viernes, 26 de agosto de 2011

El misterio de la Eucaristía y el asombro de la Iglesia




(Análisis de la Carta Encíclica “Ecclesia de Eucharistia” 1)

El Santo Padre hace un análisis del misterio de la Iglesia a partir de una simple expresión, pronunciada por el sacerdote ministerial luego de la consagración: “Misterio de la fe”.

Mysterium fidei! – ¡Misterio de la fe!”. Cuando el sacerdote pronuncia o canta estas palabras, los presentes aclaman: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ¡ven Señor Jesús!”.

Con éstas o parecidas palabras, la Iglesia, a la vez que se refiere a Cristo en el misterio de su Pasión, revela también su propio misterio: Ecclesia de Eucharistia. Si con el don del Espíritu Santo en Pentecostés la Iglesia nace y se encamina por las vías del mundo, un momento decisivo de su formación es ciertamente la institución de la Eucaristía en el Cenáculo. Su fundamento y su hontanar es todo el Triduum paschale, pero éste está como incluido, anticipado, y « concentrado » para siempre en el don eucarístico. En este don, Jesucristo entregaba a la Iglesia la actualización perenne del misterio pascual. Con él instituyó una misteriosa « contemporaneidad » entre aquel Triduum y el transcurrir de todos los siglos”[1].

Luego de la consagración, el sacerdote dice: “Éste es el misterio de la fe”, y los presentes responden: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ¡ven Señor Jesús!”. Al analizar estas frases, el santo Padre Juan Pablo II sostiene que en estas frases, la Iglesia, por un lado, se refiere a Cristo en el misterio de su Pasión, porque reconoce en la Eucaristía el misterio de la Muerte en cruz y de la Resurrección del Calvario: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección”, mientras que, por otro lado, “revela su propio misterio”, que es el de provenir de la Eucaristía: “Ecclesia de Eucharistia: la Eucaristía es el misterio pascual de Cristo, la Iglesia procede del misterio pascual de Cristo, la Iglesia procede de la Eucaristía, misterio pascual de Cristo, como de su fuente.

El fundamento de la Iglesia es la Eucaristía, y en la Eucaristía está contenido todo el Triduo Pascual de Jesús, y por eso en la Eucaristía está contenida la Iglesia. ¿De qué manera está contenida en la Eucaristía el Triduo Pascual de Jesús?

Cuando Jesús instituye la Eucaristía, en la Última Cena, es decir, cuando entrega su Cuerpo en la Hostia y su Sangre en el Cáliz, lo que hace es anticipar, de modo sacramental, su misterio pascual. En la Última Cena, que es a su vez la Primera Misa de la historia, hace lo mismo que hace luego en la cruz: entrega su Cuerpo y su Sangre, en la Última Cena, en la Hostia y en el Cáliz; en el Calvario, entrega su Cuerpo y derrama su Sangre en la cruz, de modo cruento. Pero al mismo tiempo, la Última Cena y el Calvario están contenidos en la Santa Misa, porque la Santa Misa es la renovación sacramental del sacrificio de la cruz, sacrificio que fue anticipado a su vez en la Última Cena.

De esta manera, en la Última Cena están comprendidas la Santa Misa –es la Primera Misa- y el sacrificio de la cruz en el Calvario –anticipa en el tiempo el don del Cuerpo y de la Sangre de Cristo en la cruz-, y a su vez, en la Santa Misa, están contenidas la Última Cena –que es la Primera Misa- y el sacrificio cruento del Calvario, porque la Misa no es otra cosa que la renovación sacramental, incruenta, del sacrificio en cruz de Jesús, y por eso se le llama también a la Santa Misa: “Sacrificio del altar”.

Pero dijimos que en la Eucaristía está contenido todo el Triduo Pascual, de modo que comprende no sólo la muerte de Cristo, sino también la Resurrección de Cristo: lo que Cristo dona en la Última Cena, es un cuerpo vivo, y el Cuerpo que consumimos en la Eucaristía, es el Cuerpo vivo y resucitado de Jesucristo, no un cuerpo muerto. Es en la cruz en donde muere realmente el cuerpo real de Cristo, pero el Triduo Pascual se continúa con el triunfo de Cristo sobre la muerte, en la Resurrección del Domingo, la cual no sólo también está contenida en la Santa Misa, sino que se encuentra al origen de toda Misa, del mismo modo a como está en el origen de toda Misa la Última Cena, porque en la Misa se renueva el prodigio del sepulcro en el Domingo de Resurrección: en el Domingo de Resurrección, se levanta de la losa del sepulcro, por el poder divino, el Cuerpo vivo, glorioso y resucitado de Jesucristo; en la Santa Misa, se levanta, en la losa del altar, el Cuerpo vivo, glorioso y resucitado de Jesucristo en la Eucaristía.

Es a este inmenso e inescrutable misterio divino, al cual la Iglesia hace referencia cuando el sacerdote ministerial, luego de la consagración, dice: “Éste es el misterio de la fe” y este pensamiento, dice el Papa, nos debe llevar a “sentimientos de gran asombro y gratitud”[2].

La Iglesia, dice el Papa, debe estar siempre en estado de estupor, de asombro, ante el prodigio que se desarrolla en el altar, porque ahí, en el altar, está contenido el misterio Pascual de Cristo y, por lo tanto, el destino de toda la humanidad, destinataria de ese misterio: “El acontecimiento pascual y la Eucaristía que lo actualiza a lo largo de los siglos tienen una ‘capacidad’ verdaderamente enorme, en la que entra toda la historia como destinataria de la gracia de la redención. Este asombro ha de inundar siempre a la Iglesia, reunida en la celebración eucarística.

Pero el asombro debe formar parte del ser del sacerdote ministerial, antes que de cualquier otro, porque es a través de la débil voz del ministro consagrado, que el Verbo Eterno de Dios se hace Presente en el altar, convirtiendo las ofrendas del pan y del vino en su Cuerpo y la Sangre: “Pero, de modo especial, debe acompañar al ministro de la Eucaristía. En efecto, es él quien, gracias a la facultad concedida por el sacramento del Orden sacerdotal, realiza la consagración. Con la potestad que le viene del Cristo del Cenáculo, dice: “Esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros... Éste es el cáliz de mi sangre, que será derramada por vosotros”. El sacerdote pronuncia estas palabras o, más bien, pone su boca y su voz a disposición de Aquél que las pronunció en el Cenáculo y quiso que fueran repetidas de generación en generación por todos los que en la Iglesia participan ministerialmente de su sacerdocio”[3].

Es decir, cuando el sacerdote ministerial pronuncia las palabras de la consagración, a través de su boca, y a través de su voz, se vehiculiza la Voz de Dios, la Palabra del Padre, el Verbo Eterno, que convierte el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo resucitado. En otras palabras, por la vocalización de las palabras del sacerdote ministerial, es el Verbo quien obra la transubstanciación en el altar. Se puede decir que, escuchando la voz del sacerdote en la consagración, se escucha la voz del Verbo Eterno del Padre. Y esto debe sumirnos en un profundo estupor y asombro, y en una continua acción de gracias.


[1] Juan Pablo II, Carta Encíclica Ecclesia de Eucharistia, 5.

[2] Cfr. ibidem.

[3] Cfr. ibidem.

domingo, 10 de julio de 2011

Hora Santa para Hombres - Jesús cae en el torrente Cedrón



Jesús, Hombre-Dios, Rey de cielos y tierra, vengo a postrarme ante Tu Presencia para rendirte el homenaje de mi inteligencia y de mi voluntad. Estás oculto detrás de lo que parece ser pan, pero por la fe de la Santa Iglesia Católica, sé que detrás de la apariencia de pan, estás Tú en Persona, con Tu Cuerpo, Tu Alma, Tu Sangre y Tu Divinidad.

Tú te humillaste por mí en la Pasión, yo me humillo delante de ti, y junto a mi ángel custodio te digo: “Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo, Te pido perdón por los que no creen, ni esperan, ni Te adoran ni Te aman” (tres veces).

En este rato de Adoración Eucarística, quiero meditar en tu amarga Pasión, en el momento en eras conducido atado y hecho caer en el Torrente Cedrón. Tú lo sufriste por mí, es justo que lo recuerde y te lo agradezca.

(Pausa)

“Veo que todos te dejan y huyen de ti. La valentía del hombre parece haber desaparecido, frente al enemigo. Los mismos Apóstoles, el ferviente Pedro, que hace poco dijo que quería dar su vida por ti..., el discípulo predilecto, todos te abandonan y te dejan a merced de tus crueles enemigos...

Jesús mío, estás solo, y tus purísimos ojos miran a tu alrededor para ver si alguno de aquellos a quienes has hecho tanto bien, te sigue para testimoniarte su amor y para defenderte... Y al descubrir que ninguno, ninguno ha quedado fiel, sientes aún más el dolor por el abandono de tus más fieles amigos que por lo que están haciéndote tus mismos enemigos.

Jesús, que en su condición de Dios nos ve desde el Huerto de los Olivos, nos dice: "Cuántas, consagradas a Mí por el bautismo, por pequeñas pruebas o por incidentes de la vida no se ocupan de Mí y me dejan solo. Cuántas almas tímidas y cobardes, que por falta de valor y de confianza me abandonan, me dejan solo frente a mis enemigos, callando por temor y cobardía, permitiendo que reine la inmoralidad, la lascivia, la lujuria, la mentira, la violencia, el engaño, cuando no son ellas mismas quienes, voluntariamente, se internan en los oscuros caminos del pecado. ¡Qué duro es para Mí este abandono! No sólo me lloran los ojos sino que me sangra el Corazón. Te ruego que mitigues mi acerbo dolor prometiéndome que no me dejarás nunca más solo."

¡Sí, Jesús, te lo prometo, ayudado por tu gracia y en la firmeza de tu Voluntad Divina!”.

(Pausa – Oración personal en silencio)

“Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo, Te pido perdón por los que no creen, ni esperan, ni Te adoran ni Te aman” (tres veces).

“Pero mientras te dueles por el abandono de los tuyos, tus enemigos no olvidan ningún ultraje que puedan hacerte. Oprimido y atado como estás, tanto que no puedes por ti mismo dar un paso, te pisotean, te arrastran por esas calles llenas de piedras y de espinas; no hay movimiento que te hagan hacer en el que no te hagan tropezar en las piedras y herirte con las espinas... Ah Jesús mío, veo que mientras te maltratan, vas dejando tras de ti tu Sangre preciosa y los cabellos que te arrancan de la cabeza...

Jesús, Tú eres el Hombre-Dios mío, permíteme que los recoja, a fin de poder atar todos los pasos de las criaturas, que ni aun de noche dejan de herirte; al contrario, se aprovechan de la noche para herirte aún más, unos con sus encuentros, otros con placeres, con teatros y diversiones, otros se sirven de la noche hasta para llevar a cabo robos sacrílegos... Jesús mío, me uno a ti para reparar por todas estas ofensas que se hacen en la noche...

Jesús mío, Señor de cielos y tierra, mientras Tú sufres de manera indecible a mano de tus enemigos, que ven favorecida su diabólica tarea por la cobardía y el abandono de tus discípulos, aquellos a quienes concediste la gracia del bautismo, estos mismos, a quienes Tú llamaste “amigos” en la Última Cena, aprovechan las tinieblas de la noche para cometer los más horribles pecados, para los encuentros furtivos que deshonran el matrimonio, para disfrutar y gozar de los placeres carnales, para gozar sus vistas y sus oídos con espectáculos televisivos inmorales, que hacen enrojecer de vergüenza a los ángeles del cielo.

Jesús, Dios mío, concédeme la gracia de que, si en algún momento tengo la desgracia infinita de querer desviar mis pasos hacia la noche del pecado, que me acuerde de tus dolores, de tu amargura, de tu Amor, y me detenga, y vuelva sobre mis pasos, y sienta en mi alma el dolor de mis pecados, para nunca más ofenderte”.

“Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo, Te pido perdón por los que no creen, ni esperan, ni Te adoran ni Te aman” (tres veces).

(Pausa)

“Mas, oh Jesús, ya estamos en el torrente Cedrón, y los pérfidos judíos te empujan a él, y al empujarte te hacen que te golpee contra las piedras que hay ahí, y con tanta fuerza que de tu boca derramas tu preciosísima Sangre, con la cual dejas selladas aquellas piedras... Después, tirando de ti, te arrastran bajo aquellas aguas negras, las que te entran por los oídos, en la nariz y en la boca... Oh amor incomparable, quedas todo bañado y como cubierto por un manto por aquellas aguas negras, nauseabundas y frías. Y en ese estado representas a lo vivo el estado deplorable de las criaturas cuando cometen el pecado. ¡Oh, cómo quedan cubiertas por dentro y por fuera con un manto de inmundicia que da asco al Cielo y a cualquiera que pudiese verlas, de modo que atraen sobre ellas los rayos de la Divina Justicia!

Y tal vez yo, Dios mío, he quedado así cubierto con ese lodo inmundo, cuando he preferido los nauseabundos gozos del mundo, a Tu adorabilísima Sangre, a Tu adorabilísimo Corazón. ¡Cuántas veces, Dios mío, que eres arrastrado por los suelos, he sido yo, y no los judíos, quien te arrastró y te cubrió de lodo, cuando prefería el fútbol, el descanso, el placer mundano, a acudir a recibir Tu Sacratísimo Cuerpo y Sangre en la Eucaristía del Domingo!

¡Cuántas veces he arrojado por la cara a Dios Padre el don de su Amor, Tú en la Eucaristía, por preferir el placer mundano a la Misa dominical!

En cada enojo, en cada ira, en cada mentira, en cada robo, en cada soborno, en cada impureza de vista y de tacto, te arrojo una y mil veces sobre el torrente Cedrón, con furia deicida, y te cubro de lodo y de agua helada, y te hago sangrar la boca al golpearte cuando caes. Y Tú, Dios mío, en vez de dar curso a la Divina Justicia, sufres todo por mi salvación.

Oh Dios de mi vida, ¿puede haber amor más grande? Para despojarnos de este manto de inmundicia permites que tus enemigos –entre los cuales estoy yo- te hagan caer en ese torrente, y para reparar por los sacrilegios y las frialdades de las almas que te reciben sacrílegamente y que te obligan a que entres en sus corazones, peores que el torrente, y que sientas toda la náusea de sus almas, permites que esas aguas penetren hasta en tus entrañas, tanto que tus enemigos, temiendo que te ahogues, y queriendo reservarte para mayores tormentos, te sacan fuera... pero causas tanta repugnancia que ellos mismos sienten asco de tocarte.

Jesús, ya estás fuera del torrente, y te veo empapado por esta agua repugnante. Veo que por el frío tiemblas de pies a cabeza; miras a tu alrededor buscando con los ojos, lo que no haces con la voz, uno al menos que te seque, que te limpie y te caliente..., pero en vano; no hay nadie que se mueva a compasión por ti; los tuyos te han abandonado, y la dulce Madre está lejos porque así lo dispone el Padre...

Pero estoy aquí, Jesús, al lado tuyo, arrepentido por mis iniquidades. Quiero consolarte, prometiéndote que jamás volveré a dirigir mis pasos en dirección del pecado. Aquí me tienes, Jesús, quiero llorar mis pecados; quiero pedirte la gracia de morir antes de cometer un pecado mortal. Dame la muerte, oh Dios mío, haz que deba ser sepultado en la tierra, haz que mi corazón deje de latir y que yo deje de respirar para siempre, antes que volver a empujarte, a insultarte, a golpearte, a cubrirte de lodo inmundo…

Jesús mío, quiero reparar mis ofensas y las ofensas de todos los hombres y empeñar mi vida junto con la tuya para salvar a todas las almas; quiero ofrecerte mi corazón como lugar de reposo, para poderte reconfortar en alguna forma por las penas que has sufrido hasta aquí...”.

Oración final: “Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo, Te pido perdón por los que no creen, ni esperan, ni Te adoran ni Te aman” (tres veces).

(Texto modificado de Luisa Piccarreta, Las Horas de la Pasión).

viernes, 8 de julio de 2011

El golpe que hace sangrar a Jesús



Si viéramos a alguien que golpea con furia a otro, sin motivo alguno, en la cabeza, y lo hace sangrar; ¿no pensaríamos que ese alguien es un ser desequilibrado y malvado? Y si el que recibe el golpe y queda sangrando, no sólo nunca le hizo nada al que lo golpeó, sino al contrario, le dio muestras de su amor y de su perdón; ¿no pensaríamos que el que lo golpea es un ser desagradecido, además de malvado?

Y si el que golpea, además de hacerlo sin motivo alguno, lo hace además con saña, golpeando repetidas veces, una y otra vez, ¿no diríamos que además de ser un malvado, ha perdido la cabeza, se ha vuelto irremediablemente loco? Si el que recibe el golpe estuviera completamente desarmado, fuera completamente inocente, y no respondiera a las agresiones que le provocan las heridas sangrantes, a pesar de poder responder con creces la agresión, ¿no admiraríamos su paciencia, y su capacidad de tolerar lo que es intolerable? Si viéramos a alguien dar bastonazos a otro por la cabeza, ¿no correríamos a detener al agresor, y no buscaríamos de reducirlo para entregarlo a la justicia?

El agresor, que golpea a un inocente con saña, con maldad y como enceguecido y sin razón, somos nosotros, que cuando cometemos un pecado, herimos a Jesús. Con nuestros pecados, colocamos una y otra vez la corona de espinas de Jesús, y le hacemos brotar tanta sangre de su cuero cabelludo, que la sangre se desliza por su frente, por sus ojos, por sus labios, por sus manos.

La imagen sangrante del Oratorio debe llevarnos a considerar la maldad de nuestros pecados, que hieren al Sagrado Corazón, y la bondad infinita del Hombre-Dios, que a pesar de nuestra ciega maldad, quiere salvarnos.

martes, 21 de junio de 2011

El asombro ante el Cristo sangrante del Oratorio



¿Qué es lo que diferencia un día rutinario de un día especial? La diferencia es que en la rutina no hay asombro: todo es igual, todo da lo mismo, todo sucede según la rutina prevista, todo acontece según lo planeado, todo pasa según el horario establecido.

Creemos que un día es igual a otro, porque preparamos las cosas, y todo sucede de acuerdo al horario previsto y en el tiempo previsto, pero no nos damos cuenta que un día de veinticuatro horas, si sucede, si se da en su totalidad, es porque interviene la liberalidad de Dios: es Dios, quien con su libertad divina, permite que transcurran los segundos, los minutos, las horas, los días.

Es Dios Uno y Trino quien, con su libertad, decide que el día de hoy sea igual al de ayer en la duración de las horas. Es por la libertad y el amor de Dios que tenemos un día al cual le sucede la noche, y una noche a la cual le sucede el día. Él es el dueño del ser, del universo y del tiempo, porque es su Creador: Dios Uno y Trino creó el Universo, y con él el tiempo, y si todo se mantiene y se sostiene y continúa sin cambios, es porque Dios mantiene el universo en el ser, por puro amor. Si no se considera, impactado por el asombro, al día que inicia como un don de Dios Trinidad, entonces el día transcurrirá tal como lo teníamos pensado, sin ninguna novedad.

Será un día rutinario, como tantos otros, un día que no de lugar ni al asombro ni a la admiración, uno más entre tantos otros.

Es necesaria la capacidad de asombro en lo rutinario; es necesaria la capacidad de admiración ante lo cotidiano, porque quien no se asombra, quien tiene anestesiada su capacidad de asombro, se encontrará de frente con un milagro asombroso, venido del cielo, y seguirá de largo.

Quien ha perdido la capacidad de asombro, se encontrará con que una imagen de Nuestro Señor efunde sangre, y será como si nada hubiera visto.

Quien pierde la capacidad de asombro, asiste a Misa, y no se conmueve interiormente por el milagro más asombroso que jamás pueda darse, la conversión del pan y del vino en el cuerpo y la sangre de Cristo, y su comunión será una comunión rutinaria, una más entre tantas.

Por el contrario, la gracia del asombro abre paso al estupor, y el estupor, a la adoración.

lunes, 13 de junio de 2011

La corona de espinas del Sagrado Corazón



La cabeza es el lugar en donde simbólicamente se originan los pensamientos, puesto que allí es donde se aloja el cerebro, por cuyo funcionamiento toman forma y actualidad los pensamientos. Como tal, la cabeza es, junto con el corazón, sede de la voluntad y del querer, el motor del espíritu. Incluso podría darse cierta preeminencia a la cabeza, porque de un pensamiento puede originarse un deseo, y de ambos, la acción; aunque a veces sucede lo contrario: primero viene el mal deseo, luego el mal pensamiento, y por último la mala acción.

Es por esto que la coronación de espinas de Nuestro Señor, llevada a cabo en la cabeza, no es casual, y tiene un sentido salvífico y sobrenatural: Jesús se deja coronar de espinas en la cabeza porque esta es el origen de nuestra vida espiritual, ya que allí se originan los pensamientos, y de los pensamientos seguirán los sentimientos, y de acuerdo a estos el obrar. La coronación de espinas tiene un sentido salvífico sobrenatural, porque Jesús se deja coronar en su cabeza no para que Él no tuviera malos pensamientos, lo cual es imposible de toda imposibilidad, ya que Él es el Hombre-Dios, y como tal, es el Cordero Inmaculado, sin mancha de pecado, sino para que nosotros, que somos quienes tenemos malos pensamientos, y en consecuencia, malos deseos, no solo no tengamos malos pensamientos y deseos, sino para que tengamos pensamientos y deseos santos y puros, tal como Él los tuvo en la Pasión y en la cruz.

Al ver su cabeza sangrante, pensemos entonces en su infinito Amor por los hombres, porque fue por ellos, por su salvación, que se dejó coronar de espinas. Al ver su cabeza sangrante, pidamos la gracia de tener pensamientos y deseos santos y puros, y meditemos en el Amor infinito del Sagrado Corazón, que por nuestra salvación se deja coronar de espinas en la cabeza.

lunes, 6 de junio de 2011

Oración a Jesús en el Sagrario



Oración a Jesús en el Sagrario
Santa Teresita del Niño Jesús
¡Oh Dios escondido en la prisión del sagrario!, todas las noches vengo feliz a tu lado para darte gracias por todos los beneficios que me has concedido y para pedirte perdón por las faltas que he cometido en esta jornada, que acaba de pasar como un sueño...

¡Qué feliz sería, Jesús, si hubiese sido enteramente fiel! Pero, ¡ay!, muchas veces por la noche estoy triste porque veo que hubiera podido responder mejor a tus gracias... Si hubiese estado más unida a ti, si hubiera sido más caritativa con mis hermanas, más humilde y más mortificada, me costaría menos hablar contigo en la oración.

Sin embargo, Dios mío, lejos de desalentarme a la vista de mis miserias, vengo a ti confiada, acordándome de que "no tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos". Te pido, pues, que me cures, que me perdones, y yo, Señor, recordaré que "el alma a la que más has perdonado debe amarte también más que las otras..." Te ofrezco todos los latidos de mi corazón como otros tantos actos de amor y de reparación, y los uno a tus méritos infinitos. Y te pido, divino Esposo mío, que seas tú mismo el Reparador de mi alma y que actúes en mí sin hacer caso de mis resistencias; en una palabra, ya no quiero tener más voluntad que la tuya. Y mañana, con la ayuda de tu gracia, volveré a comenzar una vida nueva, cada uno de cuyos instantes será un acto de amor y de renuncia.

Después de haber venido así, cada noche, al pie de tu altar, llegaré por fin a la última noche de mi vida, y entonces comenzará para mí el día sin ocaso de la eternidad, en el que descansaré sobre tu divino Corazón de las luchas del destierro... Amén.

Bendito sea Dios.
Bendito sea su Santo Nombre.
Bendito sea Jesucristo verdadero Dios y verdadero Hombre.
Bendito sea el Nombre de Jesús.
Bendito sea su Sacratísimo Corazón.
Bendito sea su Preciosísima Sangre.
Bendito sea Jesús en el Santísimo Sacramento del Altar.
Bendito sea el Espíritu Santo Consolador.
Bendita sea la Incomparable Madre de Dios la Santísima Virgen María.
Bendita sea su Santa e Inmaculada Concepción.
Bendita sea su gloriosa Asunción.
Bendito sea el Nombre de María Virgen y Madre.
Bendito sea San José su casto esposo.
Bendito sea Dios en sus Ángeles y en sus Santos.
Oh Dios, que en este sacramento admirable
nos dejaste el memorial de Tú pasión;

Te pedimos nos concedas venerar de tal modo
los sagrados misterios de Tu Cuerpo y de Tu Sangre,
que experimentemos constantemente en nosotros
el fruto de Tu redención.

Tú que vives y reinas
por los siglos de los siglos.
Amén.

miércoles, 11 de mayo de 2011

La materialización de la sangre de Jesús en una imagen

En el milagro del Oratorio,
la sangre se materializa
en una imagen de Jesús.
En la Santa Misa,
la Sangre de Jesús
aparece en el cáliz
bajo la apariencia de vino.

En el oratorio se materializa la sangre de Jesús, lo cual constituye un hecho sobrenatural, de origen celestial, ya que es imposible la explicación de la materialización por parte de los hombres. Descartado el factor humano, sólo queda la intervención divina, quien obra el prodigio, el cual consiste en la materialización de la sangre en una imagen del Divino Redentor.

La sangre se materializa, se corporaliza; es decir, en donde antes no había nada, ahora hay sangre.

El milagro debe llevarnos a pensar en la Santa Misa, pues en la Santa Misa también sucede un prodigio, como el del cuadro del Oratorio, aunque inmensamente mayor. Entre el milagro del Oratorio, y la Santa Misa, hay semejanzas y diferencias.

¿Cuáles son?

En el cuadro del Oratorio, se materializa la sangre de Jesús, la cual, desde su cabeza coronada de espinas, cae en el cáliz; en la Santa Misa se hace Presente, en su realidad de materia espiritualizada y glorificada, la Sangre del Redentor, la cual aparece, oculta bajo las apariencias del vino, en el cáliz.

En el milagro del Oratorio, la sangre se materializa sobre una imagen de Nuestro Señor en la Última Cena, en la que aparece ostentando la Hostia en su mano; en la Santa Misa, no una imagen, sino Nuestro Señor en Persona, aparece en la Sagrada Hostia, cuando luego de la consagración el sacerdote ostenta la Hostia entre sus manos.

En la imagen del milagro, Nuestro Señor muestra la Eucaristía; en la Santa Misa, se nos dona en la Eucaristía.

En el milagro, su Santísima Sangre permanece, fija, en su rostro, como testimonio de su Pasión de Amor; en la Santa Misa, su Santísima Sangre corre, desde su cabeza coronada de espinas, por todo su cuerpo, hasta caer en el cáliz, portando con ella al Amor de Dios, el Espíritu Santo.

En el milagro del Oratorio, la sangre materializada de los cielos sobre el cuerpo de metal de la imagen nos recuerda la Misericordia infinita de un Dios que no vacila en donar su vida por amor; en la Santa Misa, el Hombre-Dios, movido por su Misericordia infinita, nos dona su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad en la Eucaristía, y desde la Eucaristía nos sopla su Espíritu de Amor, el Espíritu Santo.