En
la Última Cena, en el inicio de su misterio pascual de muerte y resurrección, y
movido por el Amor de Dios que abrasa en el Fuego divino su Sagrado Corazón –“habiendo
amado a los suyos, los amó hasta el fin”
(Jn 13, 1)-, sabiendo Jesús que debía
sufrir la Pasión y que “había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre”,
Jesús se despide de sus discípulos, anticipándoles su muerte en Cruz. Jesús sabía
que había llegado la Hora sagrada de su Pasión, Pasión por la cual habría de
entregar su Cuerpo y derramar su Sangre en el altar de la cruz; sabía que iba a
morir a esta vida terrena, para resucitar a la vida eterna; sabía que habría de
abandonar en este mundo, luego de ser traicionado, encarcelado, condenado a
muerte y flagelado; sabía que habría de morir en medio de terribles dolores, y
que habría de entregar su Cuerpo y derramar su Sangre, para que fuéramos
salvados. Al escuchar sus palabras sus discípulos se angustian, porque al revelarles
Jesús que va a morir, se dan cuenta de que no van a verlo más; saben que
quedarán solos, en este mundo que es “un valle de lágrimas”; en este mundo
inmerso “en tinieblas y en sombras de muerte”, pero no en las tinieblas
cósmicas, sino en las tinieblas vivientes, los ángeles caídos, y en las
tinieblas del pecado, del error, de la ignorancia y de la muerte.
Al
comprobar la angustia producida en sus discípulos, Jesús les dice: “No se
angustie vuestro corazón (Jn 13, 2) (…)
no os dejaré huérfanos (Jn 14, 18) (…)”.
Y luego, anticipando su resurrección y ascensión al cielo, deja una promesa para
toda la Iglesia, para todos los tiempos: “Yo estaré con vosotros todos los días,
hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20)”.
Es decir, Jesús anuncia en la Última Cena que habrá de morir, pero al mismo
tiempo, deja la promesa de que habrá de quedarse con nosotros “todos los días,
hasta el fin del tiempo”, y esta promesa la cumple en el mismo momento en el
que está por subir al Padre, quedándose con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su
Divinidad, en la Eucaristía.
Su
Presencia Eucarística es entonces el cumplimiento de esta promesa, porque allí
se encuentra Jesús, el mismo Jesús que, procediendo eternamente del Padre se
encarnó en el seno de la Virgen Madre y que, luego de sufrir la muerte en Cruz
y resucitar subió a los cielos, es el mismo Jesús, que está Presente en la
Eucaristía, con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, vivo, glorioso, resucitado,
impasible, esperando por nosotros, para aliviar nuestras penas y dolores,
cargándolas a todas sobre sus hombros: “Venid a Mí, los que estáis afligidos y
agobiados, y Yo os aliviaré” (Mt 11,
28). El mismo Jesús, que es adorado por la Iglesia Triunfante, los ángeles y
santos en el cielo, es el mismo Cordero de Dios que, oculto en apariencia de
pan en la Eucaristía, recibe la adoración, la alabanza, el honor y la gloria
por parte de la Iglesia Militante en la tierra. También nosotros, como los
Apóstoles, nos sentimos solos en este mundo de oscuridad y tinieblas, en este
mundo sin Dios, en este mundo en el que la Ley de Dios y sus Mandamientos de
amor no cuentan nada, en este mundo en el que las tinieblas vivientes parecen
haber tomado el control de prácticamente toda la vida humana, en todos sus
aspectos; también nosotros, como los discípulos, podemos tener la tentación de
sentimos desamparados por un momento, pero este sentimiento desaparece cuando
recordamos que no solo tenemos la promesa de Jesús dada a los discípulos, de
quedarse “todos los días hasta el fin del mundo”, sino que tenemos la gracia de
ver esta promesa ya cumplida, porque la Presencia Eucarística de Jesús, en el
sagrario, en la custodia, en el templo de Adoración Perpetua, es esa promesa ya
cumplida de Nuestro Señor. Sólo tenemos que acudir a sus pies y postrarnos ante
su Presencia Eucarística, para que Jesús, desde el silencio de la Hostia
consagrada, tome sobre sí nuestras penas y dolores, nuestras alegrías y logros,
nuestra vida toda, para colmarnos de su paz, de su alegría, de su fortaleza, de
su sabiduría y del Amor de su Sagrado Corazón Eucarístico, pero también para decirnos,
en el silencio de la oración, que no nos preocupemos, que esta vida “pasa como
un soplo”, que es “una mala noche en una mala posada”, como dice Santa Teresa
de Ávila, y que Él ha venido para prepararnos un lugar en el cielo, para que después
de esta vida, estemos con Él, que está en el cielo: “Voy a prepararos un lugar
en la Casa de mi Padre, para que donde Yo esté, también estéis vosotros” (Jn 14, 2-3).
Por
último, Jesús sufre su Pasión y se queda entre nosotros, solo por amor y nada
más que por amor –“habiendo amado a los
suyos, los amó hasta el fin”- y es ese Amor, no el amor limitado del corazón
del hombre, sino el Amor de su Sagrado Corazón Eucarístico, el que Jesús nos
pide que demos a nuestros hermanos: “Un mandamiento nuevo os doy: que os améis
los unos a los otros; que como yo os he amado, así también os améis los unos a
los otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor
los unos a los otros” (Jn 13, 34-35).
Jesús
se queda por amor en la Eucaristía, para darnos su Amor y para que demos de ese
Amor, recibido en la Eucaristía, a nuestros hermanos y es por eso que el
adorador que ama a sus hermanos, es el que ama a Jesús Eucaristía: “Si alguno
me ama, guardará mi palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a él, y haremos
con él morada” (Jn 13, 23). 24 Por el
contrario, el adorador eucarístico que no ama a Jesús, no ama a sus hermanos: “El
que no me ama, no guarda mis palabras” (Jn
13, 24).
Jesús
se ha quedado entre nosotros, en la Eucaristía, no solo para consolarnos en las
tribulaciones de esta vida, sino para darnos el Amor de su Sagrado Corazón
Eucarístico, como anticipo del Amor que derramará en nuestros corazones, por
toda la eternidad, en el Reino de los cielos.
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