Inicio: ofrecemos esta Hora Santa y el rezo del Santo Rosario
meditado en reparación por la profanación cometida contra el Santísimo
Sacramento del Altar por parte de un hombre poseído en Méxio. Para mayores
datos acerca de este lamentable suceso, consultar el siguiente enlace:
https://www.youtube.com/watch?v=meyOg09oovY
Canto de entrada: “Cristianos, venid, cristianos,
llegad”.
Inicio del rezo del Santo Rosario. Primer Misterio
(misterios a elección).
Meditación.
La gracia santificante que nos comunican los
Sacramentos, es más valiosa y aventaja todavía más, incalculablemente, a todos
los milagros, afirma un autor[1]. Es
decir, no basta con afirmar que la gracia supera los bienes naturales, puesto que
también excede los milagros obrados por el mismo Dios. La gracia se manifiesta
en las obras de misericordia y cuando más se destaca esta misericordia divina
es al otorgar Dios su gracia al hombre. Nuestro Señor dice que quienes creen en
Él realizarán cosas mayores que Él mismo en la tierra (Jn 14, 12). Dice San
Agustín que como ejemplo podría servir el caso de San Pedro que, con su sombra,
curaba a los enfermos, algo que no se lee de Nuestro Señor. Pero esta verdad
aparece todavía con mayor claridad en la obra de la justificación, a la que los
fieles deben cooperar personalmente en lo que a ellos se refiere y a los demás,
cada cual a su manera. Es cierto que no somos nosotros los que producimos la
gracia, pero no lo es menos que, con la ayuda de Dios, podemos prepararnos a
recibirla, haciéndonos dignos de ella, infundiendo aliento a los demás; en una
palabra, que podemos llevar a cabo cosas mayores que los milagros de Cristo[2].
Un Padrenuestro, diez Avemarías, un Gloria.
Segundo Misterio.
Meditación.
Tanto para Dios como para la gracia es algo más glorioso
que los milagros. Mediante el milagro, obrado de ordinario sobre la materia,
Dios devuelve la salud o la vida. Por la gracia, su acción termina en el alma,
por así decirlo la vuelve a crear, la eleva sobre la naturaleza, deposita en
ella el germen de la vida sobrenatural, se reproduce en ella, le imprime la
imagen de su propia naturaleza. De esa manera se convierte, por así decirlo, en
el milagro más estupendo de la omnipotencia divina. La gracia supera la creación
del cielo y de la tierra y de los ángeles; no se la puede comparar sino con la
generación del propio Hijo de Dios. Es asimismo sobrenatural, grande,
misteriosa, ya que, según la frase de San León, “nos hacemos participantes de
la generación de Cristo”[3].
Un Padrenuestro, diez Avemarías, un Gloria.
Tercer Misterio.
Meditación.
Cuando los santos obran milagros, Dios se vale de ellos
como de intermediarios; para nada interviene el poder de los mismos, sino el
del mismo Dios. Cuando nos da la gracia, Dios exige de nosotros una cooperación
más estrecha: quiere que, con su ayuda, nos preparemos a recibirla; quiere que
la aceptemos, que la conservemos, que la aumentemos, es decir, Dios quiere de
nosotros un acto de nuestro libre albedrío para aceptar su gracia santificante,
quiere nuestra libre aceptación, nuestra libre cooperación en el aceptar su
gracia santificante.
Un Padrenuestro, diez Avemarías, un Gloria.
Cuarto Misterio.
Meditación.
De esta manera, Dios nos confía una dignidad de grado
infinita. Él se une a nuestra alma, por la gracia, así como el esposo a la
esposa. Nuestra alma, por la virtud que recibe, puede reproducir en sí misma la
imagen divina y convertirse en hija adoptiva de Dios. Dios confía a su Iglesia
el poder admirable de comunicar, mediante su enseñanza y sus sacramentos, la
gracia santificante a sus hijos y así no hay cosa más grandiosa, bella y
admirable que esta obra de la Iglesia Madre sobre sus hijos, los hijos de Dios,
que causa admiración a hombres y ángeles. Trabajemos por lo tanto en adquirir
la gracia santificante y también para aumentarla, no solo en nosotros, sino también
en nuestros seres queridos y en todo prójimo, incluidos en nuestros enemigos,
según el mandato de Jesús: “Ama a tu enemigo”.
Un Padrenuestro, diez Avemarías, un Gloria.
Quinto Misterio.
Meditación.
Si los hombres conocieran la inmensidad del valor
infinito de la gracia, no dudarían ni por un instante en romper con todo
pecado, incluido el más mínimo pecado venial, dando comienzo a una nueva vida,
la vida de la gracia, la vida de los hijos de Dios, la vida de los hijos
regenerados por la Sangre Preciosísima del Cordero, brotada del Costado
traspasado por la lanza el Viernes Santo, Costado del cual mana Sangre y Agua,
la gracia santificante que se comunica por los Santos Sacramentos de la Iglesia
Católica a través del tiempo y del espacio, a lo largo y ancho de la tierra,
por todos los siglos, hasta el fin de los tiempos. La recepción de la gracia por
los Sacramentos es una obra más grande que resucitar un muerto, porque por la
resurrección se resucita un muerto corporal, mientras que por la gracia se
vuelve a la vida al espíritu, que estaba muerto a la vida de la gracia por el
pecado mortal y se lo hace partícipe de la vida misma de la Santísima Trinidad.
Es por esto que dice San Agustín: “Si Dios te ha hecho hombre, y tú con la
ayuda de Dios, se entiende te haces justo (recibes la gracia, N. del R.),
realizas una obra mayor que la producida por Dios”[4].
Oración final: “Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo.
Te pido perdón por los que no creen, ni esperan, ni te adoran, ni te aman”
(tres veces).
“Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo
os ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, de Nuestro Señor
Jesucristo, Presente en todos los sagrarios del mundo, en reparación por los
ultrajes, sacrilegios e indiferencias, con los cuales Él mismo es continuamente
ofendido. Por los infinitos méritos de su Sacratísimo Corazón y los del
Inmaculado Corazón de María, os pido la conversión de los pobres pecadores.
Amén”.
Canto final: “El Trece de Mayo en Cova de Iría”.
Un Padrenuestro, tres Avemarías y un Gloria, pidiendo
por las intenciones del Santo Padre.
[1] Cfr. Matías José Scheeben, Las maravillas de la gracia divina,
Editorial Desclée de Brower, Buenos Aires 1945, 20.
[2] Cfr. Scheeben, ibidem, 20.
[3] Serm. 21, c. 3.
[4] Serm. 169 (15 De Verbis Apostoli),
c. II. N 13.
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