miércoles, 4 de julio de 2012

La nueva bienaventuranza de la Iglesia: "Felices los invitados al banquete celestial"



“Bienaventurados los que sufren... los que lloran... los que tienen hambre y sed de justicia... los perseguidos... los pobres... los puros de corazón...” (cfr. Lc 6, 20-26). Las Bienaventuranzas de Jesús, proclamadas en el Sermón de la Montaña, son incomprensibles a los ojos del mundo. El mundo no puede llamar bienaventurados a los que sufren o a los que lloran, son desdichados; el mundo no puede llamar bienaventurados a los que tienen hambre y sed de justicia, porque los negocios del mundo son turbios; no puede llamar bienaventurados a los perseguidos, porque para el mundo los bienaventurados y los cuerdos son los perseguidores de la Iglesia de Cristo; el mundo no puede llamar bienaventurados a los pobres, porque los placeres del mundo se adquieren con oro y plata, cosa que los pobres, por definición, no tienen; el mundo no puede llamar bienaventurados a los puros de corazón, ya que las idolatrías alejan y enturbian el corazón.
         Pero a los ojos de Dios, los deleites y las bienaventuranzas del mundo son ceniza y amargura, de ahí los lamentos de Jesús para quienes viven según el mundo y no según el Espíritu de Dios. Y por el contrario, lo que el mundo llama desgracias, son en realidad causa de felicidad sobrenatural para el alma.
         ¿Por qué? ¿Qué es lo que hace que el sufrimiento, el llanto, la persecución, el deseo de justicia, la pobreza, la pureza de corazón, sean causa de felicidad y de bienaventuranza? Lo que hace que todas estas cosas den felicidad al alma, es que son una consecuencia de la participación a la cruz de Jesús, quien es el Primer Bienaventurado.
         Jesús en la cruz sufre y llora por la redención de la humanidad; Jesús en la cruz tiene hambre y sed de justicia, de ver honrado y glorificado el nombre de Dios en los corazones humanos; Jesús en la cruz es pobre, ya que nada tiene; Jesús en la cruz es puro de corazón, ya que es el Cordero Inmaculado que ofrece su cuerpo y su sangre en holocausto agradable a Dios.
         Las Bienaventuranzas constituyen la causa de la felicidad del hombre porque quien vive las bienaventuranzas, vive unido a la cruz de Jesús y a Jesús en la cruz. Cada fiel, cada bautizado, puede unir su vida, su ser, su persona, con todas sus viscisitudes personales, al sacrificio de Cristo en la cruz y en el altar, para transformar la vida personal, la existencia personal, en una existencia y en una vida bienaventurada. Bienaventurados quienes se unen a la cruz de Cristo, bienaventurados quienes unen sus tribulaciones a la cruz del altar. Quien se una a la cruz de Cristo, será bienaventurado. Esa es la Bienaventuranza que proclama Cristo desde la Montaña, y consiste en unirse y participar de su cruz.
Pero hay otra bienaventuranza, proclamada por la Esposa del Cordero en el altar, luego de la inmolación del Cordero en la cruz del altar: “Bienaventurados quienes se acercan y comen la carne del Cordero de Dios”[1].
Y en esta bienaventuranza, proclamada por la Iglesia la bienaventuranza del altar, “Felices los invitados al banquete celestial”[2], se cumplen todas las demás, porque los que comen del Pan Eucarístico son pobres de espíritu, a quienes no sacian los alimentos del mundo, vacíos de sabor y con gusto a cenizas; los que comen el Pan del Altar tienen hambre, no tanto del cuerpo, sino del espíritu, y son saciados abundantemente con este Pan del cielo, con el verdadero maná enviado por el Padre; los que participan del altar, lloran junto a Jesús y María por la salvación del mundo y por las almas, porque el sacrificio del altar es la representación y la actualización sacramental del sacrificio en cruz de Jesús, y Él en la cruz, junto a María al pie de la cruz, llora amargas lágrimas de sal por el mundo y por las almas; los que comen del Pan de Vida eterna son odiados por los ángeles caídos, quienes se consumen en odio eterno y envidian el Amor que ingresa en las almas de los justos con este pan, y son odiados por los hombres malvados, contaminados por el ángel caído, y a la vez, son amados por Dios, porque Dios Padre ve en ellos la viva imagen de su Hijo y a su Hijo en Persona, y por eso no puede no dejar de amarlos con todo el amor de su Corazón de Padre, el Espíritu Santo.
“Felices los invitados al banquete celestial”. La Iglesia proclama una Nueva bienaventuranza, desde el Nuevo Monte de las Bienaventuranzas, el altar eucarístico, que condensa y resume todas las otras bienaventuranzas. Feliz el que se alimenta del Maná Verdadero.
“Felices los pobres, los perseguidos a causa de la justicia, los misericordiosos, los limpios de corazón…”, proclama Jesús desde el Monte de las Bienaventuranzas, pero también la Iglesia proclama una nueva bienaventuranza: “Felices los invitados al banquete celestial”[3].
“Felices los invitados al banquete celestial”, dice la Iglesia, proclamando desde el Nuevo Monte de las Bienaventuranzas, una nueva bienaventuranza, la bienaventuranza de los hijos de la Iglesia, la bienaventuranza que resume y concentra en sí misma todas las bienaventuranzas, porque no puede haber felicidad más grande que recibir sacramentalmente al Hijo de Dios en Persona, unirse a su cuerpo resucitado por el Espíritu, recibir su sangre, que empieza a circular con nuestra sangre, y con su sangre, la vida eterna que brota del ser divino de la Persona del Hijo de Dios.
“Felices los invitados al banquete celestial”. Si a partir de Jesús la felicidad radica en la unión a Cristo crucificado, a partir de la Iglesia, la felicidad radica en la unión a Cristo sacramentado, crucificado y resucitado en la Eucaristía.




[1] Cfr. Misal Romano.
[2] Cfr. Misal Romano, Ostentación eucarística.
[3] Cfr. Misal Romano.

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