Es importante
para el adorador meditar en uno de los episodios más significativos del éxodo
del Pueblo Elegido por el desierto, desde Egipto a la Tierra Prometida, para no verse
reflejado en él.
En su largo
peregrinar, agotados por lo duro de la marcha y por las inclemencias del tiempo
–calor agobiante durante el día y frío helado por la noche-, los israelitas
comienzan a añorar los tiempos de la esclavitud en Egipto. No les importa que
es Dios quien los conduce a la liberación y a una tierra de promisión: sienten
nostalgia de lo bien que comían en Egipto y de cómo satisfacían su apetito:
"nos sentábamos alrededor de la olla de carne y comíamos pan hasta
hartarnos".
Están aquí
expresados los ideales del hombre que no tiene ideales, que vive sólo para sí y
que se olvida de Dios y de su promesa de vida eterna: su horizonte se limita a
lo inmediato, su deseo a lo fácil y placentero, y sus bienes, lejos de ser los
tesoros del Reino, la vida de la gracia, se reducen a la satisfacción sensible
de los apetitos carnales. Es por esto que advierte la Escritura: “Son muchos
los que andan, y ahora con lágrimas lo digo, que son enemigos de la cruz de
Cristo. El término de esos será la perdición; su dios es el vientre, y la
confusión será la gloria de los que solo aprecian las cosas terrenas”, se
lamenta San Pablo (Flp 3,18s).
Al ver a su
Pueblo en este estado, Dios se apiada y le proporciona comida, pero solo la
necesaria para cada día: "Al atardecer comeréis carne, por la mañana os
hartaréis de pan; para que sepáis que yo soy el Señor Dios vuestro". Dios
les da un alimento celestial, un pan milagroso, el maná, y les proporciona
también carne de ave, para que ya no añoren los alimentos del tiempo de la esclavitud.
Esto es una figura y un anticipo de lo que sería, en el tiempo, el verdadero
maná, el verdadero Pan bajado del cielo, la Eucaristía, que
contiene la carne del Cordero. Al igual que sucedió con los israelitas, Dios
concede también al Nuevo Pueblo Elegido, los bautizados en la Iglesia Católica,
un pan milagroso, para que se alimenten en su peregrinar hacia la Tierra Prometida,
la Jerusalén
celestial.
Sin embargo,
los israelitas, lejos de contentarse con esta intervención divina, se quejan
del alimento milagroso, puesto que en el fondo, continúan siendo carnales,
continúan añorando los bienes terrenos, ya que prefieren el sazonado alimento
de la esclavitud antes que el austero viático de la peregrinación. Olvidan que
se encuentran en medio de una peregrinación por el desierto hacia la Tierra Prometida; olvidan que
es Dios quien los ha llamado a una vida nueva, una vida de libertos y no de
esclavos; olvidan que lo antiguo ya ha quedado atrás, y se empecinan por querer
continuar siendo esclavos.
Esto que les
sucede a los miembros del Pueblo Elegido, les puede suceder también a los adoradores,
pertenecientes al Nuevo Pueblo Elegido, la Iglesia Católica.
También los adoradores pueden olvidar que esta vida es solo un peregrinar hacia
la Tierra Prometida,
la Jerusalén
celestial, en donde no se necesita de luz de lámpara o de sol, porque “el
Cordero es su lámpara”. También el adorador puede caer en la tentación de
desdeñar el maná del cielo, la
Eucaristía, y preferir los manjares y banquetes terrenos,
olvidando que es el único alimento capaz de dar fuerzas al alma para poder
llegar a su destino eterno.
La Eucaristía es el verdadero Pan bajado del cielo, el
maná que fortalece con la gracia divina, no para hacernos simplemente buenos,
sino principalmente santos, porque no entrarán en el Reino de Dios quienes se
alimenten de banquetes materiales, sino solo los que se alimenten del Pan que
da la vida eterna.
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