En
la Santa Misa, luego de la consagración eucarística, luego de hacer la
genuflexión, el sacerdote, al incorporarse, exclama, dirigiéndose al Pueblo
fiel: “Este es el misterio de la fe”[1].
Con esta expresión –“misterio de la fe”-, está reconociendo que lo que tiene
delante de sí, la Eucaristía, que ya no es más lo que era, un poco de pan, es
algo que sobrepasa absolutamente la razón: es, precisamente, un “misterio”, algo
que no puede ser comprendido en su totalidad, sino simplemente ser aceptado y
creído, porque sobrepasa nuestra capacidad de comprensión. La Eucaristía es el
don admirable, ante el cual los ángeles del cielo se postran en adoración,
porque es el Cordero de Dios: es Dios Hijo en Persona, que se hace Presente,
delante de nuestros ojos, bajo el velo sacramental, con su misterio pascual de
muerte y resurrección, actualizando su sacrificio salvífico y redentor. Por el
“misterio de la fe”, la Santa Misa, la Eucaristía, tenemos delante de nuestros
ojos, al “Cordero de Dios como degollado” descripto en el Apocalipsis (5, 6),
al cual le rinden homenaje de adoración los ángeles, postrándose ante su
presencia en el altar del cielo; ése mismo Cordero, y no otro, ése mismo
Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado, la Segunda Persona de la Santísima
Trinidad, que se encuentra, por el milagro de la transubstanciación, no solo en
el cielo, delante de los ángeles, sino en el altar eucarístico, delante de
nuestros ojos, oculto bajo las especies sacramentales del pan y del vino. Esto
es lo que la Iglesia llama “misterio de la fe”.
Con otras palabras, lo dice Juan Pablo
II en su Carta Encíclica “Ecclesia de Eucharistia”: el Papa afirma que lo que
recibe la Iglesia en la Eucaristía no es “un don más entre otros”, sino “el don
por excelencia”, porque es el mismo Señor Jesús en Persona, que se dona a sí
mismo, “en su santa humanidad”, con su misterio redentor, salvífico: “La
Iglesia ha recibido la Eucaristía de Cristo, su Señor, no sólo como un don
entre otros muchos, aunque sea muy valioso, sino como el don por excelencia,
porque es don de sí mismo, de su persona en su santa humanidad y, además, de su
obra de salvación, memorial de la muerte y resurrección de su Señor, se hace
realmente presente este acontecimiento central de salvación y ‘se realiza la
obra de nuestra redención’.
La Santa Misa es un misterio de fe, es
decir, es algo que no puede aprehender ni explicar con la sola razón humana,
porque contiene en sí misma, en las palabras del Santo Padre Juan Pablo II, a
la totalidad del misterio pascual de Jesucristo -Pasión, Muerte y
Resurrección-, misterio que es salvífico y redentor, y esto es inalcanzable para
la sola razón del hombre: “El sacrificio eucarístico -es decir, la Santa Misa- no
sólo hace presente el misterio de la pasión y muerte del Salvador, sino también
el misterio de la resurrección, que corona su sacrificio. En cuanto viviente y
resucitado, Cristo se hace en la Eucaristía ‘pan de vida’ (Jn 6, 35-48)”[2].
En otras palabras, el Santo Padre nos
está diciendo que cuando asistimos a Misa, se actualiza para nosotros, por el
misterio de la liturgia, el misterio de la Pasión, Muerte y Resurrección de
Jesús, misterio por el cual nos salva, pero que al mismo tiempo, ¡se nos dona
en la Eucaristía en su totalidad como Pan de vida! Es algo verdaderamente
incomprensible; es un misterio insondable, de una profundidad inagotable: un
Dios que, por Amor a mí, se encarna hace dos mil años, sufre la Pasión, muere
en la cruz, resucita, se hace Presente en mi vida personal y en mi existencia
-en los días de mi vida terrena, en el siglo XXI en el que vivo-, por medio del
misterio de la liturgia eucarística de la Santa Misa, haciendo en la Santa Misa
lo mismo que hace en la cruz -entrega su Cuerpo en la Eucaristía y derrama su
Sangre en el cáliz, así como entregó su Cuerpo y derramó su Sangre en la cruz-,
para donarse como Pan de Vida eterna, para que cuando yo lo comulgue, reciba su
propia vida, que no es mi vida creatural, mi vida de ser humano, sino la vida
suya, la vida divina del Hombre-Dios, para que yo comience a vivir con la vida
de su Ser divino trinitario, siendo aun un peregrino en el desierto de la vida
terrena, que camina hacia la Jerusalén celestial. ¡Un verdadero misterio de la
fe y del Amor de un Dios, que no escatima nada para demostrarme su Amor!
Ahora bien, el Santo Padre introduce un
elemento nuevo, que nos toca de cerca a nosotros, porque hasta ahora, el “misterio
de la fe”, es una acción eminentemente divina; sin embargo, ahora, dice Juan
Pablo II, hay algo que nos pertenece a nosotros, y que es necesario para que “la
eficacia salvífica del sacrificio (de Jesús) se realice plenamente”, y ese
algo, es la libre decisión nuestra de entrar en comunión con nuestro Dios que se
nos ofrece como Pan de vida eterna en el altar. Dice así Juan Pablo II: “La
eficacia salvífica del sacrificio se realiza plenamente cuando se comulga
recibiendo el Cuerpo y la Sangre del Señor. De por sí, el sacrificio
eucarístico se orienta a la íntima unión de nosotros, los fieles, con Cristo
mediante la comunión: le recibimos a Él
mismo, que se ha ofrecido por nosotros; su Cuerpo, que Él ha entregado por
nosotros en la Cruz; su Sangre, “derramada por muchos para perdón de los
pecados” (Mt 26, 28). Recordemos sus palabras: “Lo mismo que el Padre,
que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá
por mí” (Jn 6, 57). Jesús mismo nos asegura que esta unión, que Él pone
en relación con la vida trinitaria, se realiza efectivamente”[3].
El Santo Padre nos quiere decir que
hasta aquí, Dios ha puesto todo de su parte; pero ahora, somos nosotros los que
debemos poner de nuestra parte, para que la salvación se lleve verdaderamente a
cabo, y es el que deseemos ser salvos por Cristo Jesús; que deseemos entrar en
comunión con Él, y para eso, debemos aceptarlo como nuestro Salvador, y debemos
unirnos a Él en su Cuerpo sacramental, para recibir el don de su Espíritu. Es
decir, debemos mostrar, con nuestro libre albedrío, que queremos unirnos a Él
-en estado de gracia, por supuesto- y recibir su Cuerpo sacramentado, para
recibir el don de su Espíritu -en realidad, ver acrecentado el don del
Espíritu, ya recibido en el bautismo-, para que la salvación sea eficaz, porque
la salvación no es algo "automático", desde el momento en que somos
seres libres -Dios y nosotros- los que entramos en comunión, en unión común, de
vida y de amor: "”Así, con el don de su cuerpo y su sangre, Cristo
acrecienta en nosotros el don de su Espíritu, infundido ya en el Bautismo e
impreso como 'sello' en el sacramento de la Confirmación”[4].
Por último, el Santo Padre sostiene
que, por la liturgia eucarística, nos unimos, misteriosamente, a la liturgia de
los cielos, puesto que la liturgia eucarística es como una “ventana” -un “resquicio”,
dice el Santo Padre-, que desde el cielo se abre sobre la tierra. De esta
manera, el Santo Padre nos recuerda al profeta Isaías cuando exclama a Dios,
suplicándole, que se digne rasgar los cielos –“Si rasgaras los cielos y
descendieras”[5]-;
el profeta, contemplando la majestuosa hermosura de Dios, ha quedado desolado,
al compararla con la realidad de este mundo, y es por eso que clama, implora,
suplica, que Dios, con su belleza inabarcable, se digne "rasgar los
cielos", y descender: "Si rasgaras los cielos y descendieras". A
este profeta nos recuerda el Santo Padre en este párrafo de Ecclesia de
Eucharistia: "Cuando nosotros celebramos el sacrificio del Cordero,
nos unimos a la liturgia celestial; la Eucaristía es verdaderamente un
resquicio del cielo que se abre sobre la tierra. Es un rayo de gloria de la
Jerusalén celestial, que penetra en las nubes de nuestra historia y proyecta su
luz"[6].
Sin embargo, tal vez, siendo un poco
osados, podemos ir un poco más allá de las palabras del Santo Padre, y podemos
decir que, cuando celebramos la liturgia del Cordero, es decir, la Santa Misa,
Dios ha escuchado al profeta, y ha rasgado los cielos, y ha descendido con su
incomparable majestad y hermosura, porque desciende, desde los cielos, el Maná
verdadero, la Eucaristía, y puesto que la Eucaristía es Nuestro Señor
Jesucristo, es decir, Dios Hijo en Persona, más que "un rayo de la
Jerusalén celestial", y más que "un resquicio del cielo",
podemos decir, sin temor a equivocarnos, que la Eucaristía es muchísimo más que
eso, porque la Eucaristía es el Cordero en Persona, y el Cordero es la
"Lámpara de la Jerusalén celestial" (cfr. Ap 21, 22) y es el
Dios Tres veces Santo, a quien los cielos mismos no pueden contener.
La Eucaristía es más que un resquicio del
cielo, y es más que un rayo de la Jerusalén celestial: es, como lo anuncia la
Iglesia, cual nuevo Juan Bautista en el desierto del mundo y de la historia,
desde el altar eucarístico, en el momento en el que sacerdote ministerial eleva
la Eucaristía luego de la consagración, "el Cordero de Dios que quita el
pecado del mundo"[7].
Y este Cordero se dona a sí mismo como alimento, en el Banquete celestial, la
Santa Misa, de modo que los hijos de Dios se alimentan no con un manjar
exquisito, preparado y servido por Dios Padre, para que tengan fuerzas en su
peregrinar, pro el desierto del mundo, hacia la Jerusalén celestial. Este
manjar está compuesto por platos suculentos, que no se encuentran en ningún
lugar de la tierra: la Carne del Cordero de Dios, asada en el Fuego del
Espíritu Santo, el Cuerpo glorioso de Jesús resucitado; el Pan de Vida eterna,
la Humanidad Santísima del Jesús de Nazareth, inhabitada por la divinidad, y el
Vino de la Vid verdadera, la Sangre del Hombre-Dios Jesucristo, obtenida luego
de ser triturada esta Vid en la Vendimia de la Pasión. Y este manjar, exquisito
y suculento, servido por Dios Padre para sus hijos pródigos en el Banquete
celestial, la Santa Misa, concede a quienes se alimentan de él con fe y con
amor, una vida nueva, la vida de la gracia, la vida de los hijos de Dios, que
los hace entrar en comunión con las Tres Divinas Personas de la Santísima y
augustísima Trinidad. Al alimentarse de este banquete, el cristiano vive la
vida nueva, la vida de los hijos de Dios, que no es un modo humano de vivir las virtudes, sino que es un modo de vivir en
comunión de vida más íntima con Jesús, que se dona en la Eucaristía, para que
después de unirse a Él y contemplarlo en el Amor, lo comunique por la
misericordia.
La comunión
eucarística, a su vez, es equivalente a la contemplación en el Monte Tabor, por
eso es que nos detenemos en su consideración, al reflexionar sobre el misterio
eucarístico.
El episodio del Monte
Tabor es una revelación trinitaria, que la reserva Dios para aquellos a quienes
considera sus amigos más íntimos: “Ya no os llamaré siervos...; a vosotros os
he llamado amigos, porque os he hecho y haré saber cuantas cosas oí de mi
Padre”[8].
No es propio del criado entrar en el aposento más íntimo de la familia de su
señor; y a la criatura sólo le compete de suyo honrar a Dios como a su Señor;
no ha de atreverse a echar una mirada en los misterios de Su seno y de Su
Corazón. Y si se le permite hacerlo, precisamente por ello entra en amistad con
Dios; porque solamente a los amigos suelen revelarse los misterios más íntimos[9].
Y es este misterio íntimo de la Trinidad y del futuro de gloria y felicidad que
está reservado a quienes lo sigan de cerca en la cruz, es lo que Cristo revela
en la intimidad de la comunión eucarística a los cristianos.
Así el cristiano se
levanta infinitamente por encima de los límites de su naturaleza, de su razón,
de su mezquindad; e iniciado en los misterios de su Señor, se siente llamado a los
privilegios y a las obligaciones de un amigo verdadero.
Y la exigencia es la de la
correspondencia con obras de amor, de misericordia, de compasión, de caridad,
de perdón, de amor a los enemigos, de bendición a los que los persiguen, tal
como pide Jesús en el Evangelio, de perdonar “setenta veces siete”, de
desterrar de una vez y para siempre, no solo todo odio y todo rencor, sino
absolutamente el más mínimo resquicio de enojo, para con el prójimo que es, por
algún motivo circunstancial, “enemigo” del cristiano, de manera tal, que en el
corazón del cristiano, que recibe a Jesús en la Eucaristía, solo se encuentre
Fe y Amor. No puede ser de otra manera, porque si por ser la revelación de este
misterio una prueba extraordinaria del Amor divino para con el cristiano, esto
mismo exige, de parte del cristiano, una gratitud y una correspondencia de amor
sin límites, porque al transfigurarse y revelar su gloria y su origen
trinitario, Cristo revela la plenitud de la bondad divina y la revela como
queriéndola comunicar a sus amigos. Se revela como Dios bueno no sólo por
poseer infinitos bienes, sino también infinitamente bueno por comunicarlos
completamente[10],
y así el cristiano debe corresponder, donándose completamente, en el olvido de
sí mismo –de sus pasiones-, de manera tal que su prójimo vea en él a una imagen
viviente, a una copia viva de Jesucristo, y ya no más a él.
De esta manera, de la
compañía íntima con Cristo en el Nuevo Tabor –el altar es como el Monte Tabor,
porque así como en el Tabor, Cristo manifestó su gloria para luego ocultarla
bajo su Humanida Santísima, así en el altar eucarístico, Cristo manifiesta la
gloria de su Cuerpo resucitado a los ojos de la fe, al tiempo que la oculta a
los ojos del cuerpo, bajo las especies eucarísticas- el cristiano contempla el
misterio insondable de Jesús en la Eucaristía –la Eucaristía no es un poco de
pan, sino el Hombre-Dios vivo, con su Cuerpo glorioso y resucitado, lleno de la
luz y de la vida divina, tal como se encuentra en los cielos, solo que oculto
bajo las especies eucarísticas-, recibiendo de Jesús el Amor que brota a
raudales de su Sagrado Corazón, y esa contemplación en la adoración
eucarística, es la garantía de que el cristiano, que en esta tierra y en el
tiempo adora al Cordero oculto en las especies eucarísticas, está llamado a
contemplarlo cara a cara, en la intuición inmediata de su Ser trinitario, en la
otra vida, en la eternidad, en la Bienaventuranza, tal como es en sí. La dicha
sobrenatural de la criatura en la visión intuitiva de Dios es preludiada y
anticipada por la revelación de la Trinidad en la Transfiguración del Monte
Tabor y es anticipada también en la oscuridad de la fe, en la adoración
eucarística; la fe en la Trinidad es el gozo anticipado de la intuición
bienaventurada; tiende un puente para unir el alma con el cielo; mientras mora
todavía en la tierra, la levanta al seno de Dios; la introduce en la alegría de
su Señor. Y si la bienaventuranza del mismo Dios tiene su mayor gozo en la
comunión y relación mutua de las Personas, la fe en la Trinidad ya nos da a
saborear algo de la dulzura y amabilidad más íntimas de Dios[11].
El cristiano, por lo
tanto, que contempla, en la oscuridad de la fe, la inefable majestuosidad del
Ser trinitario, y que se goza en el íntimo y silencioso diálogo de Amor que la
Trinidad de Personas establece con Él en la adoración eucarística, está llamado
a dar testimonio de esta bienaventuranza, comunicando a los demás el Amor de
Jesucristo, ante todo con el testimonio de una vida fundamentada en Cristo
Jesús, es decir, fundamentada en la pobreza de la cruz, en la castidad, en el
amor misericordioso demostrado en obras de misericordia, tanto corporales como
espirituales. El cristiano que confiesa sacramentalmente, que comulga
diariamente, que adora a la Eucaristía, está llamado a anunciar al mundo que la
felicidad plena y definitiva no está en la vida presente ni en las cosas del
mundo, sino en Dios Uno y Trino, y así lo señala el Santo Padre Juan Pablo II
al referirse a la vida consagrada:
“...la misión de la vida consagrada: señalar como meta a los demás hermanos y
hermanas, fijando la mirada en la paz futura, la felicidad definitiva que está
en Dios”[12].
Al llamado de Cristo a dar testimonio, y a la
comunicación de Su santidad que Cristo realiza al cristiano, el cristiano debe
responder con la santidad de vida[13], y la
santidad se desprende de la cruz: la pobreza de la cruz, la castidad de la
cruz, la obediencia de la cruz. Si no refleja a Cristo crucificado con su vida, el
cristiano puede considerarse un impostor, cuyo padre no es Dios, sino el
Demonio, el Padre de la mentira: “Quien dice que ama a Dios, a quien no ve,
pero no ama a su prójimo, a quien ve, es un mentiroso” (1 Jn 4, 20). Por eso, si bien el Monte Tabor es la revelación de la
gloria de Cristo como Verbo del Padre hecho carne, es también la preparación
para la cruz[14].
Cristo lleva al cristiano junto a sí en el Tabor, le revela su gloria y luego
la oculta, para que, como Él, por la cruz arribe a la resurrección[15].
[1]
Cfr. Misal Romano.
[2] Cfr. Ecclesia de Eucharistia,
Cap. 1, Eucaristía, Misterio de fe.
[3] Cfr. ibidem.
[4] Cfr. ibidem.
[5] 64, 1.
[6]
Cfr. Ecclesia de Eucaristia, Cap. 1.
[7] Cfr. Misal Romano.
[8] Jn 15, 15.
[9] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964,
136.
[10] Cfr. Scheeben, Los misterios, 137.
[11] Cfr. Scheeben, Los misterios, 138.
[12] Cfr. Juan Pablo II, Vita consecrata, 33.
[13] Cfr. Juan Pablo II, Vita consecrata, 33.
[14] Cfr. Juan Pablo II, Vita consecrata, 14.
[15] Cfr. Misal Romano, Prefacio de
la Transfiguración del Señor.
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