martes, 18 de septiembre de 2018

Hora Santa en reparación por quienes hacen apología del aborto 130918



         Inicio: ofrecemos esta Hora Santa y el rezo del Santo Rosario meditado en reparación por quienes hacen apología del aborto, instando a la muerte de lo que constituye la “imagen y semejanza de Dios”, el ser humano.

         Canto inicial: “Cantemos al Amor de los amores”.

         Oración inicial: “Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo. Te pido perdón, por los que no creen, ni esperan, ni te adoran, ni te aman” (tres veces).

         “Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo os adoro profundamente y os ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, Presente en todos los sagrarios del mundo, en reparación por los ultrajes, sacrilegios e indiferencias con los cuales Él mismo es continuamente ofendido. Por los infinitos méritos de su Sacratísimo Corazón y los del Inmaculado Corazón de María, os pido la conversión de los pobres pecadores. Amén”.

         Inicio del rezo del Santo Rosario (misterios a elección).

         Primer Misterio del Santo Rosario.

         Meditación.

En el esplendor litúrgico del nacimiento de Nuestro Señor, la Iglesia canta: “El Logos se hizo carne y habitó entre nosotros y hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad” (Jn 1, 14; Resp. XII de la Vigilia)[1]. El día de la Epifanía, la Iglesia se aplica a sí misma estas voces de los Profetas: “Levántate y resplandece, Jerusalén, que ya se alza tu luz, y la gloria del Señor alborea para ti, mientras está cubierta de sombras la tierra y los pueblos yacen en tinieblas. Sobre ti viene la aurora del Señor y en ti se manifiesta su gloria” (Is 60, 1ss). Es decir, en el día del Nacimiento del Señor, la Iglesia celebra que ella es recubierta por el esplendor y la gloria de Dios, mientras el mundo yace “en tinieblas y en sombra de muerte” y el esplendor y la gloria de Dios con los que la Iglesia se recubre, brotan del Acto de Ser divino trinitario del Niño de Belén. Para la Iglesia, el Nacimiento de Dios hecho Niño es motivo de júbilo y de alegría sobrenatural, porque ese Niño es la luz y la gloria de Dios, luz y gloria de vida divina que se derraman sobre la Iglesia, haciéndola resplandecer en medio de un mundo inmerso en las tinieblas y sombras de muerte.

Un Padre Nuestro, Diez Ave Marías, un Gloria.

Segundo Misterio del Santo Rosario.

Meditación.

         ¿Quiere decir esto que, quienes vivimos en esta vida mortal, contemplamos con nuestros ojos mortales, la gloria de Dios que resplandece sobre la Iglesia brotando del Cuerpo del Niño Jesús? No, lo veremos cara a cara solo en la otra vida: “lo veremos tal cual Es” (1 Jn 3, 2). Es decir, en esta vida terrena y mortal no vemos con los ojos del cuerpo a la gloria de Dios que brota del Niño Jesús, pero sí lo podemos ver con los ojos del alma, iluminados con la luz de la fe. De manera similar, ese mismo Dios que resplandece en el Pesebre y desde el cual se irradian la luz y la gloria divina, está oculto en la apariencia de pan, en la Eucaristía. Esto quiere decir que, si con los ojos del cuerpo vemos sólo apariencia de pan, con los ojos del alma iluminados con la luz de la fe vemos a Aquel que Es: vemos a Jesús, el Hijo de Dios, Presente en Persona con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad en la Eucaristía, bajo apariencia de pan. Solo en la otra vida, cuando nuestro cuerpo –por la gracia y misericordia de Dios- haya sido revestido de la gloria inmortal, veremos al Niño Dios cara a cara, veremos a ese mismo Niño que hoy se nos oculta a los ojos del cuerpo, pero que se nos revela en la Eucaristía, a los ojos del alma.

         Un Padre Nuestro, Diez Ave Marías, un Gloria.

Tercer Misterio del Santo Rosario.

Meditación.

         Quien ve a Cristo, ve la gloria de Dios, la gloria del Hijo de Dios hecho hombre y es a esto a lo que se refiere Juan: “El Logos se hizo carne y hemos visto su gloria”. La revelación de su gloria va unida a la Encarnación del Logos. El Logos resplandece en la eternidad, en el seno del Padre y en la unión del Espíritu Santo, como “luz inaccesible” que “ningún hombre vio ni puede ver” (1 Tim 6, 16), pero cuando se encarna, esa gloria de Dios se hace visible en la carne de Cristo, cuando el Logos se encarna en el seno virgen de María. Y cuando el Logos prolonga su Encarnación en el seno virgen de la Iglesia, el altar eucarístico, quienes ven la Eucaristía, ven la gloria de Dios oculta en apariencia de pan. Por esta razón, así como quienes veían con sus ojos corpóreos al Hombre-Dios Jesucristo veían la gloria de Dios encarnada, así también quienes en la Iglesia ven la Eucaristía, ven la gloria de Dios encarnada y oculta en apariencia de pan. Por esta razón, estar delante de la Eucaristía en adoración, es el equivalente, para el alma que peregrina en esta tierra, al estar en adoración, contemplando cara a cara al Cordero de Dios, tal como lo hacen los ángeles y los santos en el cielo.

         Un Padre Nuestro, Diez Ave Marías, un Gloria.

Cuarto Misterio del Santo Rosario.

Meditación.

         Cuando los pastores, avisados por los ángeles, y los Reyes Magos, orientados por la Estrella de Belén, acuden al Portal de Belén, ven a un niño, pero el mismo no se trata de un niño más entre tantos: es el Niño Dios, es Dios Hijo encarnado; es el Dios de la gloria y majestad infinita hecho carne y por esta razón es que lo adoran, porque ven en Él, con los ojos del cuerpo iluminados por la luz de la fe, no a un niño humano, sino al Niño Dios; ven, con los ojos del alma iluminados por la gracia, a Dios Hijo hecho Niño; ven a la Gloria del Padre encarnada, tal como lo dice el Evangelista Juan: “El Logos se hizo carne y hemos visto su gloria”. El mismo Logos Espíritu Puro que Juan contempla en el seno del Padre en las alturas, lleno de gloria y majestad, es el mismo Logos que el mismo Juan contempla ya salido milagrosa y virginalmente del seno de la Virgen Madre en el Portal de Belén: “El Logos era Dios, estaba en Dios; el Logos se hizo carne y hemos visto su gloria”. Quien contempla al Niño de Belén, quien contempla la Eucaristía, contempla la gloria de Dios hecha carne; contempla la gloria de Dios oculta en apariencia de pan.

         Un Padre Nuestro, Diez Ave Marías, un Gloria.

Quinto Misterio del Santo Rosario.

Meditación.

         Contemplar a Cristo crucificado es entonces también contemplar al Kyrios de la gloria, al Señor de la gloria. La gloria de Cristo crucificado no es la gloria del mundo, es la gloria divina, la gloria que Él posee junto al Padre desde la eternidad, como Unigénito del Padre. Quien contempla la cruz con Cristo crucificado, contempla la gloria del Padre, de un modo análogo a como los ángeles y santos contemplan al Cordero, cara a cara, en los cielos eternos. De un modo análogo, porque la gloria del Cristo crucificado está velada a los ojos corporales, pero está revelada a los ojos del cuerpo iluminados por la luz de la fe. La gloria de la cruz se contrapone radicalmente a la gloria del mundo, la sobrepasa, la juzga y la condena, porque la gloria de la cruz no consiste ni en poder, ni en ciencia ni en saber de este mundo. El Crucificado es el Rey de la gloria, porque posee desde la eternidad la gloria del Padre: “Jesucristo es Kyrios en la gloria del Padre” (Fil 2, 11). El cristiano es el que confiesa que este Cristo crucificado, “escándalo para los judíos y locura para los gentiles” (1 Cor 1, 18) es el Kyrios, el Señor Todopoderoso. A los ojos del mundo, el Crucificado parece necedad y debilidad y sin embargo, a los ojos de Dios, el Crucificado es Sabiduría y Poder de Dios, porque Él es el Unigénito. De la misma manera, a los ojos del mundo, la Eucaristía parece un débil pan, pero a los ojos del adorador, es el Kyrios, es el Señor de la gloria, que ha pasado ya por su misterio pascual de muerte y resurrección y reina glorioso desde la Eucaristía. Y porque la Eucaristía es el Señor de la gloria, es que los cristianos nos postramos ante la Presencia Eucarística del Señor de la gloria y lo adoramos “en espíritu y en verdad” (cfr. Jn 4, 23-24).

Oración final: “Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo. Te pido perdón, por los que no creen, ni esperan, ni te adoran, ni te aman” (tres veces).

“Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo os adoro profundamente y os ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, Presente en todos los sagrarios del mundo, en reparación por los ultrajes, sacrilegios e indiferencias con los cuales Él mismo es continuamente ofendido. Por los infinitos méritos de su Sacratísimo Corazón y los del Inmaculado Corazón de María, os pido la conversión de los pobres pecadores. Amén”.

Canto final: “Un día al cielo iré y la contemplaré”.


        


[1] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Misterio de la cruz, Ediciones Guadarrama, Madrid 1964, 199ss.

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