Inicio: ofrecemos
esta Hora Santa y el rezo del Santo Rosario meditado en reparación y desagravio
por la festividad diabólico-pagana de Halloween. En esta festividad, de
manifiesto carácter satánico, se cometen innumerables sacrilegios eucarísticos,
además de sacrificios humanos. Para reparar por esta celebración del Infierno,
ofrecemos esta Hora Santa y el rezo del Santo Rosario meditado.
Canto inicial: “Cristianos, venid, cristianos llegad”.
Oración inicial: “Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo. Te
pido perdón por los que no creen, ni esperan, ni te adoran, ni te aman” (tres
veces).
“Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo os
adoro profundamente y os ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y
Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, presente en todos los sagrarios del
mundo, en reparación por los ultrajes, sacrilegios e indiferencias, con los
cuales Él mismo es continuamente ofendido. Por los infinitos méritos de su
Sacratísimo Corazón y los del Inmaculado Corazón de María, os pido la
conversión de los pobres pecadores. Amén”.
Inicio del rezo del Santo Rosario (misterios a elección).
Primer Misterio del Santo Rosario.
Meditación.
Santo Tomás de Aquino afirma que “el bien de la gracia de
un hombre solo es mayor que el bien de la naturaleza de todo el universo”[1]. Es
decir, la gracia santificante que embellece el alma de un solo hombre, tiene
más valor que todo el universo. Y según San Agustín, la gracia de Dios no
solamente sobrepasa a todas las estrellas y todos los cielos, sino también a
todos los ángeles[2].
La razón es que, por la gracia, el alma recibe la participación en la vida
divina trinitaria, lo cual es un bien infinitamente más grandioso que si Dios diera
a alguien todos los bienes del mundo y le concediera todas las perfecciones
naturales de un ángel[3]. Por
esta razón, no hay nada más precioso que la gracia que nos mereció el Hijo de
Dios con su sacrificio en la cruz, así como tampoco hay mayor desgracia que su
pérdida por parte de un alma[4]. ¡Nuestra Señora de la Eucaristía, Mediadora
de todas las gracias, que pueda yo comprender el valor infinito de la gracia!
Un Padre Nuestro, diez
Ave Marías, un Gloria.
Segundo Misterio del Santo Rosario.
Meditación.
En la Escritura se narra que el profeta Jeremías se puso
a llorar la pérdida de toda una ciudad. Cuando Job perdió todos sus bienes
naturales –casas, ganados, hijos y salud-, sus amigos quedaron sin habla por
siete días. Ahora bien, si alguien pierde la gracia, pierde algo inmensamente
más valioso que una ciudad entera y que todos los bienes naturales que se
puedan poseer. Si se pierde la gracia, se pierde aquello que levanta al alma
por encima de la naturaleza, no solo la humana, sino también la angélica; se pierden
los dones del Espíritu Santo y al mismo Espíritu Santo; se pierde el ser hijo
adoptivo de Dios; se pierde el ser su amigo y gozar de su Presencia trinitaria
en el corazón; se pierde a Dios Uno y Trino y con esto no se necesita perder
nada más, porque quien perdió a Dios, lo perdió todo. El desprecio y la pérdida
de la gracia hace al hombre el ser más miserable del universo, así como su
posesión lo enaltece por encima de los ángeles, hasta ponerlo a los pies de
Dios. Pierden la gracia quienes estiman por más valiosos los tesoros de la
tierra que al mismo Dios. ¡Nuestra Señora
de la Eucaristía, danos una conciencia viva y un amor sobrenatural a la gracia,
para que seamos capaces de preferir morir antes que ofender a Dios y perder la
gracia por el pecado!
Un Padre Nuestro, diez
Ave Marías, un Gloria.
Tercer
Misterio del Santo Rosario.
Meditación.
El hombre terrenal, que “atesora para sí y no para Dios”,
que idolatra los bienes materiales y les da su corazón, no sabe lo que hace,
porque prefiere el oro y la plata, que comparados con la gracia son como la
arena y el barro, antes que el más grande bien espiritual que jamás el alma pueda
siquiera soñar, la participación en la vida divina de Dios Uno y Trino. El corazón
del hombre, herido por el pecado original, se engaña cuando se deja atrapar por
el mundo y sus bienes, siendo esto el mayor mal, porque en el corazón no hay
lugar para Dios y el mundo: o está entronizado Dios en el corazón, por medio de
la gracia, o está entronizado el mundo en el corazón del hombre sin Dios y sin
la gracia. Para no caer en este engaño, es necesario meditar acerca de la
grandeza de la gracia y cuánto supera en majestad y gloria a todos los bienes
del mundo. ¡Nuestra Señora de la
Eucaristía, ayúdanos para que seamos prontos en rechazar al mundo y sus
atractivos, y prontos para conservar la gracia y acrecentarla!
Un Padre
Nuestro, diez Ave Marías, un Gloria.
Cuarto
Misterio del Santo Rosario.
Meditación.
El Apóstol Pedro nos llama también a apreciar la gracia,
con estas palabras: “Grandísimas y preciosas promesas nos ha dado Dios para que
por ellas nos hagamos participantes de la naturaleza divina, huyendo de toda la
corrupción de deseos que hay en el mundo” (2 Pe 1). Las maravillas de la gracia
divina, que nos hace partícipes de la naturaleza y de la vida de Dios Trino,
son incompatibles con las cosas del mundo, porque el mundo y todo lo que el
mundo ofrece es perecedero, mientras que por la gracia nos unimos a Dios, que
es eterno. Los bienes de la gracia son llamados “grandísimos y preciosos”,
mientras que los bienes del mundo son de tal naturaleza dañinos para el alma,
que hay que “huir” de ellos lo antes posible. Con respecto a la grandeza de la
gracia, dice San Juan Crisóstomo: “Quien aprecia y admira la grandeza de la
gracia que viene de Dios, este tal será para adelante más cuidadoso y atento de
su aprovechamiento y salud espiritual y mucho más inclinado al estudio de las
virtudes”. ¡Nuestra Señora de la
Eucaristía, inclina nuestro corazón a tu Hijo, Jesús Eucaristía, Gracia
Increada y Fuente de toda gracia, para que viviendo en la gracia en el tiempo,
merezcamos la gloria eterna!
Un Padre
Nuestro, diez Ave Marías, un Gloria.
Quinto
Misterio del Santo Rosario.
Meditación.
La gracia es un bien tan grande, que es digno de
estimarse por encima de cualquier otro bien terreno, por grande y numeroso que
este sea. Éste es el bien del cual dijo Nuestro Señor que hay que atesorar en
el cielo: “Atesorad tesoros en el cielo”. No se pueden atesorar en el cielo ni
el oro ni la plata, pero sí la gracia que hace al alma partícipe de la naturaleza
divina y fue obtenida para nosotros al altísimo precio de la Sangre de Nuestro
Señor Jesucristo. Es de Dios Uno y Trino, Dios eterno, de donde descienden, a
través del Corazón traspasado de su Hijo en la Cruz, y a través del Corazón
Eucarístico de su Hijo Presente en la Eucaristía, toda gracia y todo bien, de
donde se sigue que quien esté tanto más cerca de la Cruz y de la Sagrada
Eucaristía, tanta más gracia recibirá en su alma. Y al contrario también es verdad:
quien más se aleje de la Cruz y de la Eucaristía, tanta menos gracia poseerá en
sí. Es la Virgen la que está al pie de la Cruz y al pie del sagrario, por lo
que a Ella le debemos implorar que no permita que nuestras pasiones nos alejen
de su Hijo Jesús. ¡Oh Virgen Santísima,
Nuestra Señora de la Eucaristía, que estás de pie en la Cruz, en la cima del
Monte Calvario, y estás de rodillas ante el sagrario, adorando la Presencia
Eucarística de tu Hijo Jesús, no permitas que la mundanidad a la que estamos
inclinados nos aleje de ti y de tu Hijo, Fuente Increada de la gracia!
Oración final: “Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo. Te
pido perdón por los que no creen, ni esperan, ni te adoran, ni te aman” (tres
veces).
“Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo os
adoro profundamente y os ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y
Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, presente en todos los sagrarios del
mundo, en reparación por los ultrajes, sacrilegios e indiferencias, con los
cuales Él mismo es continuamente ofendido. Por los infinitos méritos de su
Sacratísimo Corazón y los del Inmaculado Corazón de María, os pido la
conversión de los pobres pecadores. Amén”.
Canto final: “Un día al cielo iré y la contemplaré”.
[3] Cfr. Juan Eusebio Nieremberg, Aprecio
y estima de la Divina Gracia, Apostolado Mariano, Sevilla s. d., 9.
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