Inicio: una vez más, el objeto de fe más
preciado de los católicos, la Sagrada Eucaristía, ha sido horriblemente
profanada. Esta vez ha sucedido en Porto Alegre, Brasil, en donde, con ocasión
de una pretendida “pseudo-apertura” hacia los que “piensan distinto” (sic), se
profanó la Eucaristía, la Persona de Nuestro Señor Jesucristo, su Santísima
Madre y prácticamente toda la Fe católica. La información acerca de tan
lamentable suceso puede consultarse en el siguiente enlace:
Ofreceremos, por lo tanto, en
reparación, esta Hora Santa y el rezo del Santo Rosario meditado. Para las
meditaciones, utilizaremos la Carta Apostólica Mane Nobiscum, de Juan Pablo II,
sobre el misterio eucarístico. Pediremos por nuestra conversión, la de nuestros
seres queridos, la de quienes cometieron este horrible ultraje a la Eucaristía,
y la conversión del mundo entero.
Oración inicial: “Dios mío, yo creo,
espero, te adoro y te amo. Te pido perdón, por los que no creen, ni esperan, ni
te adoran, ni te aman” (tres veces).
“Santísima
Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo os ofrezco el Preciosísimo Cuerpo,
Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, Presente en todos los
sagrarios del mundo, en reparación por los ultrajes, sacrilegios e
indiferencias con los cuales Él mismo es continuamente ofendido. Por los
infinitos méritos de su Sacratísimo Corazón y los del Inmaculado Corazón de
María, os pido la conversión de los pobres pecadores. Amén”.
Canto
inicial: “Cantemos al Amor de los amores”.
Inicio
del rezo del Santo Rosario (misterios a elección). Primer Misterio.
Meditación.
La Eucaristía, esto es, la Presencia real, verdadera y
substancial del Señor Jesús, el Hijo de Dios encarnado, que prolonga su
Encarnación en la Eucaristía, no puede ser contemplada sino a la luz del
Espíritu Santo. Hasta tanto no sucede esta iluminación, el alma no reconoce a
Jesús Eucaristía, confundiéndolo con un trozo de pan bendecido, de manera
análoga a como los discípulos de Emaús, razonando con sus mentes y sin la luz
del Espíritu Santo, no reconocieron a Jesús resucitado que se les había
aparecido en el camino, confundiéndolo con un forastero. Sólo cuando Jesús, en
la fracción del pan, insufla sobre sus almas el Espíritu Santo, es que los
discípulos de Emaús reconocen a Jesús resucitado, al tiempo que sus corazones
arden en el Amor de Dios. Este conocimiento y amor sobrenaturales de Jesús,
dado por el Espíritu Santo, es el que se produce en el alma, en la Santa Misa,
en la fracción del Pan; hasta que no sucede esta iluminación, el alma permanece
en la oscuridad de su propia razón humana, sin poder apreciar el misterio
eucarístico. La razón es que el prodigio de la transubstanciación, milagro por
el cual, por las palabras de la consagración –“Esto es mi Cuerpo”, “Esta es mi
Sangre”-, el pan se convierte en el Cuerpo y el vino en la Sangre de Jesús, el
Hombre-Dios, no puede ser captado por la inteligencia de creatura alguna, ni
humana ni angélica, sino es revelado de lo alto, mientras que si solo se
tratara de una “trans-significación de las especies” –doctrina errónea que
afirma que la Presencia real no se entiende como material, sino como presencia
real espiritual, con lo cual el pan sigue siendo pan y el vino sigue siendo
vino, sí puede ser captado por las inteligencias creaturales. Pero creer en la
trans-significación y no en la transubstanciación, es negar la Fe católica de
veinte siglos, para reemplazarla por un credo humano, y es negar las palabras
mismas del Salvador acerca de su Presencia Eucarística. Como dice Juan Pablo
II, el hombre está siempre tentado a reducir a su propia medida la Eucaristía,
mientras que en realidad es él quien debe abrirse a las dimensiones del Misterio.
La Eucaristía es un don demasiado grande para admitir ambigüedades y reducciones”[1]. Por
esa razón, debemos siempre implorar a la Madre de la Eucaristía, María
Santísima, que nos alcance la gracia de no reducir nunca el Misterio
Eucarístico a los estrechos límites de nuestra razón, y que sea siempre el
Espíritu Santo quien nos ilumine y nos descubra los inagotables dones del
Corazón Eucarístico de Jesús.
Silencio para meditar.
Padrenuestro,
diez Ave Marías, Gloria.
Segundo
Misterio del Santo Rosario.
Meditación.
La Eucaristía, el don más preciado del Corazón de Dios
Padre, nació en la Última Cena, la Primera Misa, “la noche del Jueves Santo en
el contexto de la cena pascual”[2]. Si
bien es la anticipación incruenta y sacramental del Santo Sacrificio de la Cruz
–de hecho, es de la Cruz de donde obtiene su virtus divina- y, como tal, “tiene un sentido profunda y
primordialmente sacrificial”[3], la
Eucaristía, como dice el Papa Juan Pablo II, “nace en el ámbito de la Última
Cena, del convite pascual, lo cual nos habla acerca de la relación que Dios
quiere entablar con nosotros, el del convite”[4]. Pero
se trata de un convite absolutamente especial, desconocido para el hombre,
imposible siquiera de imaginar, porque el manjar servido en este convite,
preparado por Dios Padre para el hombre pecador, es nada menos que la Carne del
Cordero de Dios, asada en el Fuego del Espíritu Santo; el Pan de Vida eterna,
el Cuerpo resucitado y glorioso de Jesús de Nazareth, y el Vino de la Alianza
Nueva y Eterna, la Sangre del Hombre-Dios Jesucristo. Se trata de un convite
muy especial, porque el alimento que se brinda al hombre pecador proviene del
cielo, por pura gracia y misericordia divina, y aquello con lo que el alma en
gracia se nutre, es la substancia misma de su Creador, su Redentor y su
Santificador. Al revés de lo que sucede con la ingesta de alimentos terrenos,
en el Banquete Pascual que es la Santa Misa, el alimento que nutre al alma, la
substancia divina, no se convierte en parte del cuerpo del hombre que comulga,
sino que es el hombre quien, en realidad, es asimilado por Dios, desde el
momento en que, por la comunión, Dios hace partícipe al hombre de su propia
divinidad. Por el Banquete Pascual el hombre se diviniza, al ser asimilado, por
el Espíritu Santo, al Cuerpo glorioso del Redentor y, en Cristo Jesús, ser
conducido al seno del Eterno Padre.
Silencio para meditar.
Padrenuestro,
diez Ave Marías, Gloria.
Tercer
Misterio del Santo Rosario.
Meditación.
Puesto que Cristo es Dios, su Presencia real, verdadera y
substancial en la Eucaristía comprende un misterio dentro de otro misterio, y
es el de la eternidad del Ser divino trinitario, que se hace Presente en nuestro
“hoy”, en nuestro “aquí y ahora”, en nuestro tiempo terreno. La eternidad del
Ser divino trinitario comprende y abarca, misteriosamente, el pasado, el
presente y el futuro, puesto que la eternidad “penetra”, por así decirlo, en el
tiempo terreno, lo impregna de sí misma y lo conduce hacia el vértice
espacio-tiempo en el que, confluyendo el tiempo y la eternidad, el tiempo
desaparece para dar lugar a la eternidad. En efecto, la Presencia real es un
misterio porque al tiempo que “actualiza el pasado”[5] –es
la renovación incruenta y sacramental del Santo Sacrificio de la Cruz, llevado
a cabo hace veinte siglos-, se hace Presente en nuestro “hoy”, en nuestro
tiempo presente, trayéndonos a nosotros lo ocurrido hace veinte siglos, y nos
proyecta al mismo tiempo al futuro, hacia la Segunda Venida en gloria de
Jesucristo, pues su Presencia Eucarística es un anticipo, en el tiempo, de esa
Segunda Venida, constituyendo así la Eucaristía, el fundamento admirabilísimo
de la Fe, la Caridad y la Esperanza del cristiano, porque gracias al Sacrificio
del Hombre-Dios, el pasado del hombre es redimido de su pecado; por la
Presencia real el presente del hombre es santificado, y por la proyección del
Santo Sacrificio al futuro, esto es, a la eternidad, en el horizonte del hombre
aparece algo imposible siquiera de imaginar, si no hubiera sido revelado, y es
la glorificación de su cuerpo y alma si persevera hasta el final de sus días en
la fe y en las buenas obras. Al tiempo que es una respuesta al pedido de los
discípulos de Jesús –“Quédate con nosotros”-, la Presencia real es así el
cumplimiento cabal de Jesucristo realizada en el Evangelio[6],
en la plenitud de los tiempos: “Yo estaré con ustedes todos los días, hasta el
fin del mundo” (Mt 28, 20) y que
abarca todos los tiempos del hombre, pasado, presente y futuro, para
proyectarlos hacia la feliz eternidad. Esta es la razón por la cual, para el
católico, no existe la palabra “desesperación”, pues aun en medio de las
persecuciones y tribulaciones del tiempo presente, su mirada se eleva hacia la
Eucaristía, en donde su pasado pecador es redimido en la Cruz, su Presente es
santificado por la gracia que de la Eucaristía brota como de su Fuente inagotable
–Jesús es la Gracia Increada- y su futuro queda firmemente anclado en la
esperanza de la gloria futura, en la feliz bienaventuranza, la contemplación
por los siglos sin fin de Dios Uno y Trino y del Cordero.
Silencio para meditar.
Padrenuestro,
diez Ave Marías, Gloria.
Cuarto
Misterio del Santo Rosario.
Meditación.
Todo el edificio dogmático del Magisterio de la Iglesia
Católica; toda la Fe de los miembros de su Cuerpo Místico; toda la esperanza de
los bautizados; toda la caridad con la que vivieron y murieron los santos y
mártires de todos los tiempos, se fundamenta en una sola Verdad: el misterio de
la Presencia real, verdadera y substancial de Nuestro Señor Jesucristo en la
Eucaristía[7]. Esta
Presencia es “real” porque es la Presencia real por antonomasia, porque por
medio de ella el Hombre-Dios Jesucristo se Presente con su Ipsum Esse Subsistens, con su Acto de Ser divino trinitario, y por
lo tanto, con su substancia divina presente en la realidad de su Cuerpo y de su
Sangre[8]. Esta
es la razón por la cual la Fe católica nos dice que cuando estamos frente a la
Eucaristía, nos encontramos ante el más asombroso misterio de todos los
misterios asombrosos de la Iglesia Católica: delante de nuestros ojos, velados
a los ojos del cuerpo, pero “visibles” a los ojos de la Fe, se encuentra el
Cordero de Dios, Jesucristo, la Segunda Persona de la Trinidad, encarnada en el
seno purísimo de María Virgen y que asume hipostáticamente, en su Persona
divina, a la Humanidad perfectísima de Jesús de Nazareth, y que prolonga su
Encarnación, por la liturgia eucarística, en el Santísimo Sacramento del altar.
En otras palabras, y como dice el Papa Juan Pablo II, “La Fe nos pide que, ante
la Eucaristía, seamos conscientes de que estamos ante Cristo mismo”[9]. El
dogma de la Presencia real, verdadera y substancial del Hijo de Dios encarnado,
que prolonga su Encarnación en la Eucaristía, posee un sentido y valor de
eternidad que “supero todo simbolismo”. Si la Presencia de Jesús fuera solo
simbólica, como se pretende en la trans-significación, no podríamos decir -como
sí lo afirmamos por la Transubstanciación- que, ante la Eucaristía, nos
encontramos ante la Eternidad en sí misma, pues como la Eucaristía es Dios Hijo
en Persona y “Dios es su misma eternidad”, la Eucaristía es Dios Eterno, Tres
veces Santo, que se nos manifiesta de modo sublime en apariencia de pan. Por la
Transubstanciación, la Eucaristía es Dios Eterno, Cristo Jesús, que se nos
manifiesta ante nuestros ojos corporales como si fuera pan, pero ya no es más
pan, porque ese Pan Vivo, que da la vida eterna, es la Carne gloriosa y
resucitada del Cordero de Dios, asada en el Fuego del Espíritu Santo.
Silencio para meditar.
Padrenuestro,
diez Ave Marías, Gloria.
Quinto
Misterio del Santo Rosario.
Meditación.
La Eucaristía, dice Juan Pablo II, es un “gran misterio”, y
nosotros podemos agregar que es el más grandioso de todos los grandiosos
misterios de Dios. Por esta razón, la Eucaristía no solo no puede y no debe ser
celebrada de modo rutinario, mecánico, distraído, indiferente, sino que debe
ser celebrada –tanto por el sacerdote ministerial, como por parte de los
fieles-, con el más grande amor, la más grande piedad, el más grande fervor. Es
decir, no basta con celebrarla “decorosamente”, con la música litúrgica
adecuada, sino que debe ser celebrada como lo que es: el inefable misterio de
un Dios que, llevado por su Amor Eterno por los hombres, se dona a sí mismo, en
la Cruz y en la Eucaristía, con su Cuerpo, su Sangre, su Alma, su Divinidad, y
todo el Eterno Amor de su Divino Corazón. Puesto que lo que mueve a Dios a
donarse a sí mismo al hombre, no es la obligación ni la necesidad –Dios no
tiene ni la obligación de rescatarnos de nuestra malicia libremente elegida, el
pecado, ni tiene en absoluto necesidad de nosotros para Ser-, sino el Amor –el Amor
Eterno, Infinito, Incomprensible, de su Corazón de Dios Trino-, esto significa
que, en la participación de la Sagrada Liturgia Eucarística y sobre todo en el
momento de la Comunión Eucarística debemos, llevados por la Virgen, Nuestra
Señora de la Eucaristía, postrarnos ante su Presencia real y abrir el corazón
de par en par, y así recibir, con el corazón en gracia, con todo el amor del
que seamos capaces, a Jesús, el Dios de la Eucaristía.
Oración final: “Dios mío, yo
creo, espero, te adoro y te amo. Te pido perdón, por los que no creen, ni
esperan, ni te adoran, ni te aman” (tres veces).
“Santísima
Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo os adoro profundamente, y os ofrezco
el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo,
Presente en todos los sagrarios del mundo, en reparación por los ultrajes,
sacrilegios e indiferencias con los cuales Él mismo es continuamente ofendido.
Por los infinitos méritos de su Sacratísimo Corazón y los del Inmaculado
Corazón de María, os pido la conversión de los pobres pecadores. Amén”.
Canto
final: “Plegaria a Nuestra Señora de los
Ángeles”.
[1] Cfr. Juan Pablo II, Carta Apostólica Mane Nobiscum al Episcopado, al Clero y a los Fieles para el Año de
la Eucaristía Octubre 2004 – Octubre 2005, II, 14.
[2] Cfr. ibidem, 15.
[3] Congregación
para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, Instr. Redemptionis Sacramentum, sobre algunas
cosas que se deben observar o evitar acerca de la Santísima Eucaristía (25 de
marzo 2004), 38: L’Osservatore Romano,
ed. en lengua española, 30 abril 2004, 7; cit. en Juan Pablo II, Mane
Nobiscum, 15.
[4] Cfr. Mane Nobiscum, 15.
[5] Cfr. Mane Nobiscum, 16.
[6] Cfr. Mane Nobiscum, 16.
[7] Cfr. Juan Pablo II, Mane
Nobiscum, 16.
[8] Cfr. Enc. Mysterium fidei (3 de septiembre 1965), 39: AAS 57 (1965), 764; S. Congregación de Ritos, Instr. Eucharisticum mysterium, sobre el culto
del misterio eucarístico (25 mayo 1967), 9: AAS
59 (1967), 547; cit. en Juan Pablo II,
Mane Nobiscum, 16.
[9] Cfr. Mane Nobiscum, 16.
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