“Felices porque véis y oís lo que otros quisieron ver
y oír y no pudieron” (cfr. Mt 13,
10-17). Jesús proclama una nueva bienaventuranza, que se suma a las del Sermón
de la Montaña :
no sólo son felices, bienaventurados, los misericordiosos, los pobres de
espíritu, los perseguidos, sino que también son felices –o bienaventurados- quienes
ven y oyen lo que muchos patriarcas y profetas quisieron ver y oír pero no
pudieron.
¿Qué es lo que los patriarcas y profetas anhelaban ver
y oír y no pudieron, en cambio, los discípulos de Jesús sí? Podríamos pensar
que los patriarcas y profetas anhelaban ver y oír los milagros del Mesías; pero
no se trata de los milagros de Jesús: los patriarcas y profetas querían ver y
oír, más que los milagros del Mesías, al Mesías en Persona.
Después de todo, era lo que más esperaban, era por el
Mesías que su existencia como patriarcas y como profetas cobraba todo su sentido
y significado, aunque sería egoísta de su parte esperar al Mesías solo para ver
confirmados sus lugares en medio del Pueblo de Israel. En realidad, a los
patriarcas y a los profetas les importaba y deseaban la llegada del Mesías no porque
los confirmaría en su calidad de patriarcas y de profetas, ya que en su
humildad, esto no les interesaba, sino que, con la llegada del Mesías, estarían
seguros de que las profecías hechas a Israel se cumplían, de que Israel sería
conducida a la Tierra
de la Paz de la
mano del Mesías.
Pero, a pesar de sus deseos, a pesar de haber sido
nombrados por Dios mismo como patriarcas y profetas, no pudieron ver al Mesías
en Persona, y en cambio, sí es eso lo que los discípulos ven: al Mesías en
Persona, y la visión del Mesías y el escuchar sus palabras es lo que los vuelve
bienaventurados o felices.
Sin embargo, Dios es inefable, y la felicidad que
describe para sus discípulos por ver y oír lo que otros quisieron pero no
pudieron, encierra mucho más de lo que ser: los discípulos ven y oyen más aún
de lo que ni siquiera sospechaban los patriarcas y los profetas, porque estos
querían ver al Mesías, y los discípulos ven al Mesías, pero ven a Alguien en
ese Mesías, y ese Alguien es el Hijo eterno de Dios Padre, encarnado en una naturaleza
humana.
Los discípulos son bienaventurados y felices no sólo
por ver al Mesías, sino por saber que este Mesías no es un hombre, sino el
Hombre-Dios, Dios Hijo encarnado, y que su palabra es la Palabra de Dios Padre, la Sabiduría eterna
encarnada en una naturaleza humana. Los discípulos son bienaventurados y
felices porque este conocimiento sobrenatural y misterioso sobre el Mesías no
viene de de una deducción de sus mentes, sino por la iluminación del Espíritu
Santo, quien los ilumina para que conozcan la verdadera identidad del Mesías,
Cristo Jesús, y conociéndolo, lo amen, y amándolo, lo adoren. Esto quisieron
ver y oír patriarcas y profetas, y no pudieron.
Esto, que hizo felices y bienaventurados a los
discípulos en tiempos de Jesús, hace bienaventurados a todos los miembros de la Iglesia , porque ese
Mesías, Cristo Jesús, está en Persona, con su ser divino, en el sacramento del
altar, que se dona como banquete celestial, como Pan de Vida eterna. Así cobra
sentido la otra bienaventuranza proclamada por la Iglesia : “Felices los
invitados al banquete celestial, al banquete del Cordero de Dios”.
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