domingo, 25 de junio de 2017

Hora Santa en reparación por ataque sacrílego de ISIS a catedral católica de Filipinas 050617


         Inicio: Ofrecemos esta Hora Santa y el rezo del Santo Rosario en reparación y desagravio por el ataque sacrílego del estado islámico ISIS a catedral católica de Filipinas. La información sobre tan lamentable suceso se encuentra en el siguiente enlace: https://www.aciprensa.com/noticias/video-el-ataque-sacrilego-del-estado-islamico-a-catedral-catolica-en-filipinas-30716/
En el video se ve a los integrantes del grupo terrorista musulmán derribando, pisando y rompiendo misales, copones, hostias, imágenes de santos, de Cristo y de la Virgen María al interior de la Catedral filipina. Los miembros de ISIS destruyen también imágenes del Papa Francisco y de Benedicto XVI. La grabación finaliza con los terroristas prendiendo fuego a la iglesia. Pedimos la conversión de quienes cometieron este sacrilegio, como así también nuestra propia conversión, la de nuestros seres queridos, y la de todo el mundo.

         Canto inicial: “Alabado sea el Santísimo Sacramento del altar”.

Oración de entrada: “Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo. Te pido perdón por los que no creen, ni esperan, ni te adoran, ni te aman” (tres veces).

“Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo os adoro profundamente y os ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, Presente en todos los sagrarios del mundo, en reparación por los ultrajes, sacrilegios e indiferencias, con los cuales Él mismo es continuamente ofendido. Por los infinitos méritos de su Sacratísimo Corazón y los del Inmaculado Corazón de María, os pido la conversión de los pobres pecadores. Amén”.

Inicio del rezo del Santo Rosario. Primer Misterio (misterios a elección).

Meditación.

La Santísima Virgen María, iluminada por el Espíritu Santo y sabiendo qué iba a sucederle si aceptaba ser la Madre de Dios, ofreció a su Hijo, desde la Encarnación, por la redención de los hombres[1]. Luego de su Nacimiento milagroso y parto virginal, Jesús Niño fue llevado por la Virgen al templo, en donde el anciano y piadoso Simeón, también iluminado por el Espíritu Santo, le profetizó la inmensidad del dolor que habría de invadir su Inmaculado Corazón a causa de haber aceptado la maternidad divina: “Y a ti, oh Mujer, una espada de dolor te atravesará el Corazón” (). En el instante en el que el anciano Simeón, inspirado por el Espíritu Santo, hizo esa profecía, la Madre de Dios experimentó místicamente un dolor agudísimo en su Inmaculado Corazón, dolor que habría de llevarlo toda su vida terrena y que llegaría al culmen de su intensidad en el momento de la Pasión y el Calvario de su Hijo. Pero esta “espada de dolor” se volvería particularmente intensa en el momento en el que su Hijo, ya muerto en la cruz, sufriera la lanzada del soldado romano, que habría de atravesar su Sagrado Corazón, dejando “brotar al instante Sangre y Agua”, la Sangre que santifica y el Agua de la gracia que purifica nuestras almas de nuestros pecados, lavando así Jesús, con el contenido de su Corazón, nuestros pecados, y santificando nuestras almas, con el Espíritu Santo contenido en la efusión de Sangre de su Corazón. Al ser traspasado por la lanza, Jesús no sufrió dolor alguno, porque ya estaba muerto, luego de “entregar su espíritu en las manos del Padre” (cfr. ), pero si Él no sufrió dolor en su Cuerpo, sí lo sufrió la Virgen místicamente, al experimentar Ella, en su Inmaculado Corazón, un dolor similar al que experimenta un corazón humano cuando es atravesado por el frío y filoso hierro de una lanza. Decimos “similar”, porque si bien el dolor experimentado por la Virgen fue como si una lanza de hierro perforara su propio Inmaculado Corazón, sin embargo su dolor fue incomparablemente más doloroso, porque en el Corazón de la Virgen se albergaba todo el dolor del mundo, el dolor de comprobar la Virgen cómo sus hijos, adoptados por Ella al pie de la cruz por pedido de Jesús, se dirigían, enceguecidos, a la eterna condenación, al rechazar muchos de ellos el sacrificio redentor de su Hijo en la cruz.

 Silencio para meditar.

Padrenuestro, Diez Ave Marías, Gloria.

Segundo Misterio del Santo Rosario.

Meditación.

         En la cima del Monte Calvario, la Virgen ofreció al Padre la Víctima Perfectísima y Purísima,  el fruto Santísimo de sus entrañas virginales, la Hostia Santa y Pura, el Cuerpo de Jesús, y el Cáliz de la Nueva y Eterna Alianza, la Sangre del Cordero de Dios, por la salvación del mundo y, con el Cordero, se ofreció a sí misma, como víctima en la Víctima. La Virgen no ofreció a su Hijo sino en toda conformidad con los designios del Padre, con amor ardiente a la voluntad de Dios, aun cuando está Divina Voluntad le arrancaba a Aquél que era la Vida de su Alma y el Amor de su Corazón, Cristo Jesús. Sin un solo reproche y en total unión mística con los designios de Dios Uno y Trino, María Santísima ofreció a su Hijo Jesús y con Él, a ella misma, convirtiéndose así en Corredentora de los hombres, incluidos aquellos que persiguen a su Hijo y a su Iglesia, la Iglesia Católica. Si bien no sufrió físicamente, sí sufrió mística y espiritualmente, participando, con los dolores de su Inmaculado Corazón, de los dolores inenarrables de Jesús. Al celebrar la Santa Misa, el sacerdote debe imitar a María Virgen y no sólo ofrecer al Padre la Víctima Perfectísima, Jesucristo, sino ofrecerse él mismo, en Jesús, al Padre. Y lo mismo debe hacer todo sacerdote bautismal, es decir, todo bautizado en la Iglesia Católica, imitando a la Virgen en su anonadamiento e inmolándose a sí mismo en la Víctima Perfectísima, la Hostia Santa y Pura, Cristo Jesús, repitiendo junto a María y Jesús en el Calvario: “Hágase tu voluntad, oh Padre, y no la mía”.

Silencio para meditar.

Padrenuestro, Diez Ave Marías, Gloria.

Tercer Misterio del Santo Rosario.

Meditación.

Del Sagrado Corazón de Jesús, traspasado en la cruz, brotaron Sangre y Agua, portadoras del Amor de Dios, el Espíritu Santo, que al derramarse sobre los corazones, los enciende en el Fuego del Divino Amor; del Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, brota el torrente inagotable de la divina gracia, que colma las almas de la gracia santificante, divinizándolas al hacerlas partícipes de la vida divina. Es por eso que el adorador eucarístico debe resplandecer, no por sus palabras, sino por su caridad, paciencia, humildad y misericordia, porque mucho Amor recibe del Dios de la Eucaristía, y mucho amor debe dar, porque el que mucho, mucho se le pide. Un adorador que obre las obras de las tinieblas, que son las obras del Demonio, traiciona al Corazón Eucarístico de Jesús, así como Judas Iscariote traicionó el Amor de Cristo y, como el Iscariote, se convierte en hijo de las tinieblas.

 Silencio para meditar.

Padrenuestro, Diez Ave Marías, Gloria.

Cuarto Misterio del Santo Rosario.

Meditación.

Por medio del prodigio de la Transubstanciación, Jesús, Sumo y Eterno Sacerdote, al tiempo que Víctima Purísima y Perfectísima y Altar Sacrosanto en el que la Humanidad se ofrece a Dios unida a la divinidad, como holocausto de agradable perfume, hace presente su Sacrificio de la Cruz, realizado en el tiempo hace más de veinte siglos, pero actualizado, por el poder del Espíritu Santo, en el aquí y ahora en el que vivimos los hombres del siglo XXI y de todos los siglos. Al renovar de modo incruento y sacramental, sobre el Altar Eucarístico, su sacrificio cruento en el Calvario, Jesús oculta a los ojos del cuerpo su naturaleza dolorida y flagelada, su Cabeza coronada de espinas, sus manos y pies atravesados por gruesos clavos de hierro, aunque al igual que hizo en el Calvario, que sobre la cruz entregó su Cuerpo y derramó su Sangre, también sobre el Nuevo Monte Calvario, el Altar Eucarístico, entrega su Cuerpo en la Eucaristía y derrama su Sangre en el Cáliz de la Alianza Nueva y Eterna. De esta manera, Jesús hace presente y actual para nosotros, por el milagro de la Transubstanciación, esto es, la conversión de las substancias del pan y del vino en las substancias de su Cuerpo y su Sangre, su Sacrificio redentor de la Cruz, convirtiendo el Altar Eucarístico en el lugar de salvación, en el que nosotros, pobres hombres pecadores, nos postramos ante nuestro Dios que, para salvarnos, nos entrega, atravesando el tiempo y el espacio, su Cuerpo en la Eucaristía y su Sangre en el Cáliz, para salvar nuestras almas. Así, el misterio del sacrificio redentor de Jesucristo en la cruz, se hace presente a los creyentes de todos los tiempos y de todo lugar, por medio del Santo Sacrificio del Altar, renovación incruenta y sacramental del Sacrificio de la Cruz.

         Silencio para meditar.

Padrenuestro, Diez Ave Marías, Gloria.

Quinto Misterio del Santo Rosario.

Meditación.

         Sin el prodigio de la Transubstanciación, no tendríamos la Misa como Sacramento del Sacrificio; se tendría el sacrificio en sí, alcanzado por la fe a la luz de la Revelación, pero no el Sacrificio celebrado sensiblemente como acto de culto público y supremo, en el que está comprendida la consumación de la Víctima ofrecida, como parte integrante del rito eucarístico, símbolo a su vez de la unidad de los fieles, que forman el Cuerpo Místico de Cristo. En la Misa, entonces, y según lo enseña el Magisterio infalible de la Iglesia, hay un verdadero Sacrificio, el mismo sacrificio de la cruz, solo que renovado de modo sacramental e incruento; esta Presencia del sacrificio de la cruz sobre el altar, es posible por el prodigio de la Transubstanciación, el cual a su vez es posible gracias al sacerdocio ministerial, desde el momento en que, recibiendo el sacerdote el poder sacerdotal de manos del obispo, sucesor de los Apóstoles, quienes lo recibieron de Nuestro Señor Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, participan del poder sacerdotal de Jesucristo, que es Quien, en definitiva, obra el milagro de la Transubstanciación, comunicando su poder divino a través de las palabras de la consagración pronunciadas por el sacerdote.
         La Santa Misa no puede nunca, bajo ningún concepto, reducirse a una memoria meramente psicológica –en el sentido de que no hace presente realmente, en el aquí y ahora de la celebración litúrgica y por el misterio de la Transubstanciación, al sacrificio del Calvario- y exclusivamente conmemorativa del sacrificio, ya que esto significaría considerar al pan y al vino consagrados como meros símbolos de la presencia mística de Cristo y de la unión entre Él y los comensales. La Presencia verdadera, real y substancial de Cristo, indispensable para que la Misa evidencie el único e irrepetible Sacrificio de la Cruz –convirtiéndose el altar eucarístico en el Nuevo Calvario-, exige necesariamente el prodigio de la Transubstanciación[2], el cual sólo puede ser obrado por Cristo en Persona, que obra Él personalmente a través del sacerdote ministerial. Desde siempre, la Iglesia entendió la Transubstanciación como la conversión de toda la substancia (esto es, la materia y la forma) del pan y del vino en la substancia del Cuerpo y la Sangre de Cristo. La voz “Transubstanciación” expresa fielmente la verdad de fe y de tal manera, que impugna a todo aquel que intente suprimirla[3]. La Santa Fe católica mantiene firmemente la realidad obejtiva de la Presencia del misterio del Cuerpo y la Sangre de Cristo, independientemente de olas creencias que cada uno pueda tener: el pan y el vino han cesado de existir después de la consagración, y desde ese momento son el Cuerpo y la Sangre adorables de Nuestro Señor Jesucristo, los cuales están ante nosotros bajo las especies sacramentales del pan y del vino, que es la forma como el Señor ha querido, para donársenos como Pan Vivo bajado del cielo y así asociarnos a su Cuerpo Místico[4].

         Meditación final.

         La Misa es el sacrificio de Cristo, en el cual Él se inmola como Víctima, Inocente y Purísima, Perfectísima y agradabilísima a Dios, y lo hace bajo los signos sacramentales. ¿Cómo participar a este sublime sacrificio del altar? Ofreciéndonos a este sacrificio, a nosotros mismos, como víctimas en la Víctima, Cristo Jesús. Nuestra disposición interior en la Santa Misa debe ser la de víctimas, ofreciéndonos al pie del altar, postrados ante el Cordero, con todo nuestro ser, con toda nuestra alma, con toda nuestra vida, con nuestro presente, pasado y futuro, con todo lo que somos y tenemos, con nuestros bienes materiales y espirituales, uniéndonos a Él, el Cordero de Dios, Inmolado en el Ara Santa de la Cruz y en la Cruz del Altar Eucarístico, y esta unión la debemos hacer en el Amor de Dios, el Espíritu Santo, porque somos miembros de su Cuerpo Místico, animados por su Espíritu, el Espíritu de Dios, el Amor Divino, y debemos ofrecernos como víctimas en la Víctima, por la salvación de las almas. Sin esta disposición interior, la de unirnos con todo nuestro ser al sacrificio que Jesucristo realiza cada vez en la Santa Misa, aquí y ahora, nuestra participación en la Misa es solo exterior, superficial y farisaica. Si nos unimos al sacrificio eucarístico de Jesús, el Fuego del Espíritu Santo, que quema el pan convirtiéndolo y transformándolo en la carne del Cordero de Dios, quemará también en nosotros todo lo que no es del agrado de Dios y así, de manos de María, unidos al Cuerpo de Cristo por el Espíritu, seremos llevados al seno del Eterno Padre. En la Misa, en donde se renueva su muerte en cruz, debemos ser inmolados con Él, para ser presentados, con Él y en Él, al Trono del Altísimo, como único sacrificio santo y agradable a Dios. Es en esto en lo que consiste la Santa Misa, que es también acción de gracias, adoración y comunión con la voluntad de Dios, que así cumple su voluntad salvífica. Toda otra forma de participación a la Santa Misa, no es más que banalización, superficialidad, fariseísmo y, en muchas ocasiones, profanación[5].

         Un Padrenuestro, tres Ave Marías, un gloria, para ganar las indulgencias del Santo Rosario, pidiendo por la salud e intenciones de los Santos Padres Benedicto y Francisco.

Oración final: “Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo. Te pido perdón por los que no creen, ni esperan, ni te adoran, ni te aman” (tres veces).

“Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo os adoro profundamente y os ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, Presente en todos los sagrarios del mundo, en reparación por los ultrajes, sacrilegios e indiferencias, con los cuales Él mismo es continuamente ofendido. Por los infinitos méritos de su Sacratísimo Corazón y los del Inmaculado Corazón de María, os pido la conversión de los pobres pecadores. Amén”.

Canto final: “El Trece de Mayo en Cova de Iría”.

        



[1] Cfr. Octavio Miquelini, 22ss.
[2] Cfr. Concilio de Trento, D-S 1636.
[3] Cfr. Innocenzo III, D-S 782; Conc. Later. IV, iv. 802; Conc. Ecum. II de Lyon, iv. 860; Conc. Ecum. de Florencia, iv. 1352. El Concilio de Trento confirma la exactitud, contra la teología protestante del tiempo: “Convenienter et proprie a sancta catholica Ecclesia “transustantiatio” est appellata” (iv. 1642). E ancora nel canone: “Quam quidem conversionem catholica Ecclesia aptissime “transustantiationem” appellat” (iv. 1652). Pío IV, en su Profesión de fe tridentina, confirma todo (Iniunctum nobis, iv. 1866), como también Benedetto XIV (D-S 2535), Pio VI contra el Sínodo de Pistoia (iv. 2629) y Pío XII en la encíclica Mediator Dei, 57 (iv. 3848).
[4] Enrico Zoffoli, Questa è la Messa, non altro!, Edizioni Segno, 1994, ISBN 88-7282-143-6;  pgs. 66-69.
[5] Cfr. Zoffoli, ibidem.

miércoles, 7 de junio de 2017

Hora Santa en honor a la Preciosísima Sangre de Jesús


La columna de anarquistas que atacó la Iglesia de la Preciosa Sangre en Chile
el pasado mes de Mayo de 2017.

          Inicio: ofrecemos esta Hora Santa y el Santo Rosario meditado en reparación por el atentado cometido por una turba anarquista contra la Iglesia de la Preciosa Sangre en Chile. La información relativa a tan lamentable acto se encuentran en el siguiente enlace:  https://www.aciprensa.com/noticias/video-turba-anarquista-lanza-bombas-molotov-a-iglesia-de-la-preciosa-sangre-en-chile-90182/  
Por esta razón, centraremos la meditación del Santo Rosario en la Preciosísima Sangre de Nuestro Redentor, ofreciéndola por la conversión propia y la de quienes profanaron la Iglesia.

         Canto inicial: “Alabado sea el Santísimo Sacramento del altar”.

Oración de entrada: “Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo. Te pido perdón por los que no creen, ni esperan, ni te adoran, ni te aman” (tres veces).

“Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo os adoro profundamente y os ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, Presente en todos los sagrarios del mundo, en reparación por los ultrajes, sacrilegios e indiferencias, con los cuales Él mismo es continuamente ofendido. Por los infinitos méritos de su Sacratísimo Corazón y los del Inmaculado Corazón de María, os pido la conversión de los pobres pecadores. Amén”.

Inicio del rezo del Santo Rosario. Primer Misterio (misterios a elección).

Meditación.  

          Los hombres veneramos, bendecimos, alabamos, glorificamos y adoramos la Preciosísima Sangre del Cordero de Dios, Cristo Jesús, vertida desde el inicio por nuestra salvación. Siendo el Niño pequeño y recién nacido, María Santísima llevó al fruto bendito de sus entrañas para que fuera circuncidado, según la costumbre hebrea. Y el Verbo de Dios encarnado, si bien desde el instante mismo de la Encarnación inició su Pasión, sufriendo por los pecados de los hombres, fue en la circuncisión en donde experimentó el dolor físico y en donde vertió las primeras gotas de su adorabilísima Sangre, la Sangre que habría de lavar la mancha de nuestros pecados. En este caso particular, la Sangre del Cordero vertida en la circuncisión, estaba destinada a actuar como prevención para el primer pecado mortal entre niños y jóvenes de todas las razas, de todo tiempo y lugar. Al ofrecer esta Sangre bendita del Niño Dios derramada en la circuncisión y el dolor agudo que soportó, pedimos por la pureza corporal de niños y jóvenes, para que sus cuerpos sean siempre, aquello en que los convirtió el bautismo sacramental, esto es, templo de Dios y morada del Espíritu Santo. Que la Sangre del Niño Dios vertida en la circuncisión los preserve de todo pensamiento, deseo y obra contra la impureza, que en nuestros días se derrama, como inmundo torrente brotado del Averno y a través de los medios de comunicación, sobre niños y jóvenes, buscando corromper sus mentes, corazones y cuerpos. Que la Sangre Preciosísima del Cordero no solo los preserve a niños y jóvenes del primer pecado mortal, sino que los guarde puros e inmaculados, en cuerpo y alma, hasta el feliz día del encuentro con el Señor, cara a cara, en el Reino de los cielos.

         Silencio para meditar.

Padrenuestro, Diez Ave Marías, Gloria.

Segundo Misterio del Santo Rosario.

Meditación.

         En la Última Cena, el Jueves Santo, y “luego de cantar los salmos” del ’hallél con los cuales se da gracias a Dios por la liberación del pueblo de la esclavitud y se pide su ayuda ante las dificultades y amenazas siempre nuevas del presente[1]. Jesús se dirige con sus discípulos al Huerto de los Olivos (cfr. Mc 14, 26). Jesús sabe que es inminente su destino de muerte y se encamina al Huerto para orar por los suyos –por nosotros, porque en su eterno presente estábamos los hombres de todos los tiempos-, que “quedan en el mundo” (cfr. Jn 17, 9). Allí, en el Huerto, en cuanto Dios Hijo, Jesús ve delante de sus ojos la inmensidad de la malicia de los pecados de los hombres, pecados los cuales Él habría de lavar con su Sangre. En cuanto Hombre, Jesús sufre una “angustia de muerte” tan profunda e intensa, que lo lleva a agonizar y a sudar sangre. Es tanto el dolor que le causan los pecados de los hombres de todos los tiempos, y es tan intensa la angustia y la tristeza que experimenta al tener delante suyo “el misterio de iniquidad”, misterio por el cual el hombre desprecia la filiación divina y el suave yugo de Jesús, la Santa Cruz, para someterse voluntario a la tiranía del Príncipe de las tinieblas, que Jesús suda Sangre y en tal cantidad, que desde la cabeza a los pies queda ya todo entero cubierto por esta Sangre Preciosísima, aun antes de ser herida su piel bendita por los látigos de los verdugos. Si Jesús no fuera el Hombre-Dios; si Jesús en cuanto Hombre, con su naturaleza humana, no estuviera unido hipostáticamente a la Persona Segunda de la Trinidad, Dios Hijo; si Dios Hijo no sostuviera a la Humanidad santísima de Jesús, el Hijo de María Virgen habría muerto ya en el Huerto de los Olivos, ante la vista del horror y espanto que es la malicia que brota del corazón humano inficionado por el pecado original, malicia que se transmuta y materializa en infinidad de pecados, unos más horrendos que otros. En el Huerto de los Olivos, Jesús tiene ante sí todos los pecados de todos los hombres de todos los tiempos, incluidos los pecados de desamor, frialdad e indiferencia de aquellos a quienes ama con amor de predilección, los consagrados y los bautizados en la Iglesia Católica, pecados que son los que más dolor, angustia y tristeza mortal le producen. Es tanto el dolor, la angustia, el estrés y la tristeza que le produce la vista del horror del corazón humano sin Dios, manifestado en la crueldad sin límites del hombre contra el hombre, que los capilares del Cuerpo sacratísimo de Jesús se rompen en la superficie de la piel y así la Sangre comienza a brotar desde los poros de sus glándulas sudoríparas, uniendo su Sangre al sudor y bañando la tierra del Huerto, que desde entonces es sagrada. La Sangre derramada en el sudor de Sangre del Huerto de los Olivos, es derramada por el Cordero de Dios como consecuencia del dolor indecible de su Sagrado Corazón ante la vista de la enormidad de nuestros pecados y al comprobar también que muchos, muchísimos hombres, se condenarían en el infierno a pesar de su sacrificio, al despreciar su sacrificio en cruz y al pisotear, con la malicia de sus corazones, su Sangre Preciosísima.

         Silencio para meditar.

Padrenuestro, Diez Ave Marías, Gloria.

Tercer Misterio del Santo Rosario.

Meditación.

         Poncio Pilato ordena que Jesús sea flagelado, aun cuando no encuentra delito en Él. es una muestra de la iniquidad en la que la justicia humana cae cuando, queriendo congraciarse con los poderosos, no duda en condenar a los más débiles, aun si estos son inocentes. Jesús sí es Inocente, porque es el Cordero Inmaculado, el Dios Tres veces Santo que, por ser Dios, no solo no tiene ni la más mínima traza de mal, sino que es la Bondad, el Amor y la Misericordia en sí mismos. Y si parece débil, es porque, por un milagro de su omnipotencia, no permite que la gloria que posee desde la eternidad -por ser Dios Hijo, la ha recibido del Padre desde siempre-, se vislumbre a través de su Humanidad Santísima, tal como sucedió en el Tabor y en la Epifanía, por breves instantes. Si Jesús permitía que su gloria fuera manifiesta, no habría podido sufrir la Pasión, pues el cuerpo glorioso no puede sufrir y esa es la razón por la cual aparece como débil, cuando en realidad es Dios todopoderoso. Y es este Dios todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra, del universo visible e invisible; el Dios que es la Inocencia en sí misma y la Pureza Inmaculada en sí misma, el que ocupa nuestro lugar, el que recibe, en los latigazos descargados por los soldados romanos, el castigo que nosotros, “nada más pecado”, merecemos por nuestras iniquidades. Es Jesús, Dios omnipotente, el que se coloca entre nosotros y la Santa Ira de la Justicia Divina, irritada al extremo de lo indecible por los pecados que nacen de nuestro corazón, según la sentencia de Jesús: “Es del corazón del hombre de donde salen toda clase de cosas malas” (cfr. Mt 15, 19). El Hombre-Dios se interpone entre nosotros y la Ira de Dios, recibiendo en su Cuerpo Sacratísimo y Purísimo el castigo que merecemos por nuestras maldades, lavando con su Sangre Preciosísima, que brota a borbotones, los pecados cometidos con el cuerpo. De modo particular, la Sangre que brota a causa de la flagelación, es en expiación por los pecados de la carne, los pecados que son los que más almas llevan al Infierno, según la revelación de la Madre de Dios en Fátima.

         Silencio para meditar.

Padrenuestro, Diez Ave Marías, Gloria.

Cuarto Misterio del Santo Rosario.

Meditación.

El Rey de los cielos, que en el cielo ostenta la corona de gloria eterna, recibida por el Padre desde toda siglos sin fin, es coronado por los soldados romanos con una corona de gruesas, filosas y duras espinas, que laceran y desgarran el cuero cabelludo de Jesús, haciendo brotar de ríos de Sangre Preciosísima que caen de su Cabeza, así como los torrentes de la cima de la montaña, bañando su Rostro Santísimo, cubriendo sus ojos, su nariz, sus pómulos, su boca, sus labios, sus oídos. Pero no son los soldados romanos solamente quienes coronan a Nuestro Señor: somos todos nosotros, con nuestros pecados, principalmente los pecados que nacen de nuestra mente, inclinada siempre a pensar y juzgar mal acerca del prójimo, inclinada a pensar y a decidir sobre el mal antes que el bien. Pero esta Sangre Preciosísima no solo lava nuestros pecados, sino que nos concede la gracia para pensar, amar y obrar al modo divino: la Sangre que cubre sus ojos, es para que veamos el mundo como lo ve Él desde la Cruz, con sus propios ojos bañados en sangre, y no con nuestra propia concupiscencia; la Sangre que cubre su nariz, es para que, quitado el hedor del pecado, seamos perfumados con “el bueno olor de Cristo”, esto es, la gracia santificante; la Sangre que cae sobre sus pómulos, es para que, quitada la sensualidad corporal, cuidemos los sentidos para conservar el cuerpo, que es “templo del Espíritu Santo”, siempre resplandeciente por la gracia; la Sangre que cae sobre su boca es para que nunca salga de nuestros labios palabra vana, inútil o maligna, sino solo palabras de consuelo y misericordia para con nuestro prójimo, y de alabanza y adoración para con nuestro Dios; la Sangre que cubre sus oídos es para que no solo no prestemos oídos a la voz sibilante de la serpiente, sino para que escuchemos siempre y en todo momento la dulce Palabra que sale de la boca de Dios, los labios de Jesús. Por último, la Sangre que brota de su Cabeza coronada de espinas, espinas que son la  materialización de nuestros pecados de pensamientos y baña su Sagrada Faz, para que nosotros no solo no tengamos malos pensamientos, sino para que tengamos pensamientos santos y puros, como Él los tiene en la coronación de espinas.

Silencio para meditar.

Padrenuestro, Diez Ave Marías, Gloria.

Quinto Misterio del Santo Rosario.

Meditación.

Antes de morir en la Cruz por nuestra salvación, Jesús entrega su espíritu en manos de su Padre celestial: “Padre, en tus manos entrego mi espíritu” (Lc 23, 46). En su dolorosísima agonía de tres horas, colgado del madero, que ha quedado empapado con su Sangre Preciosísima, Jesús ha expiado por todos los pecados de todos los hombres de todos los tiempos. Ha entregado su Vida, ha derramado su Sangre, nos ha donado su Madre Santísima como Madre Nuestra. Luego de morir, parece que al Hombre-Dios ya no le queda nada por donarnos, porque todo lo que tenía nos lo ha dado. Y sin embargo, aun después de muerto, el Cordero Inmaculado tiene todavía más para darnos, y es su Sangre y Agua, que brotan de su Corazón al ser este traspasado por la lanza del soldado romano. Ante nuestra malicia, que le quita la vida en la Cruz –porque son nuestros pecados los que lo crucifican-, el Hombre-Dios responde con Amor y Misericordia sin límites, no solo en vida, sino incluso después de muerto, al derramar, como un océano sin límites, su Divina Misericordia, por medio de la Sangre y el Agua de su Corazón traspasado. La Sangre y el Agua que brotan de su Corazón abierto por la lanza, que porta el Espíritu Santo y derrama un océano infinito de misericordia sobre los hombres, es la respuesta de Amor de un Dios que es Amor infinito, ante la agresión deicida del hombre sin Dios, que lo crucifica y lo asesina en una cruz. Y esta respuesta de Amor se renueva, sin cesar, cada vez, en la Santa Misa, renovación incruenta y sacramental del Santo Sacrificio del Calvario.

Un Padrenuestro, tres Ave Marías, un gloria, para ganar las indulgencias del Santo Rosario, pidiendo por la salud e intenciones de los Santos Padres Benedicto y Francisco.

Oración final: “Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo. Te pido perdón por los que no creen, ni esperan, ni te adoran, ni te aman” (tres veces).

“Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo os adoro profundamente y os ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, Presente en todos los sagrarios del mundo, en reparación por los ultrajes, sacrilegios e indiferencias, con los cuales Él mismo es continuamente ofendido. Por los infinitos méritos de su Sacratísimo Corazón y los del Inmaculado Corazón de María, os pido la conversión de los pobres pecadores. Amén”.

Canto final: “El Trece de Mayo en Cova de Iría”.

        



[1] Cfr. Benedicto XVI, Audiencia General, Sala Pablo VI, Miércoles 1 de febrero de 2012; cfr. https://w2.vatican.va/content/benedict-xvi/es/audiences/2012/documents/hf_ben-xvi_aud_20120201.html