Inicio: ofrecemos esta
Hora Santa y el rezo del Santo Rosario meditado en reparación por quienes hacen
apología del aborto, instando a la muerte de lo que constituye la “imagen y
semejanza de Dios”, el ser humano.
Canto inicial: “Cantemos al Amor de
los amores”.
Oración
inicial: “Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo. Te pido
perdón, por los que no creen, ni esperan, ni te adoran, ni te aman” (tres
veces).
“Santísima
Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo os adoro profundamente y os ofrezco
el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo,
Presente en todos los sagrarios del mundo, en reparación por los ultrajes,
sacrilegios e indiferencias con los cuales Él mismo es continuamente ofendido.
Por los infinitos méritos de su Sacratísimo Corazón y los del Inmaculado
Corazón de María, os pido la conversión de los pobres pecadores. Amén”.
Inicio
del rezo del Santo Rosario (misterios a elección).
Primer
Misterio del Santo Rosario.
Meditación.
En
el esplendor litúrgico del nacimiento de Nuestro Señor, la Iglesia canta: “El
Logos se hizo carne y habitó entre nosotros y hemos visto su gloria, gloria
como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad” (Jn 1, 14; Resp. XII de la Vigilia)[1].
El día de la Epifanía, la Iglesia se aplica a sí misma estas voces de los
Profetas: “Levántate y resplandece, Jerusalén, que ya se alza tu luz, y la
gloria del Señor alborea para ti, mientras está cubierta de sombras la tierra y
los pueblos yacen en tinieblas. Sobre ti viene la aurora del Señor y en ti se
manifiesta su gloria” (Is 60, 1ss).
Es decir, en el día del Nacimiento del Señor, la Iglesia celebra que ella es
recubierta por el esplendor y la gloria de Dios, mientras el mundo yace “en
tinieblas y en sombra de muerte” y el esplendor y la gloria de Dios con los que
la Iglesia se recubre, brotan del Acto de Ser divino trinitario del Niño de
Belén. Para la Iglesia, el Nacimiento de Dios hecho Niño es motivo de júbilo y
de alegría sobrenatural, porque ese Niño es la luz y la gloria de Dios, luz y
gloria de vida divina que se derraman sobre la Iglesia, haciéndola resplandecer
en medio de un mundo inmerso en las tinieblas y sombras de muerte.
Un
Padre Nuestro, Diez Ave Marías, un Gloria.
Segundo
Misterio del Santo Rosario.
Meditación.
¿Quiere decir esto que, quienes vivimos en esta vida mortal,
contemplamos con nuestros ojos mortales, la gloria de Dios que resplandece
sobre la Iglesia brotando del Cuerpo del Niño Jesús? No, lo veremos cara a cara
solo en la otra vida: “lo veremos tal cual Es” (1 Jn 3, 2). Es decir, en esta vida terrena y mortal no vemos con
los ojos del cuerpo a la gloria de Dios que brota del Niño Jesús, pero sí lo
podemos ver con los ojos del alma, iluminados con la luz de la fe. De manera similar,
ese mismo Dios que resplandece en el Pesebre y desde el cual se irradian la luz
y la gloria divina, está oculto en la apariencia de pan, en la Eucaristía. Esto
quiere decir que, si con los ojos del cuerpo vemos sólo apariencia de pan, con
los ojos del alma iluminados con la luz de la fe vemos a Aquel que Es: vemos a
Jesús, el Hijo de Dios, Presente en Persona con su Cuerpo, Sangre, Alma y
Divinidad en la Eucaristía, bajo apariencia de pan. Solo en la otra vida,
cuando nuestro cuerpo –por la gracia y misericordia de Dios- haya sido
revestido de la gloria inmortal, veremos al Niño Dios cara a cara, veremos a
ese mismo Niño que hoy se nos oculta a los ojos del cuerpo, pero que se nos
revela en la Eucaristía, a los ojos del alma.
Un Padre Nuestro, Diez Ave Marías, un Gloria.
Tercer
Misterio del Santo Rosario.
Meditación.
Quien ve a Cristo, ve la gloria de Dios, la gloria del Hijo
de Dios hecho hombre y es a esto a lo que se refiere Juan: “El Logos se hizo
carne y hemos visto su gloria”. La revelación de su gloria va unida a la
Encarnación del Logos. El Logos resplandece en la eternidad, en el seno del
Padre y en la unión del Espíritu Santo, como “luz inaccesible” que “ningún
hombre vio ni puede ver” (1 Tim 6,
16), pero cuando se encarna, esa gloria de Dios se hace visible en la carne de
Cristo, cuando el Logos se encarna en el seno virgen de María. Y cuando el
Logos prolonga su Encarnación en el seno virgen de la Iglesia, el altar
eucarístico, quienes ven la Eucaristía, ven la gloria de Dios oculta en
apariencia de pan. Por esta razón, así como quienes veían con sus ojos corpóreos
al Hombre-Dios Jesucristo veían la gloria de Dios encarnada, así también
quienes en la Iglesia ven la Eucaristía, ven la gloria de Dios encarnada y
oculta en apariencia de pan. Por esta razón, estar delante de la Eucaristía en
adoración, es el equivalente, para el alma que peregrina en esta tierra, al
estar en adoración, contemplando cara a cara al Cordero de Dios, tal como lo
hacen los ángeles y los santos en el cielo.
Un Padre Nuestro, Diez Ave Marías, un Gloria.
Cuarto
Misterio del Santo Rosario.
Meditación.
Cuando los pastores, avisados por los ángeles, y los Reyes
Magos, orientados por la Estrella de Belén, acuden al Portal de Belén, ven a un
niño, pero el mismo no se trata de un niño más entre tantos: es el Niño Dios,
es Dios Hijo encarnado; es el Dios de la gloria y majestad infinita hecho carne
y por esta razón es que lo adoran, porque ven en Él, con los ojos del cuerpo
iluminados por la luz de la fe, no a un niño humano, sino al Niño Dios; ven,
con los ojos del alma iluminados por la gracia, a Dios Hijo hecho Niño; ven a
la Gloria del Padre encarnada, tal como lo dice el Evangelista Juan: “El Logos
se hizo carne y hemos visto su gloria”. El mismo Logos Espíritu Puro que Juan
contempla en el seno del Padre en las alturas, lleno de gloria y majestad, es
el mismo Logos que el mismo Juan contempla ya salido milagrosa y virginalmente
del seno de la Virgen Madre en el Portal de Belén: “El Logos era Dios, estaba
en Dios; el Logos se hizo carne y hemos visto su gloria”. Quien contempla al
Niño de Belén, quien contempla la Eucaristía, contempla la gloria de Dios hecha
carne; contempla la gloria de Dios oculta en apariencia de pan.
Un Padre Nuestro, Diez Ave Marías, un Gloria.
Quinto
Misterio del Santo Rosario.
Meditación.
Contemplar a Cristo crucificado es entonces también
contemplar al Kyrios de la gloria, al Señor de la gloria. La gloria de Cristo
crucificado no es la gloria del mundo, es la gloria divina, la gloria que Él
posee junto al Padre desde la eternidad, como Unigénito del Padre. Quien
contempla la cruz con Cristo crucificado, contempla la gloria del Padre, de un
modo análogo a como los ángeles y santos contemplan al Cordero, cara a cara, en
los cielos eternos. De un modo análogo, porque la gloria del Cristo crucificado
está velada a los ojos corporales, pero está revelada a los ojos del cuerpo
iluminados por la luz de la fe. La gloria de la cruz se contrapone radicalmente
a la gloria del mundo, la sobrepasa, la juzga y la condena, porque la gloria de
la cruz no consiste ni en poder, ni en ciencia ni en saber de este mundo. El
Crucificado es el Rey de la gloria, porque posee desde la eternidad la gloria
del Padre: “Jesucristo es Kyrios en
la gloria del Padre” (Fil 2, 11). El
cristiano es el que confiesa que este Cristo crucificado, “escándalo para los
judíos y locura para los gentiles” (1 Cor
1, 18) es el Kyrios, el Señor
Todopoderoso. A los ojos del mundo, el Crucificado parece necedad y debilidad y
sin embargo, a los ojos de Dios, el Crucificado es Sabiduría y Poder de Dios,
porque Él es el Unigénito. De la misma manera, a los ojos del mundo, la
Eucaristía parece un débil pan, pero a los ojos del adorador, es el Kyrios, es el Señor de la gloria, que ha
pasado ya por su misterio pascual de muerte y resurrección y reina glorioso
desde la Eucaristía. Y porque la Eucaristía es el Señor de la gloria, es que
los cristianos nos postramos ante la Presencia Eucarística del Señor de la
gloria y lo adoramos “en espíritu y en verdad” (cfr. Jn 4, 23-24).
Oración
final: “Dios mío, yo creo, espero, te
adoro y te amo. Te pido perdón, por los que no creen, ni esperan, ni te adoran,
ni te aman” (tres veces).
“Santísima
Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo os adoro profundamente y os ofrezco
el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo,
Presente en todos los sagrarios del mundo, en reparación por los ultrajes,
sacrilegios e indiferencias con los cuales Él mismo es continuamente ofendido.
Por los infinitos méritos de su Sacratísimo Corazón y los del Inmaculado
Corazón de María, os pido la conversión de los pobres pecadores. Amén”.
Canto
final: “Un día al cielo iré y la
contemplaré”.
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