miércoles, 24 de septiembre de 2014

Hora Santa y rezo del Santo Rosario meditado pidiendo por las familias de todo el mundo en ocasión del Sínodo de las Familias de Octubre de 2014


         Inicio: iniciamos esta Hora Santa y el rezo del Santo Rosario meditado pidiendo por las Familias del mundo entero, pidiendo a Jesús en la Eucaristía por los integrantes del Sínodo de las Familias a realizarse en el mes de Octubre de 2014.

         Canto inicial: “Cristianos, venid, cristianos, llegad, a adorar a Cristo, que está en el altar”.

         Oración inicial: “Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo. Te pido perdón, por los que no creen, ni esperan, ni te adoran, ni te aman” (tres veces).

         “Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo os adoro profundamente y os ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, de Nuestro Señor Jesucristo, Presente en todos los sagrarios del mundo, en reparación por los ultrajes, sacrilegios e indiferencias, con los cuales Él mismo es continuamente ofendido. Por los infinitos méritos de su Sacratísimo Corazón, y los del Inmaculado Corazón de María, os pido la conversión de los pobres pecadores. Amén”.

         Enunciación del Primer Misterio del Santo Rosario (misterios a elegir).

         Meditación

Jesús, Tú, que junto con el Padre y el Espíritu Santo, formas en el cielo la Trinidad Santísima, la Familia original, formada por una comunidad de Personas Divinas, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, unidas en el Amor Divino, quisiste, junto con el Padre y el Espíritu Santo, en el misterio insondable de la Sabiduría y el Amor divinos, que la familia terrena fuera una copia, una imagen y una prolongación de la Familia Trinitaria, y así la familia humana, formada por personas y unidas por el amor, es imagen, copia y prolongación de la Familia originaria, la Santísima Trinidad. En la familia terrena, el padre-varón es imagen de Dios Padre, la madre-mujer es imagen del Espíritu Santo, y el hijo es imagen de Dios Hijo; de esta manera, la única familia posible, es la formada por el padre-varón, la madre-mujer y los hijos engendrados de modo natural o incorporados por adopción, ya que es la única familia que refleja el diseño original de la Trinidad. Cualquier otro “modelo familiar alternativo”, es contrario al Querer divino y no se corresponde con los designios de la Sabiduría y del Amor de Dios.



Silencio para meditar.

         Padre Nuestro, Diez Ave Marías, Gloria.

Enunciación del Segundo Misterio del Santo Rosario.

         Meditación

Jesús, Tú eres el Esposo de la Iglesia Esposa, y así eres el ejemplo para todo esposo cristiano, porque en la cruz das tu vida por tu Esposa la Iglesia. Pero no solo eres el ejemplo, sino también la Fuente del Amor, del cual se nutre todo matrimonio católico, porque el matrimonio católico terreno se injerta en la unión esponsal entre Tú y la Iglesia Esposa[1], de manera que el amor de los esposos cristianos se nutre y se alimenta del Amor Divino con el cual Tú nutres a tu Esposa[2], y ese Amor es fiel, casto, puro, celestial, indisoluble[3], y es un amor de cruz, porque llega hasta la muerte de cruz. Y puesto que del desposorio místico entre el Cordero de Dios, que eres Tú, y la Iglesia Esposa, nacen virginalmente la multitud incontable de los hijos de Dios, por medio del sacramento del bautismo, de la misma manera a como el matrimonio tiene su Modelo y su Fuente celestial en el connubio místico entre Cristo Esposo y la Iglesia Esposa, así también la familia católica tiene su modelo a imitar en esta misma unión esponsal mística, de donde surgen los hijos de la Iglesia, los que son adoptados como hijos por Dios, al recibir el sacramento del Bautismo. El amor del matrimonio católico, que debe ser puro, casto, indisoluble, fiel hasta la muerte y muerte de cruz, y las características de la familia católica, que se derivan de la unión esponsal del varón con la mujer, se fundan en el misterio de la unión esponsal entre Cristo Esposo y la Iglesia Esposa, es decir, tienen un fundamento divino, y no pueden modificarse, y por el mismo motivo, no pueden aceptarse otros modelos alternativos, ni de matrimonios, ni de familias.

         Silencio para meditar.

Padre Nuestro, Diez Ave Marías, Gloria.

Enunciación del Tercer Misterio del Santo Rosario.

Meditación

Jesús, Tú, siendo Dios, quisiste nacer en el seno de una familia humana y divina a la vez, formada por el padre-varón, San José, padre y esposo casto y virgen; por María, Madre y Virgen, y por Ti mismo, Hijo de Dios humanado. Esta familia, la Sagrada Familia de Nazareth, formada por la unión de las personas humanas de San José y de María Santísima, y de Ti, Persona divina, la Segunda de la Santísima Trinidad, se constituía de esta manera en el modelo de la Nueva Familia Humana, regenerada por la gracia, en la que las personas humanas, al igual que en la Sagrada Familia de Nazareth, son santificadas y divinizadas por la gracia santificante que brota de Ti, oh Jesús, Fuente Inagotable de Gracia y Gracia Increada en sí misma. A partir de tu Encarnación, de tu Nacimiento y de tu crecimiento y desarrollo en el seno de la Sagrada Familia de Nazareth, que puede llamarse la primera “Iglesia Doméstica”, toda familia cristiana está llamada a ser “Iglesia Doméstica”, por cuanto sus miembros han recibido la gracia santificante de Cristo por el bautismo y por eso son “comunidad salvada”[4], pero al mismo tiempo, como forman parte del misterio de la Iglesia, sus miembros están llamados también a evangelizar los ambientes en los que se desempeñan, con sus testimonios de vida, comunicando a los demás del Amor de Jesucristo, y por eso son también “comunidad salvadora”[5].



         Silencio para meditar.

         Padre Nuestro, Diez Ave Marías, Gloria.

Enunciación del Cuarto Misterio del Santo Rosario.

         Meditación

Jesús, en nuestros días, los cristianos eligen no casarse por la Iglesia, despreciando el sacramento matrimonial, como algo perteneciente al pasado y como algo propio de mentalidades arcaicas, retrógradas, como algo impropio para la mentalidad liberal y libre de prejuicios del hombre tecnológico, racional, evolucionado y técnico del siglo XXI. Sin embargo, quienes piensan así, no consideran que el matrimonio, independientemente de la edad cronológica de la Humanidad, es y será siempre una fuente inagotable de gracias para los esposos, ya que por el sacramento del matrimonio los esposos cristianos se santifican mutuamente[6], puesto que se encuentran injertos en el connubio esponsal místico entre Cristo Esposo y la Iglesia Esposa. Al estar unidos por el sacramento del matrimonio, los esposos católicos reciben gracias especialísimas, que se derivan del desposorio místico entre el Esposo Cristo y la Iglesia Esposa, gracias que no las reciben quienes no están unidos por el sacramento del matrimonio, y estas gracias les permiten a los esposos católicos superan no solo superar con creces cualquier género de adversidad, sino que los convierte a ellos en foco de santidad mutua y para sus hijos, a la par que glorifican a Dios con sus vidas, preparando así sus moradas para una vida de felicidad eterna en la Casa del Padre. En esto consisten los celestiales y admirables beneficios que poseen quienes están unidos por el sacramento del matrimonio, de los cuales se ven privados quienes, guiados por la mentalidad secularista, relativista, hedonista, atea, agnóstica, materialista, de nuestro siglo XXI, se dejan convencer, para no unirse en matrimonio por la Iglesia.

         Silencio para meditar.

         Padre Nuestro, Diez Ave Marías, Gloria.

Enunciación del Quinto Misterio del Santo Rosario.

         Meditación

Jesús, te pedimos por los esposos cristianos, principalmente por los que se encuentran en graves situaciones de crisis. La inmensa mayoría de ellos, sin embargo, atraviesan estas crisis porque no recurren a la Fuente Inagotable de gracias divinas, el Santo Sacrificio del Altar, la Santa Misa, en donde Jesucristo, el Divino Esposo, renueva cada vez, de modo incruento, su sacrificio en la cruz por su Esposa[7], la Iglesia, dando así a los esposos no solo ejemplo y modelo de amor hasta la muerte de cruz, sino constituyéndose Él mismo como Fuente de ese Amor que los nutre en su peregrinar hacia la Jerusalén celestial, en el desierto de la vida, al entregarse como Pan de Vida eterna en el alimento eucarístico. Al no recurrir a este admirable sacrificio eucarístico, los esposos cristianos se privan, voluntariamente, de la Fuente del Amor Divino, que los consolidaría en las pruebas y en las tribulaciones de la vida y les concedería gracias aun inimaginables, para superar con creces cualquier clase de dificultad. La Eucaristía es la fuente misma del matrimonio cristiano[8], de donde brotan todas las gracias necesarias para que el matrimonio cristiano supere con creces cualquier tribulación, pero es sobre todo la fuente del Amor de Dios, porque es allí en donde el Divino Esposo, Jesús, derrama todo el Amor de su Sagrado Corazón, en el cáliz eucarístico, y entrega su Cuerpo en la Eucaristía y es por lo tanto, en esta “alianza de amor de Cristo con la Iglesia, sellada con la Sangre de su cruz”[9], en donde los esposos encuentran la fuente misma de su mutuo amor indisoluble, casto, puro y fiel hasta la muerte de cruz. Los esposos cristianos, al alimentarse de la Eucaristía, vivifican desde adentro, con la Sangre del Cordero, su propia alianza conyugal, pero esta vez, santificada con la vida divina del Ser trinitario que fluye en la Sangre de Jesús y así santificados en el Amor de Cristo, los esposos cristianos ven acrecentar su amor mutuo, en un grado y en una intensidad desconocidos, porque el amor esponsal humano ha sido vivificado por el Amor del Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, y este amor así acrecentado, se derrama los hijos, sobre los seres queridos, y sobre todos los que entran en contacto con los esposos y con la familia, convirtiendo a los esposos y a la familia que se nutre del Pan eucarístico en foco de amor ardiente que se traduce en el celo misionero y apostólico[10] de la familia cristiana, que a todos quiere comunicar el Amor de Cristo Jesús.

         Silencio para meditar.

         Un Padre Nuestro, tres Ave Marías y un Gloria, para ganar las indulgencias del Santo Rosario y pidiendo por la salud e intenciones de los pontífices Benedicto XVI y Francisco y por los integrantes del Sínodo de las Familias.

         Meditación

Jesús, queremos pedirte especialmente, por “los privados de familia, por todas aquellas personas que, no tienen en absoluto lo que puede llamarse “familia”, o tienen familias destrozadas, por diversos motivos, como la promiscuidad, la falta de vivienda, la irregularidad de relaciones y la grave carencia de cultura”[11]. Para todos ellos, sin embargo, existe la esperanza, en Cristo, de obtener la “buena nueva de la familia”, porque quienes no tienen una familia natural, tienen sin embargo abiertas las puertas de la “gran familia que es la Iglesia, la cual se concreta a su en la familia diocesana y parroquial, en las comunidades eclesiales de base o en los movimientos apostólicos; por ese motivo, nadie debe –o al menos, nadie debería- sentirse sin familia en este mundo, porque la Iglesia es casa y familia para todos, especialmente para cuantos están fatigados y cargados”[12], y esto constituye un gravísimo deber de caridad, es decir, de amor sobrenatural, para los cristianos que sí tienen familia y para quienes están insertados en movimientos parroquiales y diocesanos, porque les ha sido concedido mucho, y se les pedirá mucho: se les pedirá cuentas del amor dado o del amor no dado a quienes no tenían amor de familia. Nuestra Señora de la Eucaristía, te pedimos que, los que tenemos una familia, pero sobre todo, los que recibimos, en cada comunión eucarística, torrentes inagotables del Amor divino, contenidos en el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, sepamos dar a nuestros hermanos más necesitados, de este Amor recibido en la comunión, porque “en el atardecer de nuestras vidas, seremos juzgados en el Amor”. Amén.

         Silencio para meditar.

         Oración final: “Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo. Te pido perdón, por los que no creen, ni esperan, ni te adoran, ni te aman” (tres veces).

         “Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo os adoro profundamente y os ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, de Nuestro Señor Jesucristo, Presente en todos los sagrarios del mundo, en reparación por los ultrajes, sacrilegios e indiferencias, con los cuales Él mismo es continuamente ofendido. Por los infinitos méritos de su Sacratísimo Corazón, y los del Inmaculado Corazón de María, os pido la conversión de los pobres pecadores. Amén”.

         Canto final: “Plegaria a Nuestra Señora de los Ángeles”.





[1] Cfr. Juan Pablo II, Familiaris Consortio, 13.
[2] Cfr. ibidem, 20.
[3] Cfr. ibidem, n. 20.
[4] Cfr. ibidem, n. 49.
[5] Cfr. ibidem, n. 49.
[6] Cfr. ibidem, n. 56.
[7] Cfr. ibidem, n. 57.
[8] Cfr. ibidem, n. 57.
[9] Cfr. ibidem, n. 57.
[10] Cfr. ibidem, n. 57.
[11] Cfr. ibidem, n. 85.
[12] Cfr. ibidem, n. 85.

jueves, 18 de septiembre de 2014

Hora Santa y rezo del Rosario meditado en honor a la Santa Misa y en reparación por la misa negra satánica a celebrarse en Oklahoma


         Inicio: iniciamos esta Hora Santa y rezo del Rosario meditado en honor a la Santa Misa y en reparación por la misa negra satánica a celebrarse en Oklahoma, EE.UU., el próximo 21 de septiembre de 2014, y también en reparación por todos los "ultrajes, sacrilegios e indiferencias, con los cuales son ofendidos los Sacratísimos Corazones de Jesús y de María".
              Nos unimos así a los actos de reparación de la Iglesia de Oklahoma y en otras partes del mundo, que deseen reparar este horrendo crimen contra Nuestro Señor Jesucristo, Presente con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad en la Eucaristía. Una Misa Negra no es expresión de "libertad religiosa", sino un atentado directo contra una confesión religiosa, en este caso, contra la Iglesia Católica. Proponemos esta Hora Santa con el rezo del Rosario meditado en reparación por tan cruel y sacrílego acto; pediremos también por la conversión de nuestros prójimos, aquellos que están decididos a llevar a cabo este incalificable evento, para que Nuestro Señor Jesucristo, por intercesión de María Santísima, Medianera de todas las gracias, les conceda la gracia de la contrición del corazón, e invitamos a todos los bautizados a esta Hora Santa, en horario que les sea conveniente.

         Canto inicial: “Sagrado Corazón, Eterna Alianza”.

         Oración inicial: “Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo, te pido perdón, por los que no creen, ni esperan, ni te adoran, ni te aman” (tres veces).

         “Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo os adoro profundamente, y os ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, de Nuestro Señor Jesucristo, Presente en todos los sagrarios del mundo, en reparación por los ultrajes, sacrilegios e indiferencias, con los cuales Él mismos es continuamente ofendido. Por los infinitos méritos de su Sacratísimo Corazón, y los del Inmaculado Corazón de María, os pido la conversión de los pobres pecadores. Amén”.

         Enunciación del Primer Misterio (a elegir) del Santo Rosario (…)

Meditación

         La Santa Misa es la obra de la Santísima Trinidad que supera en grandiosidad y majestuosidad a todas las obras grandiosas y majestuosas de esta misma augustísima Trinidad; la Santa Misa es la renovación incruenta, sacramental, del Santo Sacrificio del Calvario y por eso su nombre principal es el de Santo Sacrificio del Altar; en la Santa Misa, el Hombre-Dios Jesucristo realiza su oblación, de modo actual, sobre el altar eucarístico, cada vez que se pronuncian las palabras de la consagración, al producirse la transubstanciación del pan y del vino en su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, de manera tal que las substancias del pan y del vino dejan de ser tales, para pasar a ser la substancia del Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo. Este milagro, el de la transubstanciación, trae a nuestro "hoy", a nuestra existencia, al Rey de los cielos, para que nosotros, como Iglesia Peregrina, lo adoremos en el altar eucarístico, uniéndonos así a la adoración que le tributa la Iglesia Triunfante en los cielos, y por este motivo, la obra de la Santa Misa supera a la obra de la Creación del Universo visible e invisible y ninguna obra se le puede comparar, y es tan grande admirable, que si Dios Trino quisiera hacer una obra más grande y hermosa que la Santa Misa, empleando a fondo toda su Divina Sabiduría y todo su Infinito Amor, no lo podría hacer, y todo esta obra maravillosa, fruto de su Amor Eterno por nosotros, nos lo entrega en cada comunión eucarística, para nuestro gozo y alegría, sin ningún mérito de nuestra parte, solo por pura gratuidad y Amor de parte suya. Por este don de tu Sagrado Corazón, te damos gracias, oh Hombre-Dios Jesucristo, y en acción de gracias, te ofrecemos a Ti mismo en la Eucaristía, y al Inmaculado Corazón de María, con todos los actos de amor hacia Ti en él contenidos, y al mismo tiempo, te pedimos perdón y reparamos por todos aquellos hermanos nuestros que, cegados por Satanás, realizan blasfemas y sacrílegas misas negras; te pedimos, oh Jesús, por tu infinita Misericordia, y por la intercesión y los dolores del Inmaculado Corazón de María, tu amadísima Madre, que no les tengas en cuenta este horrible pecado, que clama venganza al cielo, y les concedas en cambio, a ellos y a nosotros, el don de la contrición perfecta del corazón, para que algún día gocemos de la contemplación de tu Rostro en el Reino de los cielos. Amén.     


Silencio para meditar.

         Padre Nuestro, Diez Ave Marías, Gloria



         Enunciación del Segundo  Misterio del Santo Rosario (…)

         Meditación

La Santa Misa es memorial de la Pasión, porque actualiza, por medio de la acción sacramental y del misterio litúrgico, la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, de manera tal que quienes asistimos a la Santa Misa, asistimos a la renovación incruenta y sacramental del único sacrificio en cruz de Nuestro Señor, realizado hace dos mil años en el Calvario. Por la Santa Misa, memorial de la Pasión, la Iglesia “hace memoria” del Sacrificio de Cristo, pero no se trata de un mero recuerdo psicológico; tampoco se trata de la repetición de un hecho histórico; se trata de un hecho infinitamente más grandioso, que supera cuanto la mente humana y angélica pueden siquiera elaborar; por la Santa Misa, la Iglesia, Esposa Mística del Cordero de Dios, hace “Memoria Litúrgica” del sacrificio en cruz del Salvador, lo cual quiere decir que, por medio del Espíritu Santo, que actúa por medio de las palabras y los gestos del sacerdote que preside la asamblea litúrgica, en nombre de Cristo (in persona Christi) y a través de la liturgia eucarística, se actualiza todo el misterio pascual salvífico de Jesús, el Hombre-Dios, haciendo misteriosamente presente y actual el sacrificio de la cruz sobre el altar eucarístico, para que los hombres de todos los tiempos, tengamos acceso a los frutos de la Redención obtenidos por Jesucristo, y así seamos capaces de acceder a la Fuente de la Misericordia Divina, el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús. Por este don de tu Sagrado Corazón, te damos gracias, oh Hombre-Dios Jesucristo, y en acción de gracias, te ofrecemos a Ti mismo en la Eucaristía, y al Inmaculado Corazón de María, con todos los actos de amor hacia Ti en él contenidos, y al mismo tiempo, te pedimos perdón y reparamos por todos aquellos hermanos nuestros que, cegados por Satanás, realizan blasfemas y sacrílegas misas negras; te pedimos, oh Jesús, por tu infinita Misericordia, y por la intercesión y los dolores del Inmaculado Corazón de María, tu amadísima Madre, que no les tengas en cuenta este horrible pecado, que clama venganza al cielo, y les concedas en cambio, a ellos y a nosotros, el don de la contrición perfecta del corazón, para que algún día gocemos de la contemplación de tu Rostro en el Reino de los cielos. Amén.

         Silencio para meditar.

Padre Nuestro, Diez Ave Marías, Gloria.

         Enunciación del Tercer  Misterio del Santo Rosario (…)

         Meditación

La Santa Misa es el mismo y único Santo Sacrificio de la Cruz, en el que oficia el mismo y Único Sacerdote, que es a la vez, la misma y Única Víctima, Cristo Jesús; sólo cambia el modo, puesto que en el Calvario, el sacrificio fue cruento, con derramamiento de su Preciosísima Sangre, el Viernes Santo, mientras que en la Misa, el sacrificio es incruento, y su Preciosísima Sangre es recogida en el cáliz, quedando oculta bajo la apariencia de vino, luego de las palabras de la consagración, que realizan la transubstanciación. Por su estado glorioso, Cristo ya no muere más, pero por la Transubstanciación del pan en el Cuerpo y del vino en la Sangre, se tiene tanto a su Cuerpo como a su Sangre, y así las especies eucarísticas simbolizan la separación cruenta del Cuerpo y de la Sangre. Así, la conmemoración de su muerte, que realmente sucedió en el Calvario, se repite en cada uno de los sacrificios del altar, ya que por medio de las señales diversas se significa y se señala a Jesucristo en estado de Víctima. Entonces, puesto que son el mismo y único sacrificio, tanto en el Santo Sacrificio de la Cruz, como en el Santo Sacrificio de la Misa, los fines son los mismos: la glorificación de la Santísima Trinidad, la Acción de Gracias, la expiación y propiciación y la impetración. Por la Santa Misa –como por la Cruz- glorificamos a la Santísima Trinidad por medio de Jesucristo, el Hombre-Dios, quien glorificó a Dios Trino desde el primerísimo instante de su Encarnación, porque al unirse el Verbo de Dios con la humanidad creada de Jesús de Nazareth en el seno de virginal de María Santísima –humanidad creada en ese mismo instante de la concepción, puesto que no hubo relación marital, desde el momento en que María fue Virgen antes, durante y después del parto-, la divinidad del Verbo y el Espíritu Santo, procedente del Verbo y del Padre, ungieron a la Humanidad Santísima del Verbo –que en ese momento tenía solo el tamaño de una pequeña célula, el cigoto-, glorificándolo, aunque por un milagro de la Divina Providencia, los efectos visibles y sensibles de la glorificación quedaron ocultos, a fin de que Jesús pudiera sufrir la Pasión. La glorificación de la Trinidad es, entonces, el fin principal de la Encarnación, Pasión, Muerte en Cruz y Resurrección de Jesús, y es también el fin principal de la Santa Misa. Por este don de tu Sagrado Corazón, te damos gracias, oh Hombre-Dios Jesucristo, y en acción de gracias, te ofrecemos a Ti mismo en la Eucaristía, y al Inmaculado Corazón de María, con todos los actos de amor hacia Ti en él contenidos, y al mismo tiempo, te pedimos perdón y reparamos por todos aquellos hermanos nuestros que, cegados por Satanás, realizan blasfemas y sacrílegas misas negras; te pedimos, oh Jesús, por tu infinita Misericordia, y por la intercesión y los dolores del Inmaculado Corazón de María, tu amadísima Madre, que no les tengas en cuenta este horrible pecado, que clama venganza al cielo, y les concedas en cambio, a ellos y a nosotros, el don de la contrición perfecta del corazón, para que algún día gocemos de la contemplación de tu Rostro en el Reino de los cielos. Amén.

Silencio para meditar.

Padre Nuestro, Diez Ave Marías, Gloria.

         Enunciación del Cuarto  Misterio del Santo Rosario (…)

         Meditación

La Santa Misa es la suprema acción de gracias que la Iglesia tributa a la Santísima Trinidad y lo hace por intermedio del sacrificio de Jesucristo; por medio del sacrificio de Jesús en la cruz, damos gracias a Dios Uno y Trino por ser Él quien es: Dios Tres veces Santo, Dios de infinita majestad, Dios de infinita bondad, Dios de misericordia inagotable e incomprensible. Aún si Dios no hubiera hecho nada por nosotros, merecería que le diéramos gracias por ser Él quien es, Dios de majestad y santidad inefables, pero que Dios no haga nada por nosotros es un imposible, porque Dios no solo es nuestro Creador, sino que es además nuestro Salvador y nuestro Santificador, y por todo eso, merece nuestra alabanza, nuestra adoración y nuestra eterna acción de gracias. Pero debido a que somos demasiado imperfectos y debido a que además somos, como dicen los santos, “nada más pecado”, todo lo que podamos hacer y decir, por nosotros mismos, es igual a nada, de modo que, al momento de dar gracias, aun los más justos entre los hombres, se encuentran con las manos vacías, por eso es que la Única que puede ofrecer una Acción de Gracias digna de Dios Uno y Trino y acorde a su majestad y santidad, es la Santa Iglesia Católica, y esta Acción de Gracias que ofrece la Iglesia es el sacrificio de Jesús por medio de la Santa Misa, la Eucaristía (cfr. CIC 360), porque en ese sacrificio Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, se ofrece a sí mismo, con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, y con el Amor de su Sagrado Corazón, como Víctima Purísima, Santa, Inmaculada, en el Altar que es su propia Humanidad Sacratísima, inhabitada por la Divinidad, en reparación por los ultrajes, sacrilegios y ofensas, con los cuales Dios Uno y Trino es horriblemente ultrajado por los hombres ingratos; sólo en el sacrificio de Cristo en la cruz, renovado y actualizado sacramentalmente y de modo incruento en el Santo Sacrificio del Altar, la Santa Misa, encuentra Dios Uno y Trino adecuada reparación y satisfacción por los sacrilegios, ofensas e ingratitudes que le tributa la humanidad, y sólo por este sacrificio puede la humanidad ofrecer a la Santísima Trinidad una acción de gracias digna de su infinita majestad, porque Cristo Jesús une a su Persona –que es la Segunda de la Santísima Trinidad, unida hipostáticamente a la naturaleza humana de Jesús de Nazareth- a todos los fieles, y los asocia a su alabanza e intercesión, y así el sacrificio de alabanza al Padre es ofrecido por Cristo y con Cristo para ser aceptado con Él (CIC 1361). Por este don de tu Sagrado Corazón, te damos gracias, oh Hombre-Dios Jesucristo, y en acción de gracias, te ofrecemos a Ti mismo en la Eucaristía, y al Inmaculado Corazón de María, con todos los actos de amor hacia Ti en él contenidos, y al mismo tiempo, te pedimos perdón y reparamos por todos aquellos hermanos nuestros que, cegados por Satanás, realizan blasfemas y sacrílegas misas negras; te pedimos, oh Jesús, por tu infinita Misericordia, y por la intercesión y los dolores del Inmaculado Corazón de María, tu amadísima Madre, que no les tengas en cuenta este horrible pecado, que clama venganza al cielo, y les concedas en cambio, a ellos y a nosotros, el don de la contrición perfecta del corazón, para que algún día gocemos de la contemplación de tu Rostro en el Reino de los cielos. Amén.

Silencio para meditar.

Padre Nuestro, Diez Ave Marías, Gloria.

         Enunciación del Quinto  Misterio del Santo Rosario (…)

         Meditación

Otros fines de la Santa Misa son la expiación y propiciación: por la Santa Misa podemos expiar nuestros pecados y dar una propiciación satisfactoria por las culpas del género humano, porque es Cristo, el Hombre-Dios, la Víctima Inocente, quien lo hace por nosotros, porque siendo Él Puro e Inmaculado, cargó sobre sus espaldas todos nuestros pecados, interponiéndose entre nosotros y la Justicia Divina, y permitiendo, voluntariamente, que todo el peso de la Justicia y de la ira divina cayesen sobre Él, para quitarnos nuestros pecados, para borrar la malicia de nuestros corazones, para aplacar a la Justicia Divina, justamente encendida por nuestras iniquidades, y para concedernos el don de la filiación divina. Como dice el profeta Isaías, Jesús fue “triturado por nuestras culpas” (53, 5), “molido por nuestras iniquidades”, quedando tan desfigurado por los golpes, al punto de no parecer un hombre, sino “un gusano” (Sal 22, 6), y de causar tanta impresión por sus heridas, que era como alguien “ante quien se da vuelta el rostro”; Él es “la Vid verdadera” (Jn 15, 1-8) que fue exprimida en la vendimia de la Pasión, para extraer de Él la bebida de salvación, el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, la Sangre del Cordero “como degollado” (Ap 5, 6). Sólo Él, el Cordero sin mancha, podía cargar sobre sus espaldas la inmensidad de la malicia de los corazones humanos, para borrarlos con su Sangre Purísima y Preciosísima, pero esto sucedería una vez que su Sangre brotara a borbotones cuando comenzaran a caer sobre Él, como una tormenta impiadosa, los latigazos de sus verdugos. Sólo Él, Cristo Jesús, el Dios gigante y victorioso, podía dar una satisfacción adecuada a Dios Trino por la inmensidad de las culpas del género humano y por eso Él se ofreció ante el Padre para inmolarse en la Cruz como “propiciación por nuestros pecados, y no sólo por los nuestros, sino por los de todo el mundo” (1 Jn 2, 2). Y es este mismo sacrificio en Cruz, el que se renueva en el altar eucarístico todos los días, en la Santa Misa, por nuestra Redención, para que también nosotros nos veamos libres de nuestros pecados y seamos recibidos en el Reino de los cielos. Y esto no sólo para nosotros, los que estamos en esta vida mortal, sino también., como rezamos en la Santa Misa, y como dice el Misal Romano, “para todos aquellos que descansan en Cristo, los que nos han precedido por el signo de la fe y duermen ya el sueño de la paz”, “porque lo mismo vivos que muertos, no nos separamos del único Cristo”. Por este don de tu Sagrado Corazón, te damos gracias, oh Hombre-Dios Jesucristo, y en acción de gracias, te ofrecemos a Ti mismo en la Eucaristía, y al Inmaculado Corazón de María, con todos los actos de amor hacia Ti en él contenidos, y al mismo tiempo, te pedimos perdón y reparamos por todos aquellos hermanos nuestros que, cegados por Satanás, realizan blasfemas y sacrílegas misas negras; te pedimos, oh Jesús, por tu infinita Misericordia, y por la intercesión y los dolores del Inmaculado Corazón de María, tu amadísima Madre, que no les tengas en cuenta este horrible pecado, que clama venganza al cielo, y les concedas en cambio, a ellos y a nosotros, el don de la contrición perfecta del corazón, para que algún día gocemos de la contemplación de tu Rostro en el Reino de los cielos. Amén.

Silencio para meditar.

Padre Nuestro, Diez Ave Marías, Gloria.

Meditación final

El último fin de la Santa Misa es el de la impetración, y cuando vemos en el diccionario qué significa “impetración”, vemos que significa “acción y efecto de solicitar algo con empeño e insistencia” y que “impetrar” es decir, es “el pedir algo con vehemencia y ahínco”. ¿Qué es lo que “solicitamos con empeño e insistencia” en la Santa Misa? ¿Qué es lo que solicitamos “con empeño e insistencia”? Y si algo imposible de conseguir, ¿quién lo solicita por nosotros? Para saberlo, debemos recordar que nuestros primeros padres, Adán y Eva, tentados por la Serpiente Antigua, perdieron el estado de gracia en el que habían sido creados, y prefirieron escuchar la voz seductora del Príncipe de las tinieblas, antes que la Voz de la Sabiduría y del Amor divinos, que los llamaba a obedecer y a no comer del Árbol del Bien y del Mal; de esa manera, sucumbieron a la tentación y el hombre, tentado por el Príncipe de las tinieblas, consintió a la tentación y perdió la amistad con Dios y así, voluntariamente, se vio privado de la gracia. Pero el mismo Dios fue quien dispuso que aquel que venció en un árbol, fuera en un Árbol vencido, y así el Demonio fue vencido, de una vez y para siempre, en el Árbol victorioso de la Cruz, porque desde la Cruz, adonde Jesús subió voluntariamente, Cristo ofreció “oraciones y súplicas con poderosos clamores y lágrimas y fue escuchado por su reverencial temor” (cfr. Heb 5, 7) y ese ruego desde la cruz se renueva cada vez que se celebra la Santa Misa, en los altares eucarísticos, para que todos recibamos la gracia santificante y “seamos colmados de toda clase de gracias y bendiciones” (cfr. Misal Romano). Entonces, si de la Cruz emana la fuerza salvadora de Cristo Jesús, y esta Cruz fue elevada hace veinte siglos, por la Santa Misa, el Sacrificio Eucarístico, esa fuerza salvadora se nos aplica en nuestro “hoy”, en nuestro “aquí y ahora”, para la remisión de nuestros pecados cotidianos. Esto es así porque el Sacrificio de la Cruz de Jesús es infinitamente perfecto, al haber sido realizado no por un simple hombre, sino por el Hombre-Dios Jesucristo, y como el Acto de Ser de su Persona Divina, que es la Segunda de la Santísima Trinidad, es Eterno, su obrar trasciende todo tiempo y lugar, y es por eso que su oblación, la oblación de la Cruz, si bien fue realizada hace veintiún siglos, nos alcanza a nosotros, hombres que vivimos en el siglo XXI, pero para que podamos establecer un contacto vital con este Sacrificio de la Cruz y con sus méritos infinitos que de él se derivan, es decir, para que podamos lavarnos en la Sangre del Cordero, es necesario que entremos en contacto con la Sangre del Cordero, y para ello es que se renueva el Santo Sacrificio de la Cruz, actualizándose y haciéndose presente, por medio del misterio de la liturgia, por medio del Santo Sacrificio del Altar. Así, la Santa Misa, Santo Sacrificio del Altar, continúa “desde la salida del sol hasta el ocaso” (Malaq 1, 11), renueva y actualiza, por el misterio litúrgico eucarístico, de modo incruento y sin derramamiento de sangre, para ponernos en contacto con él, el Santo Sacrificio de la Cruz, para que, al igual que la Santísima Virgen y Juan el Apóstol, que estuvieron a los pies de Jesús crucificado, también nosotros entremos en contacto con la Sangre del Cordero de Dios. De esa manera, uniéndonos por la Santa Misa al Sacrificio en Cruz de Cristo, y lavándonos con su Sangre, podemos decir con San Pablo: “Estoy crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí” (Gal 2, 19-20). Por este don de tu Sagrado Corazón, te damos gracias, oh Hombre-Dios Jesucristo, y en acción de gracias, te ofrecemos a Ti mismo en la Eucaristía, y al Inmaculado Corazón de María, con todos los actos de amor hacia Ti en él contenidos, y al mismo tiempo, te pedimos perdón y reparamos por todos aquellos hermanos nuestros que, cegados por Satanás, realizan blasfemas y sacrílegas misas negras; te pedimos, oh Jesús, por tu infinita Misericordia, y por la intercesión y los dolores del Inmaculado Corazón de María, tu amadísima Madre, que no les tengas en cuenta este horrible pecado, que clama venganza al cielo, y les concedas en cambio, a ellos y a nosotros, el don de la contrición perfecta del corazón, para que algún día gocemos de la contemplación de tu Rostro en el Reino de los cielos. Amén.

         Canto final: “Plegaria a Nuestra Señora de los Ángeles”.

         Oración final: “Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo, te pido perdón, por los que no creen, ni esperan, ni te adoran, ni te aman” (tres veces).

         “Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo os adoro profundamente, y os ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, de Nuestro Señor Jesucristo, Presente en todos los sagrarios del mundo, en reparación por los ultrajes, sacrilegios e indiferencias, con los cuales Él mismos es continuamente ofendido. Por los infinitos méritos de su Sacratísimo Corazón, y los del Inmaculado Corazón de María, os pido la conversión de los pobres pecadores. Amén”.


miércoles, 3 de septiembre de 2014

Eucaristía, Misterio de la Fe


          En la Santa Misa, luego de la consagración eucarística, luego de hacer la genuflexión, el sacerdote, al incorporarse, exclama, dirigiéndose al Pueblo fiel: “Este es el misterio de la fe”[1]. Con esta expresión –“misterio de la fe”-, está reconociendo que lo que tiene delante de sí, la Eucaristía, que ya no es más lo que era, un poco de pan, es algo que sobrepasa absolutamente la razón: es, precisamente, un “misterio”, algo que no puede ser comprendido en su totalidad, sino simplemente ser aceptado y creído, porque sobrepasa nuestra capacidad de comprensión. La Eucaristía es el don admirable, ante el cual los ángeles del cielo se postran en adoración, porque es el Cordero de Dios: es Dios Hijo en Persona, que se hace Presente, delante de nuestros ojos, bajo el velo sacramental, con su misterio pascual de muerte y resurrección, actualizando su sacrificio salvífico y redentor. Por el “misterio de la fe”, la Santa Misa, la Eucaristía, tenemos delante de nuestros ojos, al “Cordero de Dios como degollado” descripto en el Apocalipsis (5, 6), al cual le rinden homenaje de adoración los ángeles, postrándose ante su presencia en el altar del cielo; ése mismo Cordero, y no otro, ése mismo Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, que se encuentra, por el milagro de la transubstanciación, no solo en el cielo, delante de los ángeles, sino en el altar eucarístico, delante de nuestros ojos, oculto bajo las especies sacramentales del pan y del vino. Esto es lo que la Iglesia llama “misterio de la fe”.
         Con otras palabras, lo dice Juan Pablo II en su Carta Encíclica “Ecclesia de Eucharistia”: el Papa afirma que lo que recibe la Iglesia en la Eucaristía no es “un don más entre otros”, sino “el don por excelencia”, porque es el mismo Señor Jesús en Persona, que se dona a sí mismo, “en su santa humanidad”, con su misterio redentor, salvífico: “La Iglesia ha recibido la Eucaristía de Cristo, su Señor, no sólo como un don entre otros muchos, aunque sea muy valioso, sino como el don por excelencia, porque es don de sí mismo, de su persona en su santa humanidad y, además, de su obra de salvación, memorial de la muerte y resurrección de su Señor, se hace realmente presente este acontecimiento central de salvación y ‘se realiza la obra de nuestra redención’.
         La Santa Misa es un misterio de fe, es decir, es algo que no puede aprehender ni explicar con la sola razón humana, porque contiene en sí misma, en las palabras del Santo Padre Juan Pablo II, a la totalidad del misterio pascual de Jesucristo -Pasión, Muerte y Resurrección-, misterio que es salvífico y redentor, y esto es inalcanzable para la sola razón del hombre: “El sacrificio eucarístico -es decir, la Santa Misa- no sólo hace presente el misterio de la pasión y muerte del Salvador, sino también el misterio de la resurrección, que corona su sacrificio. En cuanto viviente y resucitado, Cristo se hace en la Eucaristía ‘pan de vida’ (Jn 6, 35-48)”[2].
         En otras palabras, el Santo Padre nos está diciendo que cuando asistimos a Misa, se actualiza para nosotros, por el misterio de la liturgia, el misterio de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús, misterio por el cual nos salva, pero que al mismo tiempo, ¡se nos dona en la Eucaristía en su totalidad como Pan de vida! Es algo verdaderamente incomprensible; es un misterio insondable, de una profundidad inagotable: un Dios que, por Amor a mí, se encarna hace dos mil años, sufre la Pasión, muere en la cruz, resucita, se hace Presente en mi vida personal y en mi existencia -en los días de mi vida terrena, en el siglo XXI en el que vivo-, por medio del misterio de la liturgia eucarística de la Santa Misa, haciendo en la Santa Misa lo mismo que hace en la cruz -entrega su Cuerpo en la Eucaristía y derrama su Sangre en el cáliz, así como entregó su Cuerpo y derramó su Sangre en la cruz-, para donarse como Pan de Vida eterna, para que cuando yo lo comulgue, reciba su propia vida, que no es mi vida creatural, mi vida de ser humano, sino la vida suya, la vida divina del Hombre-Dios, para que yo comience a vivir con la vida de su Ser divino trinitario, siendo aun un peregrino en el desierto de la vida terrena, que camina hacia la Jerusalén celestial. ¡Un verdadero misterio de la fe y del Amor de un Dios, que no escatima nada para demostrarme su Amor!
         Ahora bien, el Santo Padre introduce un elemento nuevo, que nos toca de cerca a nosotros, porque hasta ahora, el “misterio de la fe”, es una acción eminentemente divina; sin embargo, ahora, dice Juan Pablo II, hay algo que nos pertenece a nosotros, y que es necesario para que “la eficacia salvífica del sacrificio (de Jesús) se realice plenamente”, y ese algo, es la libre decisión nuestra de entrar en comunión con nuestro Dios que se nos ofrece como Pan de vida eterna en el altar. Dice así Juan Pablo II: “La eficacia salvífica del sacrificio se realiza plenamente cuando se comulga recibiendo el Cuerpo y la Sangre del Señor. De por sí, el sacrificio eucarístico se orienta a la íntima unión de nosotros, los fieles, con Cristo mediante la comunión: le recibimos a Él mismo, que se ha ofrecido por nosotros; su Cuerpo, que Él ha entregado por nosotros en la Cruz; su Sangre, “derramada por muchos para perdón de los pecados” (Mt 26, 28). Recordemos sus palabras: “Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí” (Jn 6, 57). Jesús mismo nos asegura que esta unión, que Él pone en relación con la vida trinitaria, se realiza efectivamente”[3].
         El Santo Padre nos quiere decir que hasta aquí, Dios ha puesto todo de su parte; pero ahora, somos nosotros los que debemos poner de nuestra parte, para que la salvación se lleve verdaderamente a cabo, y es el que deseemos ser salvos por Cristo Jesús; que deseemos entrar en comunión con Él, y para eso, debemos aceptarlo como nuestro Salvador, y debemos unirnos a Él en su Cuerpo sacramental, para recibir el don de su Espíritu. Es decir, debemos mostrar, con nuestro libre albedrío, que queremos unirnos a Él -en estado de gracia, por supuesto- y recibir su Cuerpo sacramentado, para recibir el don de su Espíritu -en realidad, ver acrecentado el don del Espíritu, ya recibido en el bautismo-, para que la salvación sea eficaz, porque la salvación no es algo "automático", desde el momento en que somos seres libres -Dios y nosotros- los que entramos en comunión, en unión común, de vida y de amor: "”Así, con el don de su cuerpo y su sangre, Cristo acrecienta en nosotros el don de su Espíritu, infundido ya en el Bautismo e impreso como 'sello' en el sacramento de la Confirmación”[4].
         Por último, el Santo Padre sostiene que, por la liturgia eucarística, nos unimos, misteriosamente, a la liturgia de los cielos, puesto que la liturgia eucarística es como una “ventana” -un “resquicio”, dice el Santo Padre-, que desde el cielo se abre sobre la tierra. De esta manera, el Santo Padre nos recuerda al profeta Isaías cuando exclama a Dios, suplicándole, que se digne rasgar los cielos –“Si rasgaras los cielos y descendieras”[5]-; el profeta, contemplando la majestuosa hermosura de Dios, ha quedado desolado, al compararla con la realidad de este mundo, y es por eso que clama, implora, suplica, que Dios, con su belleza inabarcable, se digne "rasgar los cielos", y descender: "Si rasgaras los cielos y descendieras". A este profeta nos recuerda el Santo Padre en este párrafo de Ecclesia de Eucharistia: "Cuando nosotros celebramos el sacrificio del Cordero, nos unimos a la liturgia celestial; la Eucaristía es verdaderamente un resquicio del cielo que se abre sobre la tierra. Es un rayo de gloria de la Jerusalén celestial, que penetra en las nubes de nuestra historia y proyecta su luz"[6].
         Sin embargo, tal vez, siendo un poco osados, podemos ir un poco más allá de las palabras del Santo Padre, y podemos decir que, cuando celebramos la liturgia del Cordero, es decir, la Santa Misa, Dios ha escuchado al profeta, y ha rasgado los cielos, y ha descendido con su incomparable majestad y hermosura, porque desciende, desde los cielos, el Maná verdadero, la Eucaristía, y puesto que la Eucaristía es Nuestro Señor Jesucristo, es decir, Dios Hijo en Persona, más que "un rayo de la Jerusalén celestial", y más que "un resquicio del cielo", podemos decir, sin temor a equivocarnos, que la Eucaristía es muchísimo más que eso, porque la Eucaristía es el Cordero en Persona, y el Cordero es la "Lámpara de la Jerusalén celestial" (cfr. Ap 21, 22) y es el Dios Tres veces Santo, a quien los cielos mismos no pueden contener.
         La Eucaristía es más que un resquicio del cielo, y es más que un rayo de la Jerusalén celestial: es, como lo anuncia la Iglesia, cual nuevo Juan Bautista en el desierto del mundo y de la historia, desde el altar eucarístico, en el momento en el que sacerdote ministerial eleva la Eucaristía luego de la consagración, "el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo"[7]. Y este Cordero se dona a sí mismo como alimento, en el Banquete celestial, la Santa Misa, de modo que los hijos de Dios se alimentan no con un manjar exquisito, preparado y servido por Dios Padre, para que tengan fuerzas en su peregrinar, pro el desierto del mundo, hacia la Jerusalén celestial. Este manjar está compuesto por platos suculentos, que no se encuentran en ningún lugar de la tierra: la Carne del Cordero de Dios, asada en el Fuego del Espíritu Santo, el Cuerpo glorioso de Jesús resucitado; el Pan de Vida eterna, la Humanidad Santísima del Jesús de Nazareth, inhabitada por la divinidad, y el Vino de la Vid verdadera, la Sangre del Hombre-Dios Jesucristo, obtenida luego de ser triturada esta Vid en la Vendimia de la Pasión. Y este manjar, exquisito y suculento, servido por Dios Padre para sus hijos pródigos en el Banquete celestial, la Santa Misa, concede a quienes se alimentan de él con fe y con amor, una vida nueva, la vida de la gracia, la vida de los hijos de Dios, que los hace entrar en comunión con las Tres Divinas Personas de la Santísima y augustísima Trinidad. Al alimentarse de este banquete, el cristiano vive la vida nueva, la vida de los hijos de Dios, que no es un modo humano de vivir las virtudes, sino que es un modo de vivir en comunión de vida más íntima con Jesús, que se dona en la Eucaristía, para que después de unirse a Él y contemplarlo en el Amor, lo comunique por la misericordia.
         La comunión eucarística, a su vez, es equivalente a la contemplación en el Monte Tabor, por eso es que nos detenemos en su consideración, al reflexionar sobre el misterio eucarístico.
El episodio del Monte Tabor es una revelación trinitaria, que la reserva Dios para aquellos a quienes considera sus amigos más íntimos: “Ya no os llamaré siervos...; a vosotros os he llamado amigos, porque os he hecho y haré saber cuantas cosas oí de mi Padre”[8]. No es propio del criado entrar en el aposento más íntimo de la familia de su señor; y a la criatura sólo le compete de suyo honrar a Dios como a su Señor; no ha de atreverse a echar una mirada en los misterios de Su seno y de Su Corazón. Y si se le permite hacerlo, precisamente por ello entra en amistad con Dios; porque solamente a los amigos suelen revelarse los misterios más íntimos[9]. Y es este misterio íntimo de la Trinidad y del futuro de gloria y felicidad que está reservado a quienes lo sigan de cerca en la cruz, es lo que Cristo revela en la intimidad de la comunión eucarística a los cristianos.
Así el cristiano se levanta infinitamente por encima de los límites de su naturaleza, de su razón, de su mezquindad; e iniciado en los misterios de su Señor, se siente llamado a los privilegios y a las obligaciones de un amigo verdadero.
Y la exigencia es la de la correspondencia con obras de amor, de misericordia, de compasión, de caridad, de perdón, de amor a los enemigos, de bendición a los que los persiguen, tal como pide Jesús en el Evangelio, de perdonar “setenta veces siete”, de desterrar de una vez y para siempre, no solo todo odio y todo rencor, sino absolutamente el más mínimo resquicio de enojo, para con el prójimo que es, por algún motivo circunstancial, “enemigo” del cristiano, de manera tal, que en el corazón del cristiano, que recibe a Jesús en la Eucaristía, solo se encuentre Fe y Amor. No puede ser de otra manera, porque si por ser la revelación de este misterio una prueba extraordinaria del Amor divino para con el cristiano, esto mismo exige, de parte del cristiano, una gratitud y una correspondencia de amor sin límites, porque al transfigurarse y revelar su gloria y su origen trinitario, Cristo revela la plenitud de la bondad divina y la revela como queriéndola comunicar a sus amigos. Se revela como Dios bueno no sólo por poseer infinitos bienes, sino también infinitamente bueno por comunicarlos completamente[10], y así el cristiano debe corresponder, donándose completamente, en el olvido de sí mismo –de sus pasiones-, de manera tal que su prójimo vea en él a una imagen viviente, a una copia viva de Jesucristo, y ya no más a él.
De esta manera, de la compañía íntima con Cristo en el Nuevo Tabor –el altar es como el Monte Tabor, porque así como en el Tabor, Cristo manifestó su gloria para luego ocultarla bajo su Humanida Santísima, así en el altar eucarístico, Cristo manifiesta la gloria de su Cuerpo resucitado a los ojos de la fe, al tiempo que la oculta a los ojos del cuerpo, bajo las especies eucarísticas- el cristiano contempla el misterio insondable de Jesús en la Eucaristía –la Eucaristía no es un poco de pan, sino el Hombre-Dios vivo, con su Cuerpo glorioso y resucitado, lleno de la luz y de la vida divina, tal como se encuentra en los cielos, solo que oculto bajo las especies eucarísticas-, recibiendo de Jesús el Amor que brota a raudales de su Sagrado Corazón, y esa contemplación en la adoración eucarística, es la garantía de que el cristiano, que en esta tierra y en el tiempo adora al Cordero oculto en las especies eucarísticas, está llamado a contemplarlo cara a cara, en la intuición inmediata de su Ser trinitario, en la otra vida, en la eternidad, en la Bienaventuranza, tal como es en sí. La dicha sobrenatural de la criatura en la visión intuitiva de Dios es preludiada y anticipada por la revelación de la Trinidad en la Transfiguración del Monte Tabor y es anticipada también en la oscuridad de la fe, en la adoración eucarística; la fe en la Trinidad es el gozo anticipado de la intuición bienaventurada; tiende un puente para unir el alma con el cielo; mientras mora todavía en la tierra, la levanta al seno de Dios; la introduce en la alegría de su Señor. Y si la bienaventuranza del mismo Dios tiene su mayor gozo en la comunión y relación mutua de las Personas, la fe en la Trinidad ya nos da a saborear algo de la dulzura y amabilidad más íntimas de Dios[11].
El cristiano, por lo tanto, que contempla, en la oscuridad de la fe, la inefable majestuosidad del Ser trinitario, y que se goza en el íntimo y silencioso diálogo de Amor que la Trinidad de Personas establece con Él en la adoración eucarística, está llamado a dar testimonio de esta bienaventuranza, comunicando a los demás el Amor de Jesucristo, ante todo con el testimonio de una vida fundamentada en Cristo Jesús, es decir, fundamentada en la pobreza de la cruz, en la castidad, en el amor misericordioso demostrado en obras de misericordia, tanto corporales como espirituales. El cristiano que confiesa sacramentalmente, que comulga diariamente, que adora a la Eucaristía, está llamado a anunciar al mundo que la felicidad plena y definitiva no está en la vida presente ni en las cosas del mundo, sino en Dios Uno y Trino, y así lo señala el Santo Padre Juan Pablo II al referirse a la vida consagrada: “...la misión de la vida consagrada: señalar como meta a los demás hermanos y hermanas, fijando la mirada en la paz futura, la felicidad definitiva que está en Dios”[12].
Al llamado de Cristo a dar testimonio, y a la comunicación de Su santidad que Cristo realiza al cristiano, el cristiano debe responder con la santidad de vida[13], y la santidad se desprende de la cruz: la pobreza de la cruz, la castidad de la cruz, la obediencia de la cruz. Si no refleja a Cristo crucificado con su vida, el cristiano puede considerarse un impostor, cuyo padre no es Dios, sino el Demonio, el Padre de la mentira: “Quien dice que ama a Dios, a quien no ve, pero no ama a su prójimo, a quien ve, es un mentiroso” (1 Jn 4, 20). Por eso, si bien el Monte Tabor es la revelación de la gloria de Cristo como Verbo del Padre hecho carne, es también la preparación para la cruz[14]. Cristo lleva al cristiano junto a sí en el Tabor, le revela su gloria y luego la oculta, para que, como Él, por la cruz arribe a la resurrección[15].


[1] Cfr. Misal Romano.
[2] Cfr. Ecclesia de Eucharistia, Cap. 1, Eucaristía, Misterio de fe.
[3] Cfr. ibidem.
[4] Cfr. ibidem.
[5] 64, 1.
[6] Cfr. Ecclesia de Eucaristia, Cap. 1.
[7] Cfr. Misal Romano.
[8] Jn 15, 15.
[9] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, 136.
[10] Cfr. Scheeben, Los misterios, 137.
[11] Cfr. Scheeben, Los misterios, 138.
[12] Cfr. Juan Pablo II, Vita consecrata, 33.
[13] Cfr. Juan Pablo II, Vita consecrata, 33.
[14] Cfr. Juan Pablo II, Vita consecrata, 14.
[15] Cfr. Misal Romano, Prefacio de la Transfiguración del Señor.