perfectísima de Jesús de Nazareth, y que prolonga su Encarnación, por la liturgia eucarística, en el Santísimo Sacramento del altar. En otras palabras, y como dice el Papa Juan Pablo II, “La Fe nos pide que, ante la Eucaristía, seamos conscientes de que estamos ante Cristo mismo”[9]. El dogma de la Presencia real, verdadera y substancial del Hijo de Dios encarnado, que prolonga su Encarnación en la Eucaristía, posee un sentido y valor de eternidad que “supero todo simbolismo”. Si la Presencia de Jesús fuera solo simbólica, como se pretende en la trans-significación, no podríamos decir -como sí lo afirmamos por la Transubstanciación- que, ante la Eucaristía, nos encontramos ante la Eternidad en sí misma, pues como la Eucaristía es Dios Hijo en Persona y “Dios es su misma eternidad”, la Eucaristía es Dios Eterno, Tres veces Santo, que se nos manifiesta de modo sublime en apariencia de pan. Por la Transubstanciación, la Eucaristía es Dios Eterno, Cristo Jesús, que se nos manifiesta ante nuestros ojos corporales como si fuera pan, pero ya no es más pan, porque ese Pan Vivo, que da la vida eterna, es la Carne gloriosa y resucitada del Cordero de Dios, asada en el Fuego del Espíritu Santo.

          Silencio para meditar.

Padrenuestro, diez Ave Marías, Gloria.

Quinto Misterio del Santo Rosario.

Meditación.

         La Eucaristía, dice Juan Pablo II, es un “gran misterio”, y nosotros podemos agregar que es el más grandioso de todos los grandiosos misterios de Dios. Por esta razón, la Eucaristía no solo no puede y no debe ser celebrada de modo rutinario, mecánico, distraído, indiferente, sino que debe ser celebrada –tanto por el sacerdote ministerial, como por parte de los fieles-, con el más grande amor, la más grande piedad, el más grande fervor. Es decir, no basta con celebrarla “decorosamente”, con la música litúrgica adecuada, sino que debe ser celebrada como lo que es: el inefable misterio de un Dios que, llevado por su Amor Eterno por los hombres, se dona a sí mismo, en la Cruz y en la Eucaristía, con su Cuerpo, su Sangre, su Alma, su Divinidad, y todo el Eterno Amor de su Divino Corazón. Puesto que lo que mueve a Dios a donarse a sí mismo al hombre, no es la obligación ni la necesidad –Dios no tiene ni la obligación de rescatarnos de nuestra malicia libremente elegida, el pecado, ni tiene en absoluto necesidad de nosotros para Ser-, sino el Amor –el Amor Eterno, Infinito, Incomprensible, de su Corazón de Dios Trino-, esto significa que, en la participación de la Sagrada Liturgia Eucarística y sobre todo en el momento de la Comunión Eucarística debemos, llevados por la Virgen, Nuestra Señora de la Eucaristía, postrarnos ante su Presencia real y abrir el corazón de par en par, y así recibir, con el corazón en gracia, con todo el amor del que seamos capaces, a Jesús, el Dios de la Eucaristía.

          Oración final: “Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo. Te pido perdón, por los que no creen, ni esperan, ni te adoran, ni te aman” (tres veces).

“Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo os adoro profundamente, y os ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, Presente en todos los sagrarios del mundo, en reparación por los ultrajes, sacrilegios e indiferencias con los cuales Él mismo es continuamente ofendido. Por los infinitos méritos de su Sacratísimo Corazón y los del Inmaculado Corazón de María, os pido la conversión de los pobres pecadores. Amén”.

Canto final: “Plegaria a Nuestra Señora de los Ángeles”.




[1] Cfr. Juan Pablo II, Carta Apostólica Mane Nobiscum al Episcopado, al Clero y a los Fieles para el Año de la Eucaristía Octubre 2004 – Octubre 2005, II, 14.
[2] Cfr. ibidem, 15.
[3] Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Instr. Redemptionis Sacramentum, sobre algunas cosas que se deben observar o evitar acerca de la Santísima Eucaristía (25 de marzo 2004), 38: L’Osservatore Romano, ed. en lengua española, 30 abril 2004, 7; cit. en Juan Pablo II, Mane Nobiscum, 15.
[4] Cfr. Mane Nobiscum, 15.
[5] Cfr. Mane Nobiscum, 16.
[6] Cfr. Mane Nobiscum, 16.
[7] Cfr. Juan Pablo II, Mane Nobiscum, 16.
[8] Cfr. Enc. Mysterium fidei (3 de septiembre 1965), 39: AAS 57 (1965), 764; S. Congregación de Ritos, Instr. Eucharisticum mysterium, sobre el culto del misterio eucarístico (25 mayo 1967), 9: AAS 59 (1967), 547; cit. en Juan Pablo II, Mane Nobiscum, 16.
[9] Cfr. Mane Nobiscum, 16.

miércoles, 13 de septiembre de 2017

Hora Santa y Santo Rosario meditado en reparación por gravísima profanación a la Eucaristía en Alcalá de Henares, España 080917


         Inicio: ofrecemos esta Hora Santa y el rezo del Santo Rosario meditado en reparación por una “gravísima profanación a la Eucaristía”, ocurrida en Alcalá de Henares, España, el pasado 8 de septiembre del corriente año. La información acerca de tan lamentable episodio se puede encontrar en el siguiente enlace: https://infovaticana.com/2017/09/08/denuncian-una-gravisima-profanacion-una-parroquia-alcala-henares/
         Basaremos nuestras meditaciones en la Carta Apostólica Mane Nobiscum del Santo Padre Juan Pablo II. Como siempre lo hacemos, pediremos por nuestra conversión, la de nuestros seres queridos, la de quienes cometieron tan horrible sacrilegio y la conversión del mundo entero.
           Nos unimos al pedido de reparación realizado por el obispo de la diócesis, Monseñor Reig Plá: “El obispo de Alcalá de Henares, Juan Antonio Reig Plá, ha manifestado su gran dolor por esta grave profanación y ha pedido oraciones en reparación por este acto y por quienes lo han cometido, para que se arrepientan, pidan perdón y devuelvan las formas consagradas, los santos óleos y los objetos robados”.

Oración inicial: “Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo. Te pido perdón, por los que no creen, ni esperan, ni te adoran, ni te aman” (tres veces).

“Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo os ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, Presente en todos los sagrarios del mundo, en reparación por los ultrajes, sacrilegios e indiferencias con los cuales Él mismo es continuamente ofendido. Por los infinitos méritos de su Sacratísimo Corazón y los del Inmaculado Corazón de María, os pido la conversión de los pobres pecadores. Amén”.

Canto inicial: “Cantemos al Amor de los amores”.

         Inicio del rezo del Santo Rosario (misterios a elección). Primer Misterio.

         Meditación.

         En la misma tarde de la resurrección, el Señor Jesús, glorioso y resucitado, se apareció a los discípulos de Emaús. Estos, aunque aún no lo había reconocido –lo habían tratado de “forastero”-, le piden que “se quede con ellos, porque atardece y el día ya se acaba” (cfr. Lc 24, 29). No lo reconocían, pero ya habían experimentado el “ardor del corazón” cuando Él les explicaba las Escrituras. Jesús acepta y luego, en el transcurso de la Santa Misa, cuando Jesús realiza el acto de partir el pan, infunde su Espíritu en sus mentes y corazones, de manera tal que ahora sí lo reconocen como al Señor Jesús, muerto en cruz y resucitado. Con nosotros, que transcurrimos la existencia terrena en el espacio y tiempo de la historia de la humanidad, Jesús no se nos aparece como a los discípulos, esto es, con aspecto visible y glorioso; sin embargo, está con nosotros, vivo, resucitado, glorioso, en la Eucaristía. En cada Santa Misa, Jesús –en la persona del sacerdote ministerial- “parte el pan” para nosotros, y se nos dona todo Él, con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, en el Pan Vivo bajado del cielo, el Verdadero Maná celestial, la Santa Eucaristía. Y al igual que con los discípulos de Emaús, que al partir el Pan infundió en ellos el Espíritu Santo, quien les permitió reconocerlo en su Humanidad gloriosa y resucitada, de la misma manera, en la Santa Misa, al partir el Pan consagrado, la Hostia bendita, Jesús sopla también sobre nosotros su Espíritu Santo, de manera que seamos capaces de reconocerlo, aunque oculto a los ojos del cuerpo, vivo, glorioso y resucitado, con los ojos del alma, iluminados por la luz de la fe. Por la Eucaristía, Jesús no solo “se queda con nosotros”, como hizo con los discípulos de Emaús, sino que se queda en nosotros, cuando en estado de gracia lo recibimos, con fe, con amor y piedad, en la comunión eucarística, como “Pan Vivo bajado del cielo” (Jn 6, 51), concediéndonos en prenda la vida eterna y dándonos a pregustar, ya desde la tierra, el manjar celestial del banquete eterno propio del Reino de los cielos[1].

         Silencio para meditar.

Padrenuestro, diez Ave Marías, Gloria.

Segundo Misterio del Santo Rosario.

Meditación.

         En la Eucaristía, que es el culmen y la fuente de la vida cristiana, el centro y el corazón de la Iglesia, de donde brota la gracia que se distribuye por los sacramentos al Cuerpo Místico de Cristo, así como del corazón del hombre brota la sangre que se distribuye por el cuerpo por medio de arterias, la Iglesia se nutre de la vida divina que brota del Ser divino trinitario del Señor, vida que es Amor Eterno y que palpita en el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús. Jesús Eucaristía es el centro no solo de la Iglesia, sino de la humanidad, porque todo fue creado por Él, en Él, para Él, y todo se recapitula en Él[2], en su Santo Sacrificio de la Cruz, renovado sacramental e incruentamente cada vez en la Santa Misa, que por eso es llamada Santo Sacrificio del Altar. Jesús Eucaristía es el centro de la historia de la Iglesia y de la humanidad, porque con su muerte y resurrección, inaugura una Nueva Era para la Iglesia y para la humanidad, la era de los hijos de Dios, los hijos de la luz; la era de aquellos que, incorporados a la Iglesia por el Bautismo sacramental, se convierten en hijos adoptivos de Dios, en hermanos de Cristo y en herederos del Reino. Así como Jesús, muerto y resucitado, es el centro de la Iglesia y la humanidad, así el Domingo es el centro de la vida del cristiano, porque todo Domingo participa del Domingo de Resurrección, resurrección que constituye el sello del triunfo definitivo, total, absoluto y para siempre, obtenido en la cruz por el Cordero de Dios, Cristo Jesús. Porque todo Domingo participa del Domingo de Resurrección –el Pan Eucarístico es el Cuerpo de Jesús resucitado, vivo y glorioso que resurge victorioso al amanecer del tercer día-, está iluminado por la Luz Increada que resplandeció en el sepulcro, disipando las tinieblas y colmando el sepulcro con una luz más brillante que miles de soles juntos. Y esa luz inefable, que proviene del Ser trinitario de Jesús, Persona Segunda de la Trinidad, se oculta a los ojos del cuerpo en la Eucaristía, pero se revela a los ojos del alma por la comunión eucarística. Ésta es la razón por la cual el Domingo es el día-símbolo de la eternidad; es el Dies Domini, el Día del Señor Jesús, muerto y resucitado, que renovando incruenta y sacramentalmente su sacrificio en cruz, nos dona no su Cuerpo muerto en la cruz, sino su Cuerpo vivo, lleno de la luz, de la gloria y del Amor divino en la Eucaristía.

          Silencio para meditar.

Padrenuestro, diez Ave Marías, Gloria.

Tercer Misterio del Santo Rosario.

Meditación.

         La Eucaristía es un misterio de luz[3], porque la Eucaristía es Jesús vivo, resucitado, glorioso, que ha triunfado de la muerte y ha vencido al Demonio y al pecado, de una vez y para siempre por su sacrificio en cruz. Y este sacrificio en cruz es renovado cada vez, incruenta y sacramentalmente, en la Santa Misa, por lo que la Misa es también un misterio de luz, el misterio de luz por excelencia. Jesús se presenta a sí mismo como “luz del mundo” (cfr. Jn 8, 12), y es verdad que Jesús es luz, pero no es una luz creada; no es una luz creatural, como la luz del sol o la luz que da el fuego: Jesús es la Luz Increada, puesto que es Dios, es la Segunda Persona de la Trinidad y es propio de su Ser divino trinitario el ser luz. Jesús es luz, y es una luz Viviente, que da vida divina a quien ilumina, además de comunicar el Amor de Dios a quien Él desea iluminar. Es esta luz divina, que brota de su naturaleza la divina, la que se deja ver a través de su naturaleza humana en el Monte Tabor, en la Transfiguración, y luego en el Santo Sepulcro, el día de la Resurrección. Pero esta luz también se deja ver, aunque no a los ojos del cuerpo, pero sí a los ojos de la fe, en el Nuevo Monte Tabor, el Altar Eucarístico, en donde Jesús renueva su Pasión, Muerte y Resurrección, para entregarse como Pan de Vida eterna en la Eucaristía. Esta luz Increada se revela a los ojos de la fe en la Eucaristía, porque allí resplandece el Cordero de Dios, Jesucristo, con su Cuerpo glorificado, lleno de la luz y de la vida divina, el mismo Cuerpo glorificado, con la misma luz y la misma vida divina con la que, triunfante, resucitó al tercer día, derrotando a la muerte, al demonio y al pecado. Por esta razón, el Altar Eucarístico es el Nuevo Santo Sepulcro, en donde el Hombre-Dios, luego de renovar incruenta y sacramentalmente su Sacrificio en Cruz, se dona a Sí mismo, con su Cuerpo glorioso y resucitado, en la Eucaristía. Jesús deja libre el Santo Sepulcro, el Domingo de Resurrección, al resucitar, para ocupar, con su Cuerpo vivo y glorioso, el Altar Eucarístico, cada Domingo, cada Santa Misa. Y así como iluminó al mundo y a la Iglesia desde el sepulcro, con la luz divina de su Ser trinitario el Domingo de Resurrección, así ilumina las almas, con esa misma luz divina, desde la Eucaristía, Fuente de Vida divina y Luz Increada en sí misma.

         Silencio para meditar.

Padrenuestro, diez Ave Marías, Gloria.

Cuarto Misterio del Santo Rosario.

Meditación.

         La Eucaristía es el alimento del alma, un alimento super-substancial, que al tiempo que nutre al alma, la deleita con un sabor exquisito, celestial, porque aquello con que el alma se alimenta, al comulgar, es la Carne del Cordero de Dios, su Cuerpo glorificado y resucitado, y la Sangre de su Corazón traspasado, que contiene el Amor de Dios: “Mi carne es verdadera y comida y mi sangre es verdadera bebida” (Jn 6, 55). La Eucaristía no es un alimento terreno, sino celestial; es un pan, pero un Pan Nuevo, hecho con el grano de trigo caído en tierra y molido en la Pasión, Cristo Jesús; es el Pan que ha sido cocido con el Fuego del Divino Amor, el Espíritu Santo, en el horno ardiente que es el Corazón mismo de Dios Uno y Trino; es el Verdadero Maná bajado del cielo, que alimenta nuestras almas en el peregrinar, por el desierto de la historia y de la vida humana, a la Jerusalén celestial, en el Reino de Dios; es un Pan que parece pan pero no lo es, porque es la Carne del Cordero de Dios, asada en el Fuego del Divino Amor, el Espíritu Santo; es un Pan que solo exteriormente se asemeja al pan material y terreno, porque es un Pan venido del cielo, que contiene el Ser divino trinitario y por esto mismo, quien se alimenta de la Eucaristía, se alimenta con la Vida, el Amor, la Luz, la Sabiduría y la Hermosura divina que de este Ser trinitario brotan, como de una Fuente inagotable e Increada. Quien se alimenta de la Eucaristía, come manjar de ángeles; quien decide no nutrirse de la Eucaristía, condena su alma al más cruel dolor, la sed y el hambre de Dios no satisfechos, y esto aunque se sirva los más exquisitos manjares de la tierra. Quien no se alimenta de la Eucaristía, aun cuando alimente su cuerpo con banquetes terrenos inapreciables, condena a su alma al hambre más atroz, el hambre del Amor, la Luz y la Vida de Dios, Amor, Luz y Vida divina que solo la Eucaristía puede dar.

         Silencio para meditar.

Padrenuestro, diez Ave Marías, Gloria.

Quinto Misterio del Santo Rosario.

Meditación.

         Los discípulos de Emaús no reconocen a Jesús, cuando Él se les aparece en el camino, glorioso y resucitado y siguen sin reconocerlo hasta cuando Jesús “parte el pan”[4]. La fracción del Pan Eucarístico se convierte, así, en la ocasión en la que Jesús infundirá el Espíritu Santo en las mentes y corazones de los discípulos de Emaús, y será por el Espíritu Santo que lo reconocerán, a partir de entonces. Jesús resucitado estuvo en todo momento con ellos, pero solo lo reconocieron “en la fracción del Pan Eucarístico”, cuando Jesús, junto al Padre, sopla sobre ellos al Espíritu Santo. El mismo Jesús que sopló el Espíritu al partir el Pan, es el mismo Jesús que está en la Eucaristía, y es el mismo Jesús que sopla el Espíritu, con el Padre, sobre el alma de quien lo contempla y se une a Él por la fe, por el amor y por la comunión eucarística. Por esta razón, la Eucaristía es un misterio de luz, porque hasta tanto no es infundido el Espíritu Santo, el alma es incapaz de reconocer a Cristo Dios en la Hostia consagrada, como tampoco lo reconocían los discípulos de Emaús hasta la fracción del pan. Sólo cuando el Espíritu Santo, soplado en el alma por el Padre y el Espíritu Santo, en ocasión de la fracción del Pan Eucarístico en el altar, en la Santa Misa, ilumina al alma con la luz misma de Dios, solo entonces, el alma puede reconocer a Jesús en la Eucaristía, y solo entonces su corazón comienza a arder en el Amor de Dios. Hasta que no obra el Espíritu Santo, el alma vive en la oscuridad y aunque esté iluminada por el sol y por la luz creatural, ve en la Eucaristía solo un poco de pan bendecido, y la única manera de salir de esta oscuridad espiritual para poder comenzar a ver en la Eucaristía al Verbo de Dios, es el ser iluminada el alma por el Espíritu del Padre y del Hijo, soplado por ambos en la fracción del Pan del Altar.

         Oración final: “Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo. Te pido perdón, por los que no creen, ni esperan, ni te adoran, ni te aman” (tres veces).

“Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo os adoro profundamente, y os ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, Presente en todos los sagrarios del mundo, en reparación por los ultrajes, sacrilegios e indiferencias con los cuales Él mismo es continuamente ofendido. Por los infinitos méritos de su Sacratísimo Corazón y los del Inmaculado Corazón de María, os pido la conversión de los pobres pecadores. Amén”.

Canto final: “Plegaria a Nuestra Señora de los Ángeles”.




[1] Cfr. Juan Pablo II, Carta Apostólica Mane Nobiscum Domine, al Episcopado, al Clero y a los Fieles para el Año de la Eucaristía, Octubre 2004 – Octubre 2005, Introducción.
[2] Cfr. ibídem, 7.
[3] Cfr. Juan Pablo II, o. c., Cap. II.
[4] Cfr. Juan Pablo II, o. c., 14.