“Bienaventurados los que sufren... los que lloran... los que tienen hambre
y sed de justicia... los perseguidos... los pobres... los puros de corazón...”
(cfr. Lc 6, 20-26). Las
Bienaventuranzas de Jesús, proclamadas en el Sermón de la Montaña, son
incomprensibles a los ojos del mundo. El mundo no puede llamar bienaventurados
a los que sufren o a los que lloran, son desdichados; el mundo no puede llamar
bienaventurados a los que tienen hambre y sed de justicia, porque los negocios
del mundo son turbios; no puede llamar bienaventurados a los perseguidos,
porque para el mundo los bienaventurados y los cuerdos son los perseguidores de
la Iglesia de
Cristo; el mundo no puede llamar bienaventurados a los pobres, porque los
placeres del mundo se adquieren con oro y plata, cosa que los pobres, por
definición, no tienen; el mundo no puede llamar bienaventurados a los puros de
corazón, ya que las idolatrías alejan y enturbian el corazón.
Pero a los ojos de Dios, los deleites y
las bienaventuranzas del mundo son ceniza y amargura, de ahí los lamentos de
Jesús para quienes viven según el mundo y no según el Espíritu de Dios. Y por
el contrario, lo que el mundo llama desgracias, son en realidad causa de
felicidad sobrenatural para el alma.
¿Por qué? ¿Qué es lo que hace que el
sufrimiento, el llanto, la persecución, el deseo de justicia, la pobreza, la
pureza de corazón, sean causa de felicidad y de bienaventuranza? Lo que hace
que todas estas cosas den felicidad al alma, es que son una consecuencia de la
participación a la cruz de Jesús, quien es el Primer Bienaventurado.
Jesús en la cruz sufre y llora por la
redención de la humanidad; Jesús en la cruz tiene hambre y sed de justicia, de
ver honrado y glorificado el nombre de Dios en los corazones humanos; Jesús en
la cruz es pobre, ya que nada tiene; Jesús en la cruz es puro de corazón, ya que
es el Cordero Inmaculado que ofrece su cuerpo y su sangre en holocausto
agradable a Dios.
Las Bienaventuranzas constituyen la
causa de la felicidad del hombre porque quien vive las bienaventuranzas, vive
unido a la cruz de Jesús y a Jesús en la cruz. Cada fiel, cada bautizado, puede
unir su vida, su ser, su persona, con todas sus viscisitudes personales, al
sacrificio de Cristo en la cruz y en el altar, para transformar la vida
personal, la existencia personal, en una existencia y en una vida bienaventurada.
Bienaventurados quienes se unen a la cruz de Cristo, bienaventurados quienes
unen sus tribulaciones a la cruz del altar. Quien se una a la cruz de Cristo,
será bienaventurado. Esa es la Bienaventuranza que proclama Cristo desde la Montaña, y consiste en
unirse y participar de su cruz.
Pero hay otra bienaventuranza, proclamada por la Esposa del Cordero en el
altar, luego de la inmolación del Cordero en la cruz del altar:
“Bienaventurados quienes se acercan y comen la carne del Cordero de Dios”[1].
Y en esta
bienaventuranza, proclamada por la
Iglesia la bienaventuranza del altar, “Felices los invitados
al banquete celestial”[2],
se cumplen todas las demás, porque los que comen del Pan Eucarístico son pobres
de espíritu, a quienes no sacian los alimentos del mundo, vacíos de sabor y con
gusto a cenizas; los que comen el Pan del Altar tienen hambre, no tanto del
cuerpo, sino del espíritu, y son saciados abundantemente con este Pan del
cielo, con el verdadero maná enviado por el Padre; los que participan del altar,
lloran junto a Jesús y María por la salvación del mundo y por las almas, porque
el sacrificio del altar es la representación y la actualización sacramental del
sacrificio en cruz de Jesús, y Él en la cruz, junto a María al pie de la cruz,
llora amargas lágrimas de sal por el mundo y por las almas; los que comen del
Pan de Vida eterna son odiados por los ángeles caídos, quienes se consumen en
odio eterno y envidian el Amor que ingresa en las almas de los justos con este
pan, y son odiados por los hombres malvados, contaminados por el ángel caído, y
a la vez, son amados por Dios, porque Dios Padre ve en ellos la viva imagen de
su Hijo y a su Hijo en Persona, y por eso no puede no dejar de amarlos con todo
el amor de su Corazón de Padre, el Espíritu Santo.
“Felices los
invitados al banquete celestial”. La
Iglesia proclama una Nueva bienaventuranza, desde el Nuevo
Monte de las Bienaventuranzas, el altar eucarístico, que condensa y resume
todas las otras bienaventuranzas. Feliz el que se alimenta del Maná Verdadero.
“Felices los pobres,
los perseguidos a causa de la justicia, los misericordiosos, los limpios de
corazón…”, proclama Jesús desde el Monte de las Bienaventuranzas, pero también la Iglesia proclama una nueva
bienaventuranza: “Felices los invitados al banquete celestial”[3].
“Felices los
invitados al banquete celestial”, dice la Iglesia, proclamando desde el Nuevo Monte de las
Bienaventuranzas, una nueva bienaventuranza, la bienaventuranza de los hijos de
la Iglesia,
la bienaventuranza que resume y concentra en sí misma todas las
bienaventuranzas, porque no puede haber felicidad más grande que recibir
sacramentalmente al Hijo de Dios en Persona, unirse a su cuerpo resucitado por
el Espíritu, recibir su sangre, que empieza a circular con nuestra sangre, y
con su sangre, la vida eterna que brota del ser divino de la Persona del Hijo de Dios.
“Felices los
invitados al banquete celestial”. Si a partir de Jesús la felicidad radica en
la unión a Cristo crucificado, a partir de la Iglesia, la felicidad
radica en la unión a Cristo sacramentado, crucificado y resucitado en la Eucaristía.
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