miércoles, 13 de septiembre de 2017

Hora Santa y Santo Rosario meditado en reparación por gravísima profanación a la Eucaristía en Alcalá de Henares, España 080917


         Inicio: ofrecemos esta Hora Santa y el rezo del Santo Rosario meditado en reparación por una “gravísima profanación a la Eucaristía”, ocurrida en Alcalá de Henares, España, el pasado 8 de septiembre del corriente año. La información acerca de tan lamentable episodio se puede encontrar en el siguiente enlace: https://infovaticana.com/2017/09/08/denuncian-una-gravisima-profanacion-una-parroquia-alcala-henares/
         Basaremos nuestras meditaciones en la Carta Apostólica Mane Nobiscum del Santo Padre Juan Pablo II. Como siempre lo hacemos, pediremos por nuestra conversión, la de nuestros seres queridos, la de quienes cometieron tan horrible sacrilegio y la conversión del mundo entero.
           Nos unimos al pedido de reparación realizado por el obispo de la diócesis, Monseñor Reig Plá: “El obispo de Alcalá de Henares, Juan Antonio Reig Plá, ha manifestado su gran dolor por esta grave profanación y ha pedido oraciones en reparación por este acto y por quienes lo han cometido, para que se arrepientan, pidan perdón y devuelvan las formas consagradas, los santos óleos y los objetos robados”.

Oración inicial: “Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo. Te pido perdón, por los que no creen, ni esperan, ni te adoran, ni te aman” (tres veces).

“Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo os ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, Presente en todos los sagrarios del mundo, en reparación por los ultrajes, sacrilegios e indiferencias con los cuales Él mismo es continuamente ofendido. Por los infinitos méritos de su Sacratísimo Corazón y los del Inmaculado Corazón de María, os pido la conversión de los pobres pecadores. Amén”.

Canto inicial: “Cantemos al Amor de los amores”.

         Inicio del rezo del Santo Rosario (misterios a elección). Primer Misterio.

         Meditación.

         En la misma tarde de la resurrección, el Señor Jesús, glorioso y resucitado, se apareció a los discípulos de Emaús. Estos, aunque aún no lo había reconocido –lo habían tratado de “forastero”-, le piden que “se quede con ellos, porque atardece y el día ya se acaba” (cfr. Lc 24, 29). No lo reconocían, pero ya habían experimentado el “ardor del corazón” cuando Él les explicaba las Escrituras. Jesús acepta y luego, en el transcurso de la Santa Misa, cuando Jesús realiza el acto de partir el pan, infunde su Espíritu en sus mentes y corazones, de manera tal que ahora sí lo reconocen como al Señor Jesús, muerto en cruz y resucitado. Con nosotros, que transcurrimos la existencia terrena en el espacio y tiempo de la historia de la humanidad, Jesús no se nos aparece como a los discípulos, esto es, con aspecto visible y glorioso; sin embargo, está con nosotros, vivo, resucitado, glorioso, en la Eucaristía. En cada Santa Misa, Jesús –en la persona del sacerdote ministerial- “parte el pan” para nosotros, y se nos dona todo Él, con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, en el Pan Vivo bajado del cielo, el Verdadero Maná celestial, la Santa Eucaristía. Y al igual que con los discípulos de Emaús, que al partir el Pan infundió en ellos el Espíritu Santo, quien les permitió reconocerlo en su Humanidad gloriosa y resucitada, de la misma manera, en la Santa Misa, al partir el Pan consagrado, la Hostia bendita, Jesús sopla también sobre nosotros su Espíritu Santo, de manera que seamos capaces de reconocerlo, aunque oculto a los ojos del cuerpo, vivo, glorioso y resucitado, con los ojos del alma, iluminados por la luz de la fe. Por la Eucaristía, Jesús no solo “se queda con nosotros”, como hizo con los discípulos de Emaús, sino que se queda en nosotros, cuando en estado de gracia lo recibimos, con fe, con amor y piedad, en la comunión eucarística, como “Pan Vivo bajado del cielo” (Jn 6, 51), concediéndonos en prenda la vida eterna y dándonos a pregustar, ya desde la tierra, el manjar celestial del banquete eterno propio del Reino de los cielos[1].

         Silencio para meditar.

Padrenuestro, diez Ave Marías, Gloria.

Segundo Misterio del Santo Rosario.

Meditación.

         En la Eucaristía, que es el culmen y la fuente de la vida cristiana, el centro y el corazón de la Iglesia, de donde brota la gracia que se distribuye por los sacramentos al Cuerpo Místico de Cristo, así como del corazón del hombre brota la sangre que se distribuye por el cuerpo por medio de arterias, la Iglesia se nutre de la vida divina que brota del Ser divino trinitario del Señor, vida que es Amor Eterno y que palpita en el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús. Jesús Eucaristía es el centro no solo de la Iglesia, sino de la humanidad, porque todo fue creado por Él, en Él, para Él, y todo se recapitula en Él[2], en su Santo Sacrificio de la Cruz, renovado sacramental e incruentamente cada vez en la Santa Misa, que por eso es llamada Santo Sacrificio del Altar. Jesús Eucaristía es el centro de la historia de la Iglesia y de la humanidad, porque con su muerte y resurrección, inaugura una Nueva Era para la Iglesia y para la humanidad, la era de los hijos de Dios, los hijos de la luz; la era de aquellos que, incorporados a la Iglesia por el Bautismo sacramental, se convierten en hijos adoptivos de Dios, en hermanos de Cristo y en herederos del Reino. Así como Jesús, muerto y resucitado, es el centro de la Iglesia y la humanidad, así el Domingo es el centro de la vida del cristiano, porque todo Domingo participa del Domingo de Resurrección, resurrección que constituye el sello del triunfo definitivo, total, absoluto y para siempre, obtenido en la cruz por el Cordero de Dios, Cristo Jesús. Porque todo Domingo participa del Domingo de Resurrección –el Pan Eucarístico es el Cuerpo de Jesús resucitado, vivo y glorioso que resurge victorioso al amanecer del tercer día-, está iluminado por la Luz Increada que resplandeció en el sepulcro, disipando las tinieblas y colmando el sepulcro con una luz más brillante que miles de soles juntos. Y esa luz inefable, que proviene del Ser trinitario de Jesús, Persona Segunda de la Trinidad, se oculta a los ojos del cuerpo en la Eucaristía, pero se revela a los ojos del alma por la comunión eucarística. Ésta es la razón por la cual el Domingo es el día-símbolo de la eternidad; es el Dies Domini, el Día del Señor Jesús, muerto y resucitado, que renovando incruenta y sacramentalmente su sacrificio en cruz, nos dona no su Cuerpo muerto en la cruz, sino su Cuerpo vivo, lleno de la luz, de la gloria y del Amor divino en la Eucaristía.

          Silencio para meditar.

Padrenuestro, diez Ave Marías, Gloria.

Tercer Misterio del Santo Rosario.

Meditación.

         La Eucaristía es un misterio de luz[3], porque la Eucaristía es Jesús vivo, resucitado, glorioso, que ha triunfado de la muerte y ha vencido al Demonio y al pecado, de una vez y para siempre por su sacrificio en cruz. Y este sacrificio en cruz es renovado cada vez, incruenta y sacramentalmente, en la Santa Misa, por lo que la Misa es también un misterio de luz, el misterio de luz por excelencia. Jesús se presenta a sí mismo como “luz del mundo” (cfr. Jn 8, 12), y es verdad que Jesús es luz, pero no es una luz creada; no es una luz creatural, como la luz del sol o la luz que da el fuego: Jesús es la Luz Increada, puesto que es Dios, es la Segunda Persona de la Trinidad y es propio de su Ser divino trinitario el ser luz. Jesús es luz, y es una luz Viviente, que da vida divina a quien ilumina, además de comunicar el Amor de Dios a quien Él desea iluminar. Es esta luz divina, que brota de su naturaleza la divina, la que se deja ver a través de su naturaleza humana en el Monte Tabor, en la Transfiguración, y luego en el Santo Sepulcro, el día de la Resurrección. Pero esta luz también se deja ver, aunque no a los ojos del cuerpo, pero sí a los ojos de la fe, en el Nuevo Monte Tabor, el Altar Eucarístico, en donde Jesús renueva su Pasión, Muerte y Resurrección, para entregarse como Pan de Vida eterna en la Eucaristía. Esta luz Increada se revela a los ojos de la fe en la Eucaristía, porque allí resplandece el Cordero de Dios, Jesucristo, con su Cuerpo glorificado, lleno de la luz y de la vida divina, el mismo Cuerpo glorificado, con la misma luz y la misma vida divina con la que, triunfante, resucitó al tercer día, derrotando a la muerte, al demonio y al pecado. Por esta razón, el Altar Eucarístico es el Nuevo Santo Sepulcro, en donde el Hombre-Dios, luego de renovar incruenta y sacramentalmente su Sacrificio en Cruz, se dona a Sí mismo, con su Cuerpo glorioso y resucitado, en la Eucaristía. Jesús deja libre el Santo Sepulcro, el Domingo de Resurrección, al resucitar, para ocupar, con su Cuerpo vivo y glorioso, el Altar Eucarístico, cada Domingo, cada Santa Misa. Y así como iluminó al mundo y a la Iglesia desde el sepulcro, con la luz divina de su Ser trinitario el Domingo de Resurrección, así ilumina las almas, con esa misma luz divina, desde la Eucaristía, Fuente de Vida divina y Luz Increada en sí misma.

         Silencio para meditar.

Padrenuestro, diez Ave Marías, Gloria.

Cuarto Misterio del Santo Rosario.

Meditación.

         La Eucaristía es el alimento del alma, un alimento super-substancial, que al tiempo que nutre al alma, la deleita con un sabor exquisito, celestial, porque aquello con que el alma se alimenta, al comulgar, es la Carne del Cordero de Dios, su Cuerpo glorificado y resucitado, y la Sangre de su Corazón traspasado, que contiene el Amor de Dios: “Mi carne es verdadera y comida y mi sangre es verdadera bebida” (Jn 6, 55). La Eucaristía no es un alimento terreno, sino celestial; es un pan, pero un Pan Nuevo, hecho con el grano de trigo caído en tierra y molido en la Pasión, Cristo Jesús; es el Pan que ha sido cocido con el Fuego del Divino Amor, el Espíritu Santo, en el horno ardiente que es el Corazón mismo de Dios Uno y Trino; es el Verdadero Maná bajado del cielo, que alimenta nuestras almas en el peregrinar, por el desierto de la historia y de la vida humana, a la Jerusalén celestial, en el Reino de Dios; es un Pan que parece pan pero no lo es, porque es la Carne del Cordero de Dios, asada en el Fuego del Divino Amor, el Espíritu Santo; es un Pan que solo exteriormente se asemeja al pan material y terreno, porque es un Pan venido del cielo, que contiene el Ser divino trinitario y por esto mismo, quien se alimenta de la Eucaristía, se alimenta con la Vida, el Amor, la Luz, la Sabiduría y la Hermosura divina que de este Ser trinitario brotan, como de una Fuente inagotable e Increada. Quien se alimenta de la Eucaristía, come manjar de ángeles; quien decide no nutrirse de la Eucaristía, condena su alma al más cruel dolor, la sed y el hambre de Dios no satisfechos, y esto aunque se sirva los más exquisitos manjares de la tierra. Quien no se alimenta de la Eucaristía, aun cuando alimente su cuerpo con banquetes terrenos inapreciables, condena a su alma al hambre más atroz, el hambre del Amor, la Luz y la Vida de Dios, Amor, Luz y Vida divina que solo la Eucaristía puede dar.

         Silencio para meditar.

Padrenuestro, diez Ave Marías, Gloria.

Quinto Misterio del Santo Rosario.

Meditación.

         Los discípulos de Emaús no reconocen a Jesús, cuando Él se les aparece en el camino, glorioso y resucitado y siguen sin reconocerlo hasta cuando Jesús “parte el pan”[4]. La fracción del Pan Eucarístico se convierte, así, en la ocasión en la que Jesús infundirá el Espíritu Santo en las mentes y corazones de los discípulos de Emaús, y será por el Espíritu Santo que lo reconocerán, a partir de entonces. Jesús resucitado estuvo en todo momento con ellos, pero solo lo reconocieron “en la fracción del Pan Eucarístico”, cuando Jesús, junto al Padre, sopla sobre ellos al Espíritu Santo. El mismo Jesús que sopló el Espíritu al partir el Pan, es el mismo Jesús que está en la Eucaristía, y es el mismo Jesús que sopla el Espíritu, con el Padre, sobre el alma de quien lo contempla y se une a Él por la fe, por el amor y por la comunión eucarística. Por esta razón, la Eucaristía es un misterio de luz, porque hasta tanto no es infundido el Espíritu Santo, el alma es incapaz de reconocer a Cristo Dios en la Hostia consagrada, como tampoco lo reconocían los discípulos de Emaús hasta la fracción del pan. Sólo cuando el Espíritu Santo, soplado en el alma por el Padre y el Espíritu Santo, en ocasión de la fracción del Pan Eucarístico en el altar, en la Santa Misa, ilumina al alma con la luz misma de Dios, solo entonces, el alma puede reconocer a Jesús en la Eucaristía, y solo entonces su corazón comienza a arder en el Amor de Dios. Hasta que no obra el Espíritu Santo, el alma vive en la oscuridad y aunque esté iluminada por el sol y por la luz creatural, ve en la Eucaristía solo un poco de pan bendecido, y la única manera de salir de esta oscuridad espiritual para poder comenzar a ver en la Eucaristía al Verbo de Dios, es el ser iluminada el alma por el Espíritu del Padre y del Hijo, soplado por ambos en la fracción del Pan del Altar.

         Oración final: “Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo. Te pido perdón, por los que no creen, ni esperan, ni te adoran, ni te aman” (tres veces).

“Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo os adoro profundamente, y os ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, Presente en todos los sagrarios del mundo, en reparación por los ultrajes, sacrilegios e indiferencias con los cuales Él mismo es continuamente ofendido. Por los infinitos méritos de su Sacratísimo Corazón y los del Inmaculado Corazón de María, os pido la conversión de los pobres pecadores. Amén”.

Canto final: “Plegaria a Nuestra Señora de los Ángeles”.




[1] Cfr. Juan Pablo II, Carta Apostólica Mane Nobiscum Domine, al Episcopado, al Clero y a los Fieles para el Año de la Eucaristía, Octubre 2004 – Octubre 2005, Introducción.
[2] Cfr. ibídem, 7.
[3] Cfr. Juan Pablo II, o. c., Cap. II.
[4] Cfr. Juan Pablo II, o. c., 14.

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