sábado, 19 de enero de 2013

Como en Emaús, reconozcamos a Cristo en la Eucaristía



          Los discípulos de Emaús, en la tarde de la Pascua, se alejan de Jerusalén, del lugar de la Pasión.
          Jesús se acerca a ellos para acompañarlos, pero no reconocen su Presencia: “...Jesús en Persona se acercó y caminaba con ellos, pero sus ojos estaban cerrados y eran incapaces de reconocerlo” (Lc 24, 13-35).
     Se alejan del lugar de la Pasión, es decir, se alejan de la Pasión, y se vuelven ciegos y tristes, incapaces de reconocer al Señor Resucitado.
      Ciegos, tristes, sin alegría, lejos del Señor Muerto y Resucitado y Glorioso que camina con ellos.
    ¿No somos nosotros, católicos del tercer milenio, estos discípulos de Emaús? ¿No es ésta la descripción de nuestra vida espiritual? ¿Porqué los discípulos, tristes y ciegos, no reconocen a Jesús? ¿Porqué nosotros, católicos, bautizados, no reconocemos a Jesús, resucitado, presente, vivo, glorioso, en la Eucaristía?
   Ni los discípulos reconocen a Jesús en Emaús, ni nosotros reconocemos a Jesús en la Iglesia, en la Eucaristía, por nuestro modo de ver la Pasión de Jesús[1]. Es un modo totalmente humano, que ve las cosas, los sucesos, de la vida, y, sobre todo, la vida de Jesús, desde lo bajo, desde y hacia la perspectiva humana, horizontal, sin elevar nunca los ojos para ver hacia lo alto, desde lo alto.
            Una mirada meramente humana de la religión, de la Iglesia, de Jesús, de la Misa, de la Eucaristía –incluso de nosotros mismos, en cuanto creados por Dios y re-creados por el bautismo-, nos vuelve incapaces de comprender la realidad, sea esta la natural, como la sobrenatural.
            Contemplando nuestra vida solo desde el punto de vista humano, dejando de lado al Señor Jesús que camina con nosotros, como hacen los discípulos de Emaús, nunca entenderemos gran cosa de lo que sucede, tal vez sí las cosas del plano natural, pero nada de lo relativo a la salvación, a lo sobrenatural.
            Observando humanamente el camino de la vida, es decir, la alegría, la esperanza, y también el dolor, el sufrimiento, las situaciones penosas y angustiantes, jamás podremos captarlo en su totalidad de misterio incluido en otro misterio, sobrenatural.
            Sólo bajo la luz divina de la cruz de Jesús podemos entender el sentido de la vida y de sus pruebas: el sentido del dolor, del sufrimiento, que a veces parecen insoportables; sólo en el contacto con Jesús Crucificado y Resucitado podemos entender que el dolor es un don; que la vida, sea cual sea mi vida -tal vez años vividos sin una prueba, sin un dolor, tal vez años vividos en la desgracia- es el camino que debo recorrer para ganar el Cielo, el Reino de Dios, que es la Persona de Jesús.
Sólo a la luz de la cruz de Jesús puedo ver que la vida es un camino para llegar a Él. Si miro la vida con una mirada puramente humana, siempre estaré triste, porque nuestra fuerza humana es incapaz de entender el verdadero sentido de los acontecimientos; nuestra mirada humana es incapaz de ver a Jesús, Muerto y Resucitado, que nos acompaña en cada momento, en la alegría como en el dolor.
            Tenemos necesidad de la luz divina que surge de la cruz de Jesús para que nos haga entender de dónde venimos y adónde vamos.
            Pero si  no podemos entender las cosas humanas sin la luz de Jesús, sin su luz, ni siquiera podemos barruntar ni conjeturar qué cosa sea la religión, la Iglesia, Jesús, los sacramentos, la Eucaristía.
            Tenemos necesidad de la luz divina que surge de la cruz de Jesús, para contemplar los misterios sobrenaturales en su esplendor, para no rebajar los santos misterios de nuestra religión a meras elucubraciones de nuestras mentes humanas. Necesitamos de la luz que surge de la cruz de Jesús para ver a la Iglesia no como una sociedad humana natural y religiosa de hombres que quieren alabar a Dios, no como una invención de los curas y de los laicos devotos; para ver y vivir la Misa no como un evento vacío y aburrido al que tengo que concurrir por obligación o que puedo dejar de lado si hay algo más “divertido” o más “serio” o más “importante” o más “interesante” para hacer; tenemos necesidad de la luz divina que sale de la cruz de Jesús para entender que la religión no es venir a Misa por obligación en el tiempo de Pascua, en el tiempo de Navidad, o para dejar contentos a mis padres, si soy joven o niño, o para buscar solución a mis angustias y problemas, si soy adulto.
            Tenemos necesidad de la luz divina que surge de la cruz de Cristo para entender que los sacramentos no son una etapa social, hecha a duras penas por obligación, que después de recibidos no sirven para nada, o, mejor, para lo único para lo que sirven es para hacer desaparecer a los niños y a los jóvenes de la iglesia, porque una vez recibidos, no aparecen más por ella.
            Tenemos necesidad de la luz divina que surge de la cruz de Jesús para entender que la Misa es la actualización y la renovación sacramental de la Muerte y Resurrección de Jesús, que me ofrece su Vida humano-divina para salvarme; para entender que el altar se transforma en el Calvario, el pan en Su Cuerpo y el vino en Su Sangre.
            Los discípulos de Emaús recibieron, luego de ser probados en su tristeza, en su ceguera, en su falta de fe en Jesús, el don de la fe en Jesús Resucitado, y lo reconocieron al partir el pan. Desde nuestra ceguera, nuestra tristeza y nuestra falta de fe, contemplando a Cristo Crucificado en el altar, pidamos el don de reconocerlo a Él, Presente, real y substancialmente, vivo, glorioso y resucitado, en la Eucaristía, que un rayo de su luz, desprendido de la Eucaristía, penetre, ilumine y transforme nuestro ser.


[1] Cfr. Albert Vanhoye, Per progredire nell’amore, Edizioni ADP, Roma 2001, 219ss.

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