Meditación
“Dios es Amor”, dice el evangelista
Juan (1 Jn 4, 8). ¿Con qué figura
podemos graficar a este “Dios Amor”? Una figura bíblica es el fuego, porque
como “lenguas de fuego” se aparece en Pentecostés (cfr. Hch 2, 1-11). En sus apariciones como el Sagrado Corazón, Jesús
muestra a Santa Margarita María su Corazón envuelto en llamas, representativas
del Amor divino. A su vez, para Santa Teresa de Ávila, el símbolo del Amor
divino es un brasero encendido: “Estaba pensando ahora si sería que en este fuego del brasero encendido, que es mi
Dios (…)”.
El Amor de Dios es entonces “como fuego”, pero
no como el fuego terreno, que provoca dolor y destruye aquello que toca. El
Amor divino provoca ardor, sí, pero gozoso, como lo relatan los discípulos de
Emaús: “¿No ardía acaso nuestro corazón mientras nos hablaba en el camino y nos
explicaba las Escrituras?” (Lc 24,
13-35). Y no solo no destruye, como el fuego de la tierra, sino que concede
nueva vida, la vida misma de Dios, que es Amor. Lejos de provocar ardor y
destruir, Dios, que es Amor, concede al alma un gozo inimaginable,
inexplicable, no comparable a ninguna experiencia creatural, ni angélica ni
humana. Mientras el fuego terreno provoca rechazo, ya que quien lo experimenta
se aleja de él con todas sus fuerzas, el Amor que es Dios, por el contrario,
cuando se lo experimenta, hace que se lo desee más, y cuanto más se lo
experimenta, más se lo desea. Así lo dice Santa Teresa de Ávila: “Estaba
pensando ahora si sería que en este fuego
del brasero encendido, que es mi Dios saltaba alguna centella y daba en el
alma, de manera que se dejaba sentir aquel encendido fuego, y como no era
bastante para quemarla, y él es tan deleitoso, queda con aquella pena, y al
tocar hace aquella operación, y paréceme es la mejor comparación que he
acertado a decir… [porque] muérese la centella y queda con deseo de tornar a
padecer aquel dolor amoroso que le causa (Las
moradas, VI, 2)”.
Santa Teresa dice que el Amor de Dios causa un
“dolor amoroso”, pero no porque produzca dolor en el sentido físico o moral,
según el dolor que experimenta el hombre, sino que es un dolor en sentido
figurado, como una “pena” que queda en el alma cuando la “centella”, esa chispa
de amor que saltó del brasero encendido y dio en el alma, “se apaga”, es decir,
cuando Dios se retira del alma luego de haberle hecho experimentar su amorosa
Presencia.
Al retirarse Dios con su Amor, el alma queda
apenada porque ya no experimenta “aquel encendido fuego que la quema”, y por
eso suspira por su Amor.
Dios es Amor, es Amor que es Fuego, es Fuego que
enciende al alma en el mismo Amor divino. Y ese Dios está en la Eucaristía, porque la Eucaristía es el Dios
del Amor.
Regresando a la figura del brasero encendido,
vemos que Santa Teresa aplica esta figura a Dios, y dice que una “centella” o
chispa de ese brasero incandescente, salta hacia el alma y la enciende toda en
el Amor divino. En contraste, podemos decir que el corazón del hombre es como
un carbón apagado: ennegrecido por el pecado, endurecido por la falta de amor
al prójimo, frío a causa de su falta de Amor a Dios. Usando la figura de Santa
Teresa, podemos decir que así como Dios es “como un brasero encendido”, así
también el corazón humano, que ha sido alcanzado por una chispa, aunque sea pequeñísima,
de ese Amor divino, se enciende en este Amor y se torna incandescente, es
decir, se convierte en brasa ardiente. Un ejemplo de cómo esto puede ser
posible, lo tenemos en los carbones que se usan para quemar el incienso: basta
una chispa que salte sobre ellos, para que se enciendan. Basta una infinitésima
chispa del Amor inmensamente infinito que es Dios, para que el alma se encienda
en el más profundo amor hacia Él -tal como lo testimonian los grandes místicos
de la Iglesia-,
convirtiéndose el alma en algo así como una tea encendida que resplandece por
la intensidad de sus llamas, o como un negro y frío carbón que al ser penetrado
por las llamas se torna de color blanco incandescente mientras que su frialdad
se cambia en un intenso ardor.
El corazón humano es, entonces, al contacto con
el Fuego del Amor de Dios, como un carbón encendido, y es Dios quien con su
Fuego divino lo ha convertido y lo ha cambiado totalmente, convirtiéndolo de
carbón en brasa encendida: la negrura se ha convertido en incandescencia; la
frialdad en calor; la dureza de piedra en corazón de carne, es decir, la dureza
del corazón en compasión.
Ahora bien, el carbón convertido en brasa
ardiente, por acción de la llama sobre él, puede retornar nuevamente a su
estado original si no se aviva el fuego que hay en él. ¿Cómo se aviva el fuego
de una brasa? Soplando viento sobre ella, y es esto lo que hace Jesús
Eucaristía. Desde la
Eucaristía, Jesús sopla sobre nosotros el Viento del Espíritu
Santo; Él junto al Padre espira el Espíritu Santo, Fuego de Amor divino, para
encender con este soplo los corazones con su Amor. Cada comunión, cada acto de
fe, representa un soplo del Espíritu sobre el corazón humano, que si responde a
la gracia, aumenta cada vez más su incandescencia, es decir, su grado de Amor
hacia Dios. De parte de Dios, entonces, el Amor siempre estará en aumento, y
esto sucede cada vez que adoramos a Jesús Eucaristía y cada vez que comulgamos
con fe y con amor. Los Padres de la
Iglesia utilizaban la figura del carbón encendido,
incandescente, para graficar a Cristo: el carbón es su humanidad santísima, y
el fuego que lo vuelve incandescente es la divinidad que surge de su Ser
divino. Este Carbón Incandescente que es Jesús, está oculto en la Eucaristía y a su
contacto inflama e incendia en el Amor divino al alma dispuesta. Es por eso que
en la oración hay que pedir que el corazón de piedra se transforme en un
corazón de hierba seca, para que se inflame y se consuma en el Amor divino en
la adoración y en la comunión.
Pero si de parte de Dios está todo el empeño por
encendernos en su Amor y en avivar y reavivar continuamente este Amor con
continuas infusiones del Espíritu, que son para nosotros y que las tenemos a
disposición nuestra, con solo desear adorar su Presencia Eucarística y acudir
al horario de adoración -y, también, en el momento de la comunión-, de parte
nuestra sucede lo contrario: continuamente tenemos tendencia a apagar este
Amor, así como se apaga un brasero o un carbón encendido, arrojando sobre él
cenizas o agua, que son los atractivos del mundo. Cuando preferimos estar en
las cosas del mundo, antes que permanecer una hora –a la semana- con Jesús
Sacramentado, arrojamos cenizas sobre el carbón encendido, que Dios ha
encendido con sus llamas; cuando en vez de cumplir la hora de adoración venimos
y nos quedamos menos tiempo que lo establecido, arrojamos agua sobre la brasa
encendida; cuando estamos mirando el reloj para ver cuánto falta, estamos
apagando el brasero; cuando nos ponemos a pensar en las cosas del mundo, estando
frente al Santísimo, apagamos el fuego del Amor de Dios.
Si verdaderamente estuviéramos en adoración
contemplativa frente a Jesús Eucaristía; si tomáramos conciencia que la
adoración es una ocupación de ángeles; si fuéramos capaces de comprender que en
la adoración eucarística nos encontramos frente al Dios Amor; si al menos
fuéramos capaces de aprovechar la más pequeñísima centella o chispa de Amor
divino que continuamente salen de ese inmenso brasero encendido que es Jesús
Eucaristía, el alma se inflamaría de ardor santo y consideraría este mundo, con
sus atractivos, con sus preocupaciones, con sus quehaceres, como menos que
nada, y desearía cuanto antes pasar de esta vida al cielo, sólo para gozar de
modo ininterrumpido, por toda la eternidad, de ese Amor en el que se ha
encendido. Y lo más importante de todo, buscaría de todas las maneras posibles –humillándose,
pidiendo perdón, perdonando, obrando la misericordia, siendo compasivo con el
más necesitado- comunicar de ese Amor que la enardece, a todo prójimo con el
que se encuentre.
Este desamor, con el cual
correspondemos ingratamente a Jesús Eucaristía, está reflejado en la amarga
queja que Dios expresa en la
Escritura: “Porque dos males ha hecho mi Pueblo: me han
abandonado a Mí, que soy la fuente de aguas vivas y se han cavado cisternas,
cisternas agrietadas, que no retienen el agua” (Jer 2, 13).
A través del profeta Jeremías, Jesús
Eucaristía nos hace ver dos errores que cometemos en la adoración: “Porque dos males ha hecho mi Pueblo”. El primero de los males, es faltar a la hora de
adoración semanal; hacer menos tiempo de adoración que los sesenta minutos
establecidos; firmar la planilla y ausentarse, son todas faltas al Amor de Dios,
que hieren al Amor divino, ante cuyos ojos no pasan desapercibidas nuestras
acciones, ni las exteriores –abandonar la adoración- y mucho menos las
interiores –el apego desordenado a un objeto, asunto o persona- que me llevan a
salir del oratorio. Este apego al mundo, que me aparta de Jesús Eucaristía,
está expresado en la primera parte de la oración: “me han abandonado a Mí, que
soy la fuente de aguas vivas”.
Si el primero de los males es el
abandonar la Hora
de Adoración, es decir, es abandonar a Jesús Eucaristía, Fuente de aguas vivas,
porque de su Sagrado Corazón Eucarístico brota inagotable el agua cristalina de
la gracia santificante, agua que baña y refresca y apaga la sed del Amor divino
que toda alma posee, el segundo de los males es el construir “cisternas
agrietadas que no retienen el agua”, y estas “cisternas agrietadas” que dejan
escapar el agua, son los asuntos –cualquiera que estos sean- que me llevan o a
abandonar la adoración antes de tiempo, o a firmar y salir, sin quedarme a
hacer adoración, o directamente a faltar. Estas dos acciones me privan del Amor
divino y de la saciedad de la sed de Amor de Dios que hay en mi alma: no bebo
de la fuente de Agua viva, y por otro lado me construyo una cisterna –una
creatura- que deja escapar el agua. Así, no es de extrañar que padezca de sed e
incluso que muera de sed.
¿Qué diríamos de un hombre que,
caminando por el desierto, a punto de desfallecer de sed, se encuentra
repentinamente con un oasis de aguas cristalinas y frescas, pero en vez de
saciar su sed, desprecia esta agua? ¿Y si este mismo hombre, habiendo
despreciado la fuente que le salvaría la vida, se interna nuevamente en el
desierto para perecer de sed? Consideraríamos que ha perdido la cabeza, que el
sol ha dañado su capacidad de razonar, y que esto le ha hecho perder la
oportunidad de salvar su vida. Esta es la imagen de un adorador que falta a la
adoración, o que se retira antes, o que firma la planilla y se va
inmediatamente.
Un pasaje del Evangelio que es útil para meditar
para el adorador, es la oración de Jesús en el Huerto de Getsemaní. Luego de
pedirles que hagan oración, Jesús se retira Él a orar “a un tiro de piedra”
(cfr. Lc 22, 41-46). Jesús piensa que
sus amigos lo acompañan con sus oraciones, pero lejos de hacerlo, sus amigos se
duermen, y esto motiva el triste reproche de Jesús: “¿No habéis podido orar una
hora?” (Mt 26, 40).
Representan a la pereza, corporal y espiritual. Representan
la acidia o pereza espiritual, es decir, el tedio y el fastidio por las cosas
de Dios. Esos discípulos dormidos somos nosotros, adormilados en la oración y
adoración eucarística. Somos nosotros, toda vez que si estamos frente a una
pantalla de televisión, de computadora, o de cine, o frente a algo que
proporcione imágenes coloridas, sonido, movimiento, nos sentimos atraídos y
mantenemos todos los sentidos alertas, mientras que frente a la Hostia Santa, que
está inmóvil, parece un poco de pan blanco y no se escucha ninguna voz que
salga de ella, nos “aburrimos” –como si fuéramos a buscar diversión en la
adoración, y no el Amor del Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús-, nos
aletargamos y, si no nos dormimos, descubrimos que tenemos “cosas más
importantes para hacer”, y nos retiramos de la adoración.
“Vino entonces a los discípulos y los halló
durmiendo, y dijo a Pedro: ¿Conque no pudisteis velar una hora conmigo?”.
Mientras Jesús ora y agoniza en el Huerto, los discípulos, vencidos por el
desamor y la pereza, duermen. Pero no resulta indiferente que los discípulos no
oren; las consecuencias de esta frialdad e indiferencia de los Apóstoles se
hacen sentir muy pronto: los enemigos cercan a Jesús.
En el relato de los hechos de la Pasión, aparece con fuerza
el contraste entre la pereza de los discípulos, por un lado, y la diligencia de
Judas Iscariote y de los enemigos de Jesús, por otro. Mientras los Apóstoles, a
quienes los mueve –o al menos los debería mover- el Amor a Jesús, se quedan
dormidos, Judas y a los enemigos de Jesús, que están movidos por el odio a
Jesús y el amor al dinero, se muestran, por el contrario, muy diligentes y
activos. Su esmero, esfuerzo y diligencia contrasta con la pereza de los
Apóstoles. Jesús les dice: “Esta es vuestra hora, la hora de las tinieblas”
(cfr. Lc 22, 53). El adorador que se
duerme en la adoración, que falta sin motivo grave, que no deja reemplazo
cuando no puede ir, que no quiere ir porque tiene “cosas más importantes y
urgentes” que hacer, que firma la planilla y se va, se asocia a las tinieblas,
porque falta al Amor de Dios, y el que falta al Amor de Dios, se asocia, aunque
no sea consciente de ello, al odio del ángel caído. Contribuye, de esa manera,
a que las tinieblas del infierno lo cubran todo; contribuye a que esas
tinieblas sean cada vez espesas y oscuras y asfixien y den muerte –espiritual y
corporal- a los hombres.
Como adoradores, ¿de qué lado queremos estar?
¿Del lado de las tinieblas, del lado de los enemigos de Jesús, que están
movidos por el amor al dinero y el odio a Jesús? Es obvio que no queremos estar
de este lado siniestro, sino de lado de Jesús, que es “luz del mundo”. Sin
embargo, el deseo de estar con Jesús no puede quedar en meras intenciones, sino
que debe concretarse; el adorador debe dejar sus ocupaciones diarias, una vez a
la semana, para acudir corporalmente al templo y pedir la gracia y la
asistencia divina para acompañar a Jesús que, en el misterio de los tiempos,
continúa su agonía, porque si bien está glorioso y resucitado en la Eucaristía, en la misma
Eucaristía sufre no físicamente, pero sí moralmente –como un padre que ve a su
hijo que camina por el filo del abismo-, al comprobar cómo la humanidad se
dirige al abismo de la perdición eterna, mientras sus discípulos amados, a
quienes ha dado el don de la filiación divina y el don de la fe, imitando a los
discípulos en el Huerto de Getsemaní, se duermen en vez de orar.
“Dios se ha enamorado de ustedes”, dice Moisés
al Pueblo Elegido, mientras peregrina por el desierto en dirección a la Tierra Prometida,
la ciudad de Jerusalén. Para nosotros, que somos el Nuevo Pueblo Elegido, que
peregrinamos por el desierto de la vida hacia la Jerusalén Celestial,
ese Dios enamorado es Cristo Jesús en la Eucaristía. No se
trata de una expresión poética; tampoco es el invento de un escritor de la
antigüedad: es la realidad, y esto lo podemos comprobar en las apariciones de
Jesús como el Sagrado Corazón. En la primera revelación, el 27 de diciembre de
1673, Jesús le dice a Santa Margarita María de Alacquoque: “Mi Divino Corazón
está tan apasionado de Amor por los hombres (…) que, no pudiendo ya contener en
Sí Mismo las Llamas de Su Ardiente Caridad, le es preciso comunicarlas (…) y
manifestarse a todos para enriquecerlos con los preciosos Tesoros que (…)
contienen las Gracias santificantes y saludables necesarias para separarles del
abismo de perdición. Te he elegido como un abismo de indignidad y de
ignorancia, a fin de que sea todo Obra Mía”.
Le revela que su Corazón está “apasionado de Amor por los hombres”, y que
quiere “comunicar y manifestar” las “Llamas de Ardiente Caridad” que “contienen
gracias santificantes” que “los separarán del abismo de perdición”. Un corazón
que ama, es un corazón “apasionado de Amor”, y es esto lo que expresa el
Sagrado Corazón. Jesús nos ama con un amor que no es meramente humano, sino que
nos ama con el Amor de Dios Trinidad, el Espíritu Santo.
Ahora bien, ese Amor con el que nos ama Jesús,
no es un amor platónico, del tipo que existe sólo en la fantasía de alguien
enamoradizo; es un Amor real, substancial, que se dona a sí mismo por medio de
la comunión eucarística: “Tengo sed, pero una sed tan ardiente de ser amado por
los hombres en el Santísimo Sacramento, que esta sed Me consume y no hallo a
nadie que se esfuerce según Mi Deseo en apagármela, correspondiendo de alguna
manera a Mi Amor”.
El alma que recibe al Sagrado Corazón
Eucarístico con fe y con amor, se esfuerza por saciar la sed de Amor que
consume al Sagrado Corazón. Y el alma que adora –como tiene que adorar, no
restando minutos, ni distrayéndose, ni saliendo del oratorio antes de tiempo-,
también se esfuerza por amar al Sagrado Corazón como desea ser amado.
Otro pasaje evangélico con el cual podemos
meditar es el siguiente: “Donde esté tu tesoro, ahí estará tu corazón” (Mt 6, 21). De acuerdo a esta frase de
Jesús, sabremos dónde está nuestro corazón, cuando sepamos dónde está nuestro
tesoro. ¿Está en Dios o en el mundo? ¿Está en la Eucaristía o en los
ídolos mundanos? ¿Mi corazón palpita de amor por Jesús, o por mí mismo, por mis
intereses y mis egoísmos? ¿Cómo saber dónde está nuestro tesoro?
Para responder a estas preguntas y saber dónde
está nuestro tesoro –y, en consecuencia, para saber dónde está nuestro corazón,
imaginemos la siguiente situación: una empresa multinacional, cuyas ganancias
son astronómicas, está a la búsqueda de empleados para su filial en Argentina;
todavía más, está buscando gente capacitada en Tucumán y, más específicamente,
esa empresa ha hecho un estudio de mercado en toda la provincia, y ha llegado a
la conclusión de que la gente más capacitada para el trabajo que busca está en
Yerba Buena. Todavía más, esa empresa multinacional, multimillonaria, revisando
los legajos de los candidatos, encuentra que mi perfil es el adecuado para ese
trabajo. Es un trabajo que consiste solamente en hablar con una persona,
durante una hora a la semana. Debido a que el magnate multimillonario dueño de
la empresa multinacional quiere conseguir empleados altamente cualificados, no
escatima recursos y es muy generoso a la hora de pagar los sueldos. Tanto es
así, que por hacer este trabajo –una hora a la semana, hablar con una persona-,
el sueldo de base es de ¡500.000 u$s! ¡Medio millón de dólares por semana, sólo
por solo hablar con una persona! No me exigen ni estudios, ni doctorados, ni
licenciaturas, ni hablar idiomas, ni hablar en lenguas, ni cursos de
capacitación. Me emplean y me contratan así como soy, con lo que tengo y con lo
que no tengo. Si esto fuera así, ¿pondría yo, como adorador de Jesús
Eucaristía, todos los pretextos que pongo para no hacer adoración? O si hago
adoración, ¿vendría sólo a firmar el libro de asistencias, sabiendo que si no
cumplo con la hora que me pide la empresa, no tendré la paga? Tomemos otro
ejemplo: pensemos en algún personaje famoso, ya sea del mundo del espectáculo,
del cine, del fútbol, de la política. Si ese personaje me concediera una
entrevista exclusiva, y todas las televisiones del mundo registraran el hecho,
¿me distraería tanto, o hablaría con tanta frialdad e indiferencia como cuando
hago la adoración? ¿Estaría viendo el reloj para ver cuánto falta para que
termine mi turno?
Muy claro,permiso,lo voy a tomar para mi y mi comunidad.Gracias.
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