Si viéramos a alguien que golpea con furia a otro, sin motivo alguno, en la cabeza, y lo hace sangrar; ¿no pensaríamos que ese alguien es un ser desequilibrado y malvado? Y si el que recibe el golpe y queda sangrando, no sólo nunca le hizo nada al que lo golpeó, sino al contrario, le dio muestras de su amor y de su perdón; ¿no pensaríamos que el que lo golpea es un ser desagradecido, además de malvado?
Y si el que golpea, además de hacerlo sin motivo alguno, lo hace además con saña, golpeando repetidas veces, una y otra vez, ¿no diríamos que además de ser un malvado, ha perdido la cabeza, se ha vuelto irremediablemente loco? Si el que recibe el golpe estuviera completamente desarmado, fuera completamente inocente, y no respondiera a las agresiones que le provocan las heridas sangrantes, a pesar de poder responder con creces la agresión, ¿no admiraríamos su paciencia, y su capacidad de tolerar lo que es intolerable? Si viéramos a alguien dar bastonazos a otro por la cabeza, ¿no correríamos a detener al agresor, y no buscaríamos de reducirlo para entregarlo a la justicia?
El agresor, que golpea a un inocente con saña, con maldad y como enceguecido y sin razón, somos nosotros, que cuando cometemos un pecado, herimos a Jesús. Con nuestros pecados, colocamos una y otra vez la corona de espinas de Jesús, y le hacemos brotar tanta sangre de su cuero cabelludo, que la sangre se desliza por su frente, por sus ojos, por sus labios, por sus manos.
La imagen sangrante del Oratorio debe llevarnos a considerar la maldad de nuestros pecados, que hieren al Sagrado Corazón, y la bondad infinita del Hombre-Dios, que a pesar de nuestra ciega maldad, quiere salvarnos.
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