Inicio:
ofrecemos esta Hora Santa y el rezo del Santo Rosario en reparación y
desagravio por el ultraje –“un acto de profanación deliberado”- cometido contra
la Eucaristía en una iglesia en Francia (localidad de Domois, Departamento de Costa de Oro). La información
correspondiente a tan lamentable hecho se puede encontrar en el siguiente
enlace:
Según los reporteros, luego de derribar
la puerta de la sacristía a golpes de hacha, los profanadores profanaron el
tabernáculo y desparramaron las Hostias consagradas por el suelo. Además de
reparación y desagravio, pediremos por la conversión de quienes cometieron este
sacrilegio, además de pedir por la conversión propia, la de los seres queridos
y por todo el mundo.
Canto inicial: “Cantemos al Amor de
los amores”.
Oración
inicial: “Dios
mío, yo creo, espero, te adoro y te amo. Te pido perdón por los que no creen,
ni esperan, ni te adoran, ni te aman” (tres veces).
“Santísima
Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo os adoro profundamente y os ofrezco
el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, de Nuestro Señor Jesucristo,
Presente en todos los sagrarios del mundo, en reparación por los ultrajes,
sacrilegios e indiferencias, con los cuales Él mismo es continuamente ofendido.
Por los infinitos méritos de su Sacratísimo Corazón y los del Inmaculado
Corazón de María, os pido la conversión de los pobres pecadores. Amén”.
Enunciación
del Primer Misterio del Santo Rosario (misterios a elección).
Meditación
El
amor del Sagrado Corazón de Jesús por nosotros es tan grande que Él, “sabiendo
que había de pasar de este mundo al Padre” (cfr. Jn 13, 1), es decir, sabiendo que “había venido del Padre” y que
ahora, por la Pasión y muerte en cruz debía “volver al Padre” (cfr. Jn 16, 28) y que por lo tanto habría de
separarse de nosotros, que vivimos en este “valle de lágrimas”, “habiéndonos
amado a nosotros, que éramos los suyos, nos amó hasta el fin” (cfr. Jn 13, 1-15) y en unión con el Padre y
el Espíritu Santo ideó un modo de quedarse entre nosotros, aun cumpliendo su
Pascua, aun cumpliendo su “paso” de esta vida al seno eterno del Padre. Y eso
que Jesús ideó, en unión con el Padre y el Espíritu Santo, para quedarse “todos
los días entre nosotros, hasta el fin del mundo” (cfr. Mt 28, 20) es la Eucaristía. Al consagrar el pan y el vino en la
Última Cena mediante las palabras de la consagración, el Sumo y Eterno Pastor
Jesucristo convirtió las substancias del pan y del vino en su Cuerpo y su
Sangre, para así quedarse todo Él, en Persona, en la Eucaristía. La Eucaristía,
por lo tanto, es el “Emanuel” (cfr. Is
7, 14; Mt 1, 23) en el sentido más
pleno del nombre, porque la Eucaristía es “Dios con nosotros”; en la Eucaristía
Jesús se encuentra con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, entre
nosotros, tal como se encuentra en los Cielos eternos, siendo adorado por la
eternidad por ángeles y santos. Adoremos por lo tanto, en unión con los ángeles
y santos del Cielo, al Emanuel, el Dios con nosotros, Jesús Eucaristía, el Dios
del sagrario, el Dios de la Eucaristía. Adorémoslo día y noche, sin cesar, nosotros,
que vivimos en este mundo “envueltos en tinieblas y en sombras de muerte” (cfr.
Lc 1, 68-79); adorémoslo en acción de
gracias por haberse quedado entre nosotros y hasta el día feliz en que, por su
Misericordia, también llegue la hora de nuestra pascua, de nuestro paso de esta
vida a la otra, para continuar adorándolo y amándolo por la eternidad.
Silencio
para meditar.
Padre
Nuestro, Diez Ave Marías, Gloria.
Enunciación
del Segundo Misterio del Santo Rosario (misterios a elección).
Meditación
Es
en la Eucaristía en donde Jesús cumple su promesa de quedarse con nosotros “todos
los días, hasta el fin del mundo”. Es lo que les sucede a los discípulos de
Emaús cuando, al pensar que Jesús, luego de acompañarlos por el camino,
seguiría de largo, lo invitan a quedarse con ellos: “¡Quédate con nosotros,
Señor!”. Y Jesús se queda con ellos, pero no solo porque los acompaña a cenar,
sino porque, en la Santa Misa por Él celebrada, se queda en la Eucaristía,
donándose a sí mismo como alimento del alma. Como dice el Santo Padre Juan
Pablo II, Jesús les dio a los discípulos algo infinitamente más grande que lo
que le pedían: ellos le pedían que se quedara “con” ellos y Jesús se quedó “en”
ellos por medio del don de la Eucaristía: “Cuando los discípulos de Emúas le
pidieron que se quedara “con” ellos, Jesús contestó con un don mucho mayor.
Mediante el sacramento de la Eucaristía encontró el modo de quedarse “en” ellos”[1]. A
imitación de los discípulos de Emaús, que invitaron a Jesús a “quedarse con
ellos”, nosotros, por medio de la Eucaristía –y habiendo dispuesto previamente
el corazón por la fe, la gracia y todo el amor del que seamos capaces-, nosotros
invitamos a Jesús que, por la Comunión Eucarística, ingrese en la humildad de
nuestra pobre alma.
Silencio
para meditar.
Padre
Nuestro, Diez Ave Marías, Gloria.
Enunciación
del Tercer Misterio del Santo Rosario (misterios a elección).
Meditación
El
hombre, por el hecho de haber sido creado por Dios para Dios, posee, desde el
momento mismo en que su alma es creada, una sed y un hambre de Dios que sólo
pueden ser satisfechas con Dios mismo. Como dice el profeta Amós[2], “Dios
ha puesto en el corazón del hombre el “hambre” de su Palabra”[3] y
ese hambre “solo puede ser saciada en la plena unión con Él”[4],
unión que acontece, de modo real, orgánico, místico y sobrenatural, por la
Comunión Eucarística. Solo saciando esta sed y esta hambre de Dios, el hombre
encuentra reposo, calma, paz, tal como lo dice San Agustín: “Nos hiciste, Señor,
para Ti, y nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en Ti”[5]. Si
todo hombre, desde que nace, busca la felicidad que solo puede encontrarse en
Dios, los católicos podemos considerarnos los seres más afortunados del mundo,
porque a través de la Eucaristía, Dios no nos da un recuerdo suyo, sino que se
nos dona Todo Él, en sí mismo, sin reservarse nada para sí; en la Eucaristía,
Dios se nos dona, por medio de la Humanidad Santísima de Jesús, unida
hipostáticamente a la Persona Segunda de la Trinidad, con todo su Ser
trinitario, perfectísimo y purísimo, además de donarnos todo el Amor –eterno,
infinito, inagotable, inefable, celestial- de su Sagrado Corazón Eucarístico.
¡Cuántos hombres de buena voluntad buscan la felicidad que sólo Cristo
Eucaristía puede dar, porque la Eucaristía es Dios, que es la Alegría, la
Felicidad, el Amor y la Paz en sí mismos!
Silencio
para meditar.
Padre
Nuestro, Diez Ave Marías, Gloria.
Enunciación
del Cuarto Misterio del Santo Rosario (misterios a elección).
Meditación
Por
la Eucaristía, los hombres somos unidos en un mismo cuerpo, el Cuerpo Místico
de Jesús, su Iglesia, la Iglesia Católica, la Esposa del Cordero y esta unión
la lleva a cabo Cristo mediante el envío del Espíritu Santo a quienes comulgan.
Por la Comunión Eucarística, los miembros del Cuerpo de Cristo reciben el
Espíritu Santo que los une “en un mismo Cuerpo y un mismo Espíritu”, por lo que
es “el Pan Eucarístico el que nos convierte en un solo Cuerpo”, esto es, la
Iglesia[6]. Por
esto, la comunión sacramental no es un mero acto de unidad externa, sino que es
medio para la infusión del Espíritu Santo sobre los miembros del Cuerpo de
Cristo, que así son animados por el Espíritu, de la misma manera a como el alma
anima –da vida- al cuerpo al que informa. La unidad del Cuerpo Místico de
Cristo, la Iglesia, no está dada por la mera voluntad humana de los hombres de
congregarse bajo una única Iglesia, sino que es Cristo quien la crea, al
infundir el Espíritu Santo por medio del “Pan Eucarístico (…) que así nos
convierte en un solo Cuerpo”[7]. Es
éste el sentido de lo que el Apóstol San Pablo afirma: “Un solo pan y un solo
cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan” (1 Cor 10, 17). Por la Eucaristía, los cristianos nos convertimos en
el Cuerpo de Cristo y somos vivificados por el Espíritu Santo, siendo hechos
uno en Cristo, de manera análoga a como el Padre está en el Hijo y el Hijo en
el Padre: “Como tú, Padre, en mí y Yo en ti, que ellos también sean uno en
nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado” (Jn 17, 21). La Comunión Eucarística entonces, al mismo tiempo que
nos une a Cristo en un solo Cuerpo y un solo Espíritu, se convierte en signo
externo del más eficaz de los apostolados y el modo en el que la Iglesia
Peregrina cumple el mandato de Cristo: “Id y anunciad el Evangelio a todas las
naciones”, porque al “ser uno con el Padre, en el Hijo, por el Espíritu Santo,
el mundo creerá que Jesús es el Enviado del Padre” (cfr. Jn 17, 21).
Silencio
para meditar.
Padre
Nuestro, Diez Ave Marías, Gloria.
Enunciación
del Quinto Misterio del Santo Rosario (misterios a elección).
Meditación
Por
la Eucaristía, la Iglesia no solo conmemora, sino que, en cierta medida,
participa y se hace presente en el misterio de la Pasión y Muerte de Nuestro
Señor Jesucristo, sobre todo en el Viernes Santo y en el Domingo de
Resurrección: (…) en la misa dominical es donde los cristianos reviven de
manera particularmente intensa la experiencia que tuvieron los Apóstoles la
tarde de Pascua, cuando el Resucitado se les manifestó estando reunidos (cfr.
Jn 20, 19). En aquel pequeño núcleo de discípulos, primicia de la Iglesia,
estaba en cierto modo presente el pueblo de Dios de todos los tiempos”[8].
Es a este misterio al cual la Iglesia hace referencia cuando dice: “Anunciamos
tu muerte, proclamamos tu resurrección”, porque la Iglesia participa y asiste,
por la renovación incruenta y sacramental del sacrificio de la cruz, al Viernes
Santo, pero también participa y asiste al Domingo de Resurrección, porque la
Eucaristía que comulga contiene no el Cuerpo muerto de Jesús, sino el Cuerpo
resucitado de Jesús, lleno de la gloria, la luz, la paz y la alegría de Dios
Uno y Trino.
Oración final: “Dios mío, yo creo,
espero, te adoro y te amo. Te pido perdón por los que no creen, ni esperan, ni
te adoran, ni te aman” (tres veces).
“Santísima
Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo os adoro profundamente y os ofrezco
el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, de Nuestro Señor Jesucristo,
Presente en todos los sagrarios del mundo, en reparación por los ultrajes,
sacrilegios e indiferencias, con los cuales Él mismo es continuamente ofendido.
Por los infinitos méritos de su Sacratísimo Corazón y los del Inmaculado
Corazón de María, os pido la conversión de los pobres pecadores. Amén”.
Canto
final: “El Trece de Mayo en Cova de
Iría”.
[1] Cfr. Juan Pablo II, Mane
nobiscum Domine, Carta Apostólica al Episcopado, al Clero y a los Fieles
para el Año de la Eucaristía Octubre 2004 – Octubre 2005, III, 19.
[2] 8, 11.
[3] Cfr. Juan Pablo II, Mane
nobiscum Domine, III, 19.
[4] Cfr. ibidem.
[5] Cfr. Confesiones, I, 1, 1.
[6] Cfr. Juan Pablo II, Mane
nobiscum Domine, III, 19.
[7] Cfr. Juan Pablo II, Mane
nobiscum Domine, III, 19.
[8] Cfr. N. 33: AAS 90 (1998), 733; cit. Juan
Pablo II, Mane nobiscum Domine,
III, 23.
No hay comentarios:
Publicar un comentario