viernes, 3 de mayo de 2013

Retiro para Adoradores



         Meditación
         “Dios es Amor”, dice el evangelista Juan (1 Jn 4, 8). ¿Con qué figura podemos graficar a este “Dios Amor”? Una figura bíblica es el fuego, porque como “lenguas de fuego” se aparece en Pentecostés (cfr. Hch 2, 1-11). En sus apariciones como el Sagrado Corazón, Jesús muestra a Santa Margarita María su Corazón envuelto en llamas, representativas del Amor divino. A su vez, para Santa Teresa de Ávila, el símbolo del Amor divino es un brasero encendido: “Estaba pensando ahora si sería que en este fuego del brasero encendido, que es mi Dios (…)”.
El Amor de Dios es entonces “como fuego”, pero no como el fuego terreno, que provoca dolor y destruye aquello que toca. El Amor divino provoca ardor, sí, pero gozoso, como lo relatan los discípulos de Emaús: “¿No ardía acaso nuestro corazón mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?” (Lc 24, 13-35). Y no solo no destruye, como el fuego de la tierra, sino que concede nueva vida, la vida misma de Dios, que es Amor. Lejos de provocar ardor y destruir, Dios, que es Amor, concede al alma un gozo inimaginable, inexplicable, no comparable a ninguna experiencia creatural, ni angélica ni humana. Mientras el fuego terreno provoca rechazo, ya que quien lo experimenta se aleja de él con todas sus fuerzas, el Amor que es Dios, por el contrario, cuando se lo experimenta, hace que se lo desee más, y cuanto más se lo experimenta, más se lo desea. Así lo dice Santa Teresa de Ávila: “Estaba pensando ahora si sería que en este fuego del brasero encendido, que es mi Dios saltaba alguna centella y daba en el alma, de manera que se dejaba sentir aquel encendido fuego, y como no era bastante para quemarla, y él es tan deleitoso, queda con aquella pena, y al tocar hace aquella operación, y paréceme es la mejor comparación que he acertado a decir… [porque] muérese la centella y queda con deseo de tornar a padecer aquel dolor amoroso que le causa (Las moradas, VI, 2)”.
Santa Teresa dice que el Amor de Dios causa un “dolor amoroso”, pero no porque produzca dolor en el sentido físico o moral, según el dolor que experimenta el hombre, sino que es un dolor en sentido figurado, como una “pena” que queda en el alma cuando la “centella”, esa chispa de amor que saltó del brasero encendido y dio en el alma, “se apaga”, es decir, cuando Dios se retira del alma luego de haberle hecho experimentar su amorosa Presencia.
Al retirarse Dios con su Amor, el alma queda apenada porque ya no experimenta “aquel encendido fuego que la quema”, y por eso suspira por su Amor.
Dios es Amor, es Amor que es Fuego, es Fuego que enciende al alma en el mismo Amor divino. Y ese Dios está en la Eucaristía, porque la Eucaristía es el Dios del Amor.
Regresando a la figura del brasero encendido, vemos que Santa Teresa aplica esta figura a Dios, y dice que una “centella” o chispa de ese brasero incandescente, salta hacia el alma y la enciende toda en el Amor divino. En contraste, podemos decir que el corazón del hombre es como un carbón apagado: ennegrecido por el pecado, endurecido por la falta de amor al prójimo, frío a causa de su falta de Amor a Dios. Usando la figura de Santa Teresa, podemos decir que así como Dios es “como un brasero encendido”, así también el corazón humano, que ha sido alcanzado por una chispa, aunque sea pequeñísima, de ese Amor divino, se enciende en este Amor y se torna incandescente, es decir, se convierte en brasa ardiente. Un ejemplo de cómo esto puede ser posible, lo tenemos en los carbones que se usan para quemar el incienso: basta una chispa que salte sobre ellos, para que se enciendan. Basta una infinitésima chispa del Amor inmensamente infinito que es Dios, para que el alma se encienda en el más profundo amor hacia Él -tal como lo testimonian los grandes místicos de la Iglesia-, convirtiéndose el alma en algo así como una tea encendida que resplandece por la intensidad de sus llamas, o como un negro y frío carbón que al ser penetrado por las llamas se torna de color blanco incandescente mientras que su frialdad se cambia en un intenso ardor.
El corazón humano es, entonces, al contacto con el Fuego del Amor de Dios, como un carbón encendido, y es Dios quien con su Fuego divino lo ha convertido y lo ha cambiado totalmente, convirtiéndolo de carbón en brasa encendida: la negrura se ha convertido en incandescencia; la frialdad en calor; la dureza de piedra en corazón de carne, es decir, la dureza del corazón en compasión.
Ahora bien, el carbón convertido en brasa ardiente, por acción de la llama sobre él, puede retornar nuevamente a su estado original si no se aviva el fuego que hay en él. ¿Cómo se aviva el fuego de una brasa? Soplando viento sobre ella, y es esto lo que hace Jesús Eucaristía. Desde la Eucaristía, Jesús sopla sobre nosotros el Viento del Espíritu Santo; Él junto al Padre espira el Espíritu Santo, Fuego de Amor divino, para encender con este soplo los corazones con su Amor. Cada comunión, cada acto de fe, representa un soplo del Espíritu sobre el corazón humano, que si responde a la gracia, aumenta cada vez más su incandescencia, es decir, su grado de Amor hacia Dios. De parte de Dios, entonces, el Amor siempre estará en aumento, y esto sucede cada vez que adoramos a Jesús Eucaristía y cada vez que comulgamos con fe y con amor. Los Padres de la Iglesia utilizaban la figura del carbón encendido, incandescente, para graficar a Cristo: el carbón es su humanidad santísima, y el fuego que lo vuelve incandescente es la divinidad que surge de su Ser divino. Este Carbón Incandescente que es Jesús, está oculto en la Eucaristía y a su contacto inflama e incendia en el Amor divino al alma dispuesta. Es por eso que en la oración hay que pedir que el corazón de piedra se transforme en un corazón de hierba seca, para que se inflame y se consuma en el Amor divino en la adoración y en la comunión.
Pero si de parte de Dios está todo el empeño por encendernos en su Amor y en avivar y reavivar continuamente este Amor con continuas infusiones del Espíritu, que son para nosotros y que las tenemos a disposición nuestra, con solo desear adorar su Presencia Eucarística y acudir al horario de adoración -y, también, en el momento de la comunión-, de parte nuestra sucede lo contrario: continuamente tenemos tendencia a apagar este Amor, así como se apaga un brasero o un carbón encendido, arrojando sobre él cenizas o agua, que son los atractivos del mundo. Cuando preferimos estar en las cosas del mundo, antes que permanecer una hora –a la semana- con Jesús Sacramentado, arrojamos cenizas sobre el carbón encendido, que Dios ha encendido con sus llamas; cuando en vez de cumplir la hora de adoración venimos y nos quedamos menos tiempo que lo establecido, arrojamos agua sobre la brasa encendida; cuando estamos mirando el reloj para ver cuánto falta, estamos apagando el brasero; cuando nos ponemos a pensar en las cosas del mundo, estando frente al Santísimo, apagamos el fuego del Amor de Dios.
Si verdaderamente estuviéramos en adoración contemplativa frente a Jesús Eucaristía; si tomáramos conciencia que la adoración es una ocupación de ángeles; si fuéramos capaces de comprender que en la adoración eucarística nos encontramos frente al Dios Amor; si al menos fuéramos capaces de aprovechar la más pequeñísima centella o chispa de Amor divino que continuamente salen de ese inmenso brasero encendido que es Jesús Eucaristía, el alma se inflamaría de ardor santo y consideraría este mundo, con sus atractivos, con sus preocupaciones, con sus quehaceres, como menos que nada, y desearía cuanto antes pasar de esta vida al cielo, sólo para gozar de modo ininterrumpido, por toda la eternidad, de ese Amor en el que se ha encendido. Y lo más importante de todo, buscaría de todas las maneras posibles –humillándose, pidiendo perdón, perdonando, obrando la misericordia, siendo compasivo con el más necesitado- comunicar de ese Amor que la enardece, a todo prójimo con el que se encuentre.
         Este desamor, con el cual correspondemos ingratamente a Jesús Eucaristía, está reflejado en la amarga queja que Dios expresa en la Escritura: “Porque dos males ha hecho mi Pueblo: me han abandonado a Mí, que soy la fuente de aguas vivas y se han cavado cisternas, cisternas agrietadas, que no retienen el agua” (Jer 2, 13).
         A través del profeta Jeremías, Jesús Eucaristía nos hace ver dos errores que cometemos en la adoración: “Porque dos males ha hecho mi Pueblo”. El  primero de los males, es faltar a la hora de adoración semanal; hacer menos tiempo de adoración que los sesenta minutos establecidos; firmar la planilla y ausentarse, son todas faltas al Amor de Dios, que hieren al Amor divino, ante cuyos ojos no pasan desapercibidas nuestras acciones, ni las exteriores –abandonar la adoración- y mucho menos las interiores –el apego desordenado a un objeto, asunto o persona- que me llevan a salir del oratorio. Este apego al mundo, que me aparta de Jesús Eucaristía, está expresado en la primera parte de la oración: “me han abandonado a Mí, que soy la fuente de aguas vivas”.
         Si el primero de los males es el abandonar la Hora de Adoración, es decir, es abandonar a Jesús Eucaristía, Fuente de aguas vivas, porque de su Sagrado Corazón Eucarístico brota inagotable el agua cristalina de la gracia santificante, agua que baña y refresca y apaga la sed del Amor divino que toda alma posee, el segundo de los males es el construir “cisternas agrietadas que no retienen el agua”, y estas “cisternas agrietadas” que dejan escapar el agua, son los asuntos –cualquiera que estos sean- que me llevan o a abandonar la adoración antes de tiempo, o a firmar y salir, sin quedarme a hacer adoración, o directamente a faltar. Estas dos acciones me privan del Amor divino y de la saciedad de la sed de Amor de Dios que hay en mi alma: no bebo de la fuente de Agua viva, y por otro lado me construyo una cisterna –una creatura- que deja escapar el agua. Así, no es de extrañar que padezca de sed e incluso que muera de sed.
         ¿Qué diríamos de un hombre que, caminando por el desierto, a punto de desfallecer de sed, se encuentra repentinamente con un oasis de aguas cristalinas y frescas, pero en vez de saciar su sed, desprecia esta agua? ¿Y si este mismo hombre, habiendo despreciado la fuente que le salvaría la vida, se interna nuevamente en el desierto para perecer de sed? Consideraríamos que ha perdido la cabeza, que el sol ha dañado su capacidad de razonar, y que esto le ha hecho perder la oportunidad de salvar su vida. Esta es la imagen de un adorador que falta a la adoración, o que se retira antes, o que firma la planilla y se va inmediatamente.
Un pasaje del Evangelio que es útil para meditar para el adorador, es la oración de Jesús en el Huerto de Getsemaní. Luego de pedirles que hagan oración, Jesús se retira Él a orar “a un tiro de piedra” (cfr. Lc 22, 41-46). Jesús piensa que sus amigos lo acompañan con sus oraciones, pero lejos de hacerlo, sus amigos se duermen, y esto motiva el triste reproche de Jesús: “¿No habéis podido orar una hora?” (Mt 26, 40).
Representan a la pereza, corporal y espiritual. Representan la acidia o pereza espiritual, es decir, el tedio y el fastidio por las cosas de Dios. Esos discípulos dormidos somos nosotros, adormilados en la oración y adoración eucarística. Somos nosotros, toda vez que si estamos frente a una pantalla de televisión, de computadora, o de cine, o frente a algo que proporcione imágenes coloridas, sonido, movimiento, nos sentimos atraídos y mantenemos todos los sentidos alertas, mientras que frente a la Hostia Santa, que está inmóvil, parece un poco de pan blanco y no se escucha ninguna voz que salga de ella, nos “aburrimos” –como si fuéramos a buscar diversión en la adoración, y no el Amor del Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús-, nos aletargamos y, si no nos dormimos, descubrimos que tenemos “cosas más importantes para hacer”, y nos retiramos de la adoración.
“Vino entonces a los discípulos y los halló durmiendo, y dijo a Pedro: ¿Conque no pudisteis velar una hora conmigo?”. Mientras Jesús ora y agoniza en el Huerto, los discípulos, vencidos por el desamor y la pereza, duermen. Pero no resulta indiferente que los discípulos no oren; las consecuencias de esta frialdad e indiferencia de los Apóstoles se hacen sentir muy pronto: los enemigos cercan a Jesús.
En el relato de los hechos de la Pasión, aparece con fuerza el contraste entre la pereza de los discípulos, por un lado, y la diligencia de Judas Iscariote y de los enemigos de Jesús, por otro. Mientras los Apóstoles, a quienes los mueve –o al menos los debería mover- el Amor a Jesús, se quedan dormidos, Judas y a los enemigos de Jesús, que están movidos por el odio a Jesús y el amor al dinero, se muestran, por el contrario, muy diligentes y activos. Su esmero, esfuerzo y diligencia contrasta con la pereza de los Apóstoles. Jesús les dice: “Esta es vuestra hora, la hora de las tinieblas” (cfr. Lc 22, 53). El adorador que se duerme en la adoración, que falta sin motivo grave, que no deja reemplazo cuando no puede ir, que no quiere ir porque tiene “cosas más importantes y urgentes” que hacer, que firma la planilla y se va, se asocia a las tinieblas, porque falta al Amor de Dios, y el que falta al Amor de Dios, se asocia, aunque no sea consciente de ello, al odio del ángel caído. Contribuye, de esa manera, a que las tinieblas del infierno lo cubran todo; contribuye a que esas tinieblas sean cada vez espesas y oscuras y asfixien y den muerte –espiritual y corporal- a los hombres.
Como adoradores, ¿de qué lado queremos estar? ¿Del lado de las tinieblas, del lado de los enemigos de Jesús, que están movidos por el amor al dinero y el odio a Jesús? Es obvio que no queremos estar de este lado siniestro, sino de lado de Jesús, que es “luz del mundo”. Sin embargo, el deseo de estar con Jesús no puede quedar en meras intenciones, sino que debe concretarse; el adorador debe dejar sus ocupaciones diarias, una vez a la semana, para acudir corporalmente al templo y pedir la gracia y la asistencia divina para acompañar a Jesús que, en el misterio de los tiempos, continúa su agonía, porque si bien está glorioso y resucitado en la Eucaristía, en la misma Eucaristía sufre no físicamente, pero sí moralmente –como un padre que ve a su hijo que camina por el filo del abismo-, al comprobar cómo la humanidad se dirige al abismo de la perdición eterna, mientras sus discípulos amados, a quienes ha dado el don de la filiación divina y el don de la fe, imitando a los discípulos en el Huerto de Getsemaní, se duermen en vez de orar.
“Dios se ha enamorado de ustedes”, dice Moisés al Pueblo Elegido, mientras peregrina por el desierto en dirección a la Tierra Prometida, la ciudad de Jerusalén. Para nosotros, que somos el Nuevo Pueblo Elegido, que peregrinamos por el desierto de la vida hacia la Jerusalén Celestial, ese Dios enamorado es Cristo Jesús en la Eucaristía. No se trata de una expresión poética; tampoco es el invento de un escritor de la antigüedad: es la realidad, y esto lo podemos comprobar en las apariciones de Jesús como el Sagrado Corazón. En la primera revelación, el 27 de diciembre de 1673, Jesús le dice a Santa Margarita María de Alacquoque: “Mi Divino Corazón está tan apasionado de Amor por los hombres (…) que, no pudiendo ya contener en Sí Mismo las Llamas de Su Ardiente Caridad, le es preciso comunicarlas (…) y manifestarse a todos para enriquecerlos con los preciosos Tesoros que (…) contienen las Gracias santificantes y saludables necesarias para separarles del abismo de perdición. Te he elegido como un abismo de indignidad y de ignorancia, a fin de que sea todo Obra Mía”.
         Le revela que su Corazón está “apasionado de Amor por los hombres”, y que quiere “comunicar y manifestar” las “Llamas de Ardiente Caridad” que “contienen gracias santificantes” que “los separarán del abismo de perdición”. Un corazón que ama, es un corazón “apasionado de Amor”, y es esto lo que expresa el Sagrado Corazón. Jesús nos ama con un amor que no es meramente humano, sino que nos ama con el Amor de Dios Trinidad, el Espíritu Santo.
Ahora bien, ese Amor con el que nos ama Jesús, no es un amor platónico, del tipo que existe sólo en la fantasía de alguien enamoradizo; es un Amor real, substancial, que se dona a sí mismo por medio de la comunión eucarística: “Tengo sed, pero una sed tan ardiente de ser amado por los hombres en el Santísimo Sacramento, que esta sed Me consume y no hallo a nadie que se esfuerce según Mi Deseo en apagármela, correspondiendo de alguna manera a Mi Amor”.
El alma que recibe al Sagrado Corazón Eucarístico con fe y con amor, se esfuerza por saciar la sed de Amor que consume al Sagrado Corazón. Y el alma que adora –como tiene que adorar, no restando minutos, ni distrayéndose, ni saliendo del oratorio antes de tiempo-, también se esfuerza por amar al Sagrado Corazón como desea ser amado.
Otro pasaje evangélico con el cual podemos meditar es el siguiente: “Donde esté tu tesoro, ahí estará tu corazón” (Mt 6, 21). De acuerdo a esta frase de Jesús, sabremos dónde está nuestro corazón, cuando sepamos dónde está nuestro tesoro. ¿Está en Dios o en el mundo? ¿Está en la Eucaristía o en los ídolos mundanos? ¿Mi corazón palpita de amor por Jesús, o por mí mismo, por mis intereses y mis egoísmos? ¿Cómo saber dónde está nuestro tesoro?
Para responder a estas preguntas y saber dónde está nuestro tesoro –y, en consecuencia, para saber dónde está nuestro corazón, imaginemos la siguiente situación: una empresa multinacional, cuyas ganancias son astronómicas, está a la búsqueda de empleados para su filial en Argentina; todavía más, está buscando gente capacitada en Tucumán y, más específicamente, esa empresa ha hecho un estudio de mercado en toda la provincia, y ha llegado a la conclusión de que la gente más capacitada para el trabajo que busca está en Yerba Buena. Todavía más, esa empresa multinacional, multimillonaria, revisando los legajos de los candidatos, encuentra que mi perfil es el adecuado para ese trabajo. Es un trabajo que consiste solamente en hablar con una persona, durante una hora a la semana. Debido a que el magnate multimillonario dueño de la empresa multinacional quiere conseguir empleados altamente cualificados, no escatima recursos y es muy generoso a la hora de pagar los sueldos. Tanto es así, que por hacer este trabajo –una hora a la semana, hablar con una persona-, el sueldo de base es de ¡500.000 u$s! ¡Medio millón de dólares por semana, sólo por solo hablar con una persona! No me exigen ni estudios, ni doctorados, ni licenciaturas, ni hablar idiomas, ni hablar en lenguas, ni cursos de capacitación. Me emplean y me contratan así como soy, con lo que tengo y con lo que no tengo. Si esto fuera así, ¿pondría yo, como adorador de Jesús Eucaristía, todos los pretextos que pongo para no hacer adoración? O si hago adoración, ¿vendría sólo a firmar el libro de asistencias, sabiendo que si no cumplo con la hora que me pide la empresa, no tendré la paga? Tomemos otro ejemplo: pensemos en algún personaje famoso, ya sea del mundo del espectáculo, del cine, del fútbol, de la política. Si ese personaje me concediera una entrevista exclusiva, y todas las televisiones del mundo registraran el hecho, ¿me distraería tanto, o hablaría con tanta frialdad e indiferencia como cuando hago la adoración? ¿Estaría viendo el reloj para ver cuánto falta para que termine mi turno?

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