viernes, 26 de agosto de 2011

El misterio de la Eucaristía y el asombro de la Iglesia




(Análisis de la Carta Encíclica “Ecclesia de Eucharistia” 1)

El Santo Padre hace un análisis del misterio de la Iglesia a partir de una simple expresión, pronunciada por el sacerdote ministerial luego de la consagración: “Misterio de la fe”.

Mysterium fidei! – ¡Misterio de la fe!”. Cuando el sacerdote pronuncia o canta estas palabras, los presentes aclaman: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ¡ven Señor Jesús!”.

Con éstas o parecidas palabras, la Iglesia, a la vez que se refiere a Cristo en el misterio de su Pasión, revela también su propio misterio: Ecclesia de Eucharistia. Si con el don del Espíritu Santo en Pentecostés la Iglesia nace y se encamina por las vías del mundo, un momento decisivo de su formación es ciertamente la institución de la Eucaristía en el Cenáculo. Su fundamento y su hontanar es todo el Triduum paschale, pero éste está como incluido, anticipado, y « concentrado » para siempre en el don eucarístico. En este don, Jesucristo entregaba a la Iglesia la actualización perenne del misterio pascual. Con él instituyó una misteriosa « contemporaneidad » entre aquel Triduum y el transcurrir de todos los siglos”[1].

Luego de la consagración, el sacerdote dice: “Éste es el misterio de la fe”, y los presentes responden: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ¡ven Señor Jesús!”. Al analizar estas frases, el santo Padre Juan Pablo II sostiene que en estas frases, la Iglesia, por un lado, se refiere a Cristo en el misterio de su Pasión, porque reconoce en la Eucaristía el misterio de la Muerte en cruz y de la Resurrección del Calvario: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección”, mientras que, por otro lado, “revela su propio misterio”, que es el de provenir de la Eucaristía: “Ecclesia de Eucharistia: la Eucaristía es el misterio pascual de Cristo, la Iglesia procede del misterio pascual de Cristo, la Iglesia procede de la Eucaristía, misterio pascual de Cristo, como de su fuente.

El fundamento de la Iglesia es la Eucaristía, y en la Eucaristía está contenido todo el Triduo Pascual de Jesús, y por eso en la Eucaristía está contenida la Iglesia. ¿De qué manera está contenida en la Eucaristía el Triduo Pascual de Jesús?

Cuando Jesús instituye la Eucaristía, en la Última Cena, es decir, cuando entrega su Cuerpo en la Hostia y su Sangre en el Cáliz, lo que hace es anticipar, de modo sacramental, su misterio pascual. En la Última Cena, que es a su vez la Primera Misa de la historia, hace lo mismo que hace luego en la cruz: entrega su Cuerpo y su Sangre, en la Última Cena, en la Hostia y en el Cáliz; en el Calvario, entrega su Cuerpo y derrama su Sangre en la cruz, de modo cruento. Pero al mismo tiempo, la Última Cena y el Calvario están contenidos en la Santa Misa, porque la Santa Misa es la renovación sacramental del sacrificio de la cruz, sacrificio que fue anticipado a su vez en la Última Cena.

De esta manera, en la Última Cena están comprendidas la Santa Misa –es la Primera Misa- y el sacrificio de la cruz en el Calvario –anticipa en el tiempo el don del Cuerpo y de la Sangre de Cristo en la cruz-, y a su vez, en la Santa Misa, están contenidas la Última Cena –que es la Primera Misa- y el sacrificio cruento del Calvario, porque la Misa no es otra cosa que la renovación sacramental, incruenta, del sacrificio en cruz de Jesús, y por eso se le llama también a la Santa Misa: “Sacrificio del altar”.

Pero dijimos que en la Eucaristía está contenido todo el Triduo Pascual, de modo que comprende no sólo la muerte de Cristo, sino también la Resurrección de Cristo: lo que Cristo dona en la Última Cena, es un cuerpo vivo, y el Cuerpo que consumimos en la Eucaristía, es el Cuerpo vivo y resucitado de Jesucristo, no un cuerpo muerto. Es en la cruz en donde muere realmente el cuerpo real de Cristo, pero el Triduo Pascual se continúa con el triunfo de Cristo sobre la muerte, en la Resurrección del Domingo, la cual no sólo también está contenida en la Santa Misa, sino que se encuentra al origen de toda Misa, del mismo modo a como está en el origen de toda Misa la Última Cena, porque en la Misa se renueva el prodigio del sepulcro en el Domingo de Resurrección: en el Domingo de Resurrección, se levanta de la losa del sepulcro, por el poder divino, el Cuerpo vivo, glorioso y resucitado de Jesucristo; en la Santa Misa, se levanta, en la losa del altar, el Cuerpo vivo, glorioso y resucitado de Jesucristo en la Eucaristía.

Es a este inmenso e inescrutable misterio divino, al cual la Iglesia hace referencia cuando el sacerdote ministerial, luego de la consagración, dice: “Éste es el misterio de la fe” y este pensamiento, dice el Papa, nos debe llevar a “sentimientos de gran asombro y gratitud”[2].

La Iglesia, dice el Papa, debe estar siempre en estado de estupor, de asombro, ante el prodigio que se desarrolla en el altar, porque ahí, en el altar, está contenido el misterio Pascual de Cristo y, por lo tanto, el destino de toda la humanidad, destinataria de ese misterio: “El acontecimiento pascual y la Eucaristía que lo actualiza a lo largo de los siglos tienen una ‘capacidad’ verdaderamente enorme, en la que entra toda la historia como destinataria de la gracia de la redención. Este asombro ha de inundar siempre a la Iglesia, reunida en la celebración eucarística.

Pero el asombro debe formar parte del ser del sacerdote ministerial, antes que de cualquier otro, porque es a través de la débil voz del ministro consagrado, que el Verbo Eterno de Dios se hace Presente en el altar, convirtiendo las ofrendas del pan y del vino en su Cuerpo y la Sangre: “Pero, de modo especial, debe acompañar al ministro de la Eucaristía. En efecto, es él quien, gracias a la facultad concedida por el sacramento del Orden sacerdotal, realiza la consagración. Con la potestad que le viene del Cristo del Cenáculo, dice: “Esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros... Éste es el cáliz de mi sangre, que será derramada por vosotros”. El sacerdote pronuncia estas palabras o, más bien, pone su boca y su voz a disposición de Aquél que las pronunció en el Cenáculo y quiso que fueran repetidas de generación en generación por todos los que en la Iglesia participan ministerialmente de su sacerdocio”[3].

Es decir, cuando el sacerdote ministerial pronuncia las palabras de la consagración, a través de su boca, y a través de su voz, se vehiculiza la Voz de Dios, la Palabra del Padre, el Verbo Eterno, que convierte el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo resucitado. En otras palabras, por la vocalización de las palabras del sacerdote ministerial, es el Verbo quien obra la transubstanciación en el altar. Se puede decir que, escuchando la voz del sacerdote en la consagración, se escucha la voz del Verbo Eterno del Padre. Y esto debe sumirnos en un profundo estupor y asombro, y en una continua acción de gracias.


[1] Juan Pablo II, Carta Encíclica Ecclesia de Eucharistia, 5.

[2] Cfr. ibidem.

[3] Cfr. ibidem.

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