El Santísimo Sacramento del altar profanado en Jaén, España.
Inicio:
ofrecemos esta Hora
Santa y el rezo meditado del Santo Rosario en reparación y desagravio por el
robo sacrílego de Hostias consagradas ocurrido en la Parroquia Santa Isabel de
Jaén, España. Según consta en los reportes de lo sucedido, el sacerdote
descubrió que habían robado el viril con la Hostia Consagrada así como un
portaviático que contenía cuatro formas consagradas para celiacos, pudiéndose
encontrar solamente unos trozos destrozados del Santísimo Sacramento y el
viril, donde este se custodia, doblado en el jardín. Del portaviático ni de las
otras formas se sabe dónde están ni que se han hecho con ellas. Nos unimos al
pedido de oración y desagravio realizados por el Párroco del lugar. La información
sobre el lamentable suceso se encuentra en el siguiente enlace:
Canto inicial: “Cantemos al Amor de los amores”.
Oración inicial: “Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo.
Te pido perdón por los que no creen, ni esperan, ni te adoran, ni te aman”
(tres veces).
“Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo
os adoro profundamente y os ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y
Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, Presente en todos los sagrarios del
mundo, en reparación por los ultrajes, sacrilegios e indiferencias, con los
cuales Él mismo es continuamente ofendido. Por los infinitos méritos de su
Sacratísimo Corazón y los del Inmaculado Corazón de María, os pido la
conversión de los pobres pecadores. Amén”.
Inicio del rezo del Santo Rosario. Primer misterio
(misterios a elección).
Meditación.
Sin
la gracia, nuestras obras humanas no tienen valor salvífico, pero cuando son
hechas estas mismas obras en estado de gracia, las mismas obras, por pequeñas e
insignificantes que sean, merecen una gloria eterna[1].
Esto, porque por la gracia nuestras obras se unen a las obras de Cristo, que tienen
por sí mismas un valor eterno e infinito. El valor de la gracia radica en que
no solo nos hace partícipes del Ser divino trinitario y de la Pasión del Hombre-Dios
Jesucristo, sino que nos dispone a unirnos con Él en la gloria. Por esta razón
es que la Escritura dice: “Ahora somos hijos de Dios y no se ha descubierto aun
lo que seremos porque cuando se descubriere, hemos de ser semejantes, porque lo
veremos como es en Sí” (1 Jn 3). Como
si dijera: Por la gracia somos hijos de Dios, lo cual, aunque es una dignidad
incomparable, no se agota allí todo el bien que la gracia puede causar; cuando
se descubra en toda su fuerza, entonces seremos semejantes a Dios, porque le
veremos y le gozaremos como es en Sí. Es decir, la gracia nos dispone para
esto, para contemplar a Dios Trino en Sí mismo y a gozarnos y alegrarnos en
esta contemplación, por toda la eternidad. Por un pequeño trabajo hecho en
gracia en esta vida, la gracia nos obtiene una eternidad de felicidad.
Un Padre Nuestro, diez Ave Marías, un Gloria.
Segundo Misterio del Santo Rosario.
Meditación.
Por la excelencia de la gracia, nos volvemos como “una sola
sangre con Dios”[2],
ya que por ella participamos de su banquete no como sirvientes sino como hijos
y no comemos las migajas que caen de la mesa, sino que nos servimos del manjar
principal, la Carne del Cordero. Si entre los hombres se considera un gran
honor el ser invitados por el rey a su mesa y a comer de sus mismos manjares,
aun cuando no se comparta la sangre; ¡cuánta mayor grandeza demuestra la
gracia, que nos hace uno con Dios y nos permite alimentarnos de su Cuerpo y su
Sangre! No hay dignidad más grande que la gracia, porque todo lo que no es ser
Dios, es inferior a ella y ella es la segunda en dignidad después de la Gracia
divina, Increada[3]. Tan
grande es la gracia que, comunicada, es la dignidad más cercana a Dios y si no
fuese comunicada, sino substancial, sería el mismo Dios –porque Él es la Gracia
Increada-. De esta manera, por la gracia comunicada, el alma se vuelve Dios por
participación.
Un
Padre Nuestro, diez Ave Marías, un Gloria.
Tercer Misterio del Santo Rosario.
Meditación.
También, del mismo modo a como sucede en la tierra, que al
heredero del rey se le llama afortunado o bienaventurado, aun no poseyendo la
totalidad de las riquezas de su padre el rey, así también al alma que posee la
gracia se la llama “bienaventurada” o “afortunada”, porque por la gracia tiene
el justo derecho a la herencia del Reino de los cielos[4].
Pero todavía puede decirse que es infinitamente más afortunado que el más
afortunado de los herederos de la tierra, porque mientras estos últimos
heredarán a la muerte del padre bienes materiales, que son perecederos, como
las tierras del reino, el justo hereda un bien imperecedero, como es el Reino
de los cielos, además de que su Padre jamás habrá de morir sino que, como es la
Vida Increada en sí misma, vive desde siempre y para siempre. Además, el justo,
por la gracia, se hace dueño de algo infinitamente más valioso que el Reino de
los cielos y es el poder poseer, como algo suyo, propio, de su propiedad, al Rey
de los cielos y tierra, Jesús Eucaristía.
Un
Padre Nuestro, diez Ave Marías, un Gloria.
Cuarto Misterio del Santo Rosario.
Meditación.
Ponderando
cuán inestimable sea este título de “bienaventurado” –como lo llama el rey David
en Salmos 1-, San Ambrosio dice así: “¿Qué
renombre se puede dar mayor al hombre que aquel que aun al mismo Dios no se
puede atribuir mayor, según el Apóstol, que le llama “bienaventurado” y “solo
poderoso y Rey de reyes y Señor de señores?”[5].
El ser rey, es muy poco para Dios y por esto no se dice de Él que es solamente “Señor”,
sino “Señor de señores”; también el ser poderoso es muy poco para Dios y por
eso no se le dice “poderoso” a secas, sino que se le dice: “sólo poderoso”, o
sea “el único poderoso”; ahora bien, el ser bienaventurado, sí le corresponde a
Dios por sí mismo y por eso sólo se dice: “bienaventurado”. Con todo esto, este
renombre, que es tan admirable y que le es únicamente por sí mismo
correspondiente a Dios, se comunica también al que tiene gracia, como cosa muy
cercana y allegada a Dios, y como siendo ya de estado y de orden divino[6].
De esto se aprecia el valor inestimable que tiene la gracia, que el justo
recibe un nombre que, por sí mismo, sólo le corresponde a Dios.
Un Padre Nuestro, diez Ave Marías, un Gloria.
Quinto Misterio del Santo Rosario.
Meditación.
Sin embargo, a pesar de esto, ¡qué poca estima tienen los
hombres de la gracia! Imaginemos, por un instante, a un hombre al que le fuera
concedido ser el rey de un vastísimo y riquísimo imperio y que este hombre, de
la noche a la mañana y sin motivo válido alguno, renunciara a su investidura
real, arrojara la corona de su cabeza y el cetro de las manos y en lugar de las
vestiduras reales comenzase a vestir con andrajos, además de andar descuidado
en su higiene y por lo tanto maloliente y se decidiese a andar así por las
calles, siendo visto por todos y por todos siendo conocida la situación en la
que voluntariamente se puso. ¿Se puede decir que en esa persona hay algo de
cordura?[7]
De manera análoga sucede con el pecador que, por propia voluntad, se atreve a
perder la gracia, perdiendo con ello el derecho al Reino de los cielos,
despojándose voluntariamente de su condición de hijo de Dios y heredero del
Reino, revistiéndose ignominiosamente con las vestiduras del pecado,
deshaciéndose de todo bien y llenándose de toda abominación y suciedad y esto,
delante de Dios y de los ángeles.
¡Nuestra Señora de la Eucaristía, que nunca cometamos la insensatez de dejar el
don de la gracia por la nada y malicia del pecado!
Oración final: “Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo. Te
pido perdón por los que no creen, ni esperan, ni te adoran, ni te aman” (tres
veces).
“Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo
os adoro profundamente y os ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y
Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, Presente en todos los sagrarios del
mundo, en reparación por los ultrajes, sacrilegios e indiferencias, con los
cuales Él mismo es continuamente ofendido. Por los infinitos méritos de su
Sacratísimo Corazón y los del Inmaculado Corazón de María, os pido la
conversión de los pobres pecadores. Amén”.
Canto final: “Un día al cielo iré y la contemplaré”.
[1] Cfr. Juan Eusebio Nieremberg, Aprecio
y estima de la Divina Gracia, Apostolado Mariano de Sevilla, s. d., 68.
[2] Cfr. Nieremberg, o. c., 68.
[3] Cfr. Nieremberg, ibidem.
[4] Cfr. Nieremberg, ibidem.
[5] Ambr. in Psalm. 2.
[6] Cfr. Nieremberg, ibidem.
[7] Cfr. Nieremberg, ibidem.
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