El Concilio Vaticano II llama a la Iglesia “sacramento
universal de salvación”[1]:
en la Iglesia
Católica se ofrece a la humanidad la salvación. Ahora, puesto
que la salvación que la
Iglesia ofrece se encuentra en los sacramentos, los cuales,
según Santo Tomás, son la humanidad de Jesús[2],
entonces, la realidad salvífica es sacramental, es Jesús quien salva a través
de su humanidad, los sacramentos. En otras palabras, la Iglesia es sacramento
universal de salvación porque la
Iglesia es Cristo en su humanidad gloriosa, resucitada, unida
hipostáticamente al Verbo; es Cristo quien actúa personalmente, usando su
humanidad en los sacramentos.
La Iglesia es sacramento de salvación, la salvación
se ofrece a través de los sacramentos, la realidad salvífica es sacramental: en
los sacramentos se ofrece a los hombres la salvación de Dios, porque los
sacramentos son una derivación y están ideados por Dios sobre el modelo de Cristo,
sacramento del Padre.
Santo Tomás compara a Cristo con los
sacramentos[3]: así como los sacramentos
se constituyen por la unión de la materia y de la forma, así en Cristo se unen
en la humanidad cuerpo y alma –materia- y la divinidad –forma-, que es la Segunda persona de la
Trinidad, el Verbo. Cristo es entonces “sacramento” y, aún
más, como es el sacramento original del Padre, es sobre su modelo en el cual
Dios mismo se inspiró e ideó todos los sacramentos por los cuales se ofrece a
la humanidad la salvación.
Cristo es el sacramento del Padre para
la salvación de los hombres, y como Él con su humanidad santa y gloriosa está
presente en cada sacramento, Él es el “sacramento interior” a todo sacramento
exterior. El sacramento exterior, compuesto de cosas materiales en su aspecto
material, recibe de Cristo –a través de las palabras humanas pronunciadas por
el sacerdote ministerial- toda su capacidad para producir la gracia que
comunica a los hombres. Es Cristo quien actúa con su poder divino, comunicando
la gracia en el momento de la confección de los sacramentos. Los sacramentos
producen la gracia en modo instrumental, son un instrumento que Cristo utiliza
para producir y transmitir la gracia cada vez que los sacramentos son
producidos.
Los sacramentos se convierten así no en
simples gestos exteriores, con simbolismo subjetivo pero en sí vacíos de
contenido ontológico real. Los sacramentos son actos del Señor glorioso,
resucitado, vivo y presente en su Iglesia.
Cada sacramento es un acto de Cristo de
quien fluye, como de un manantial, la gracia divina. El contacto con el
sacramento es el contacto con su humanidad santísima.
Por eso nosotros, separadas por dos mil
años de distancia de la Pasión
del Señor, tenemos acceso a la humanidad de Cristo y a su divinidad, a través
de los sacramentos.
Por eso los sacramentos son, para
nosotros que vivimos en el tiempo, nuestro acceso y nuestro contacto físico,
directo, a la eternidad subsistente, que es Dios, Jesucristo: a través de los
sacramentos confeccionados en el tiempo accedemos a la Gracia Increada
Eterna de la Persona
divina de Jesucristo.
Si esto es válido para los sacramentos,
es más válido aún para la
Eucaristía, que es Cristo mismo en Persona.
En la Eucaristía, el ser
eterno del Verbo Encarnado ingresa en nuestro tiempo, nuestra temporalidad es
informada, penetrada por la eternidad, y así ya en esta vida mortal, tenemos
una experiencia no-sensible de la eternidad.
La Eucaristía no es sólo
acción de Cristo, como los otros sacramentos: es Cristo mismo. Él mismo, el que padeció en la cruz, se hace
presente en persona en la
Eucaristía.
Pero como Cristo es la persona eterna
del Verbo, sus actos humanos, aunque hechos en el tiempo y sujetos a la
contingencia de todo acto humano, como al mismo tiempo son actos que pertenecen
a una persona que es en sí misma la eternidad, perduran, llegan hasta nuestros
días, abarcan todos los tiempos.
Por eso en la Eucaristía, en la Misa, nuestro tiempo se hace
co-presente al tiempo de la
Pasión. De un modo misterioso pero no menos real, nos hacemos
co-presentes, somos como transportados místicamente a los pies de la cruz, de
hace dos mil años, porque la misa es la renovación del mismo y único sacrificio
de la cruz de Cristo.
En cada misa, donde se celebra la Eucaristía, subimos al
Calvario y re-vivimos la Pasión
salvífica de Jesús.
Si cada sacramento es un acto del Señor
glorioso, la Misa,
la Eucaristía,
es la Presencia
misma del Señor glorioso que realiza, en el tiempo, la Pascua eterna.
La misa es la actuación de nuestra
salvación, en cada misa participamos de la Pascua de Cristo y es esto lo que debemos pedir
como don: ver siempre, detrás del sacramento exterior, a Cristo, sacramento del
Padre, y de vivir cada misa como la actuación de nuestra salvación.
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