Cuando se contempla la vida de los mártires y, sobre todo, su muerte
cruenta -que es lo que los ubica entre los mártires-, surge la pregunta de cómo
es posible tanta fortaleza ante tanta adversidad. Efectivamente, cuando se
considera que los mártires, con su muerte martirial, no solo pierden
absolutamente todo lo que tenían en esta vida –desde lo menos valioso, hasta lo
más valioso: bienes materiales, amigos, familia-, sino que pierden hasta la
propia vida, sumado al hecho de que lo hacen en medio de las más terribles
torturas y los más dolorosos tormentos que puedan imaginarse, se puede caer en
la tentación de creer que son seres desafortunados, abrumados por la desgracia
y la adversidad. Sin embargo, nada de esto es verdad. Los mártires, iluminados
y movidos por el Espíritu Santo, dan el supremo testimonio de Cristo, Rey de
los mártires, y esto los convierte en los seres más afortunados de entre los
afortunados, porque el martirio les abre las puertas del Reino de los cielos y
les granjea el paso hacia una eternidad de felicidad.
El hecho de “perderlo todo” –bienes materiales, amigos, familia-, lejos
de constituir una pérdida –valga la redundancia-, significa una ganancia
enorme, incalculable, inimaginable, porque Cristo Jesús devuelve el “ciento por
uno y la vida eterna” al que “pierda la vida por Él” (cfr. Mt 10, 37-39). De esto se ve, entonces, que el martirio, lejos de
ser una desgracia, es una gracia de valor inestimable, porque por él se
adquiere la vida eterna.
Llegados a este punto, regresamos a la pregunta inicial: ¿cómo es posible
tanta fortaleza ante tanta adversidad? La respuesta es una sola: porque los
mártires reciben la fuerza no de la naturaleza humana, sino de la Naturaleza
divina del Hombre-Dios Jesucristo, quien les comunica la gracia y, por ella, la
vida divina.
Podemos entonces preguntarnos: ¿dónde puede el cristiano obtener fuerzas,
frente a las adversidades de la vida? El ejemplo de los mártires nos lo dice:
de Cristo Jesús, que para nosotros, se ha quedado en el Santísimo Sacramento del
Altar, la Eucaristía.
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