Inicio: ofrecemos esta Hora Santa y el rezo del
Santo Rosario en reparación por el ataque vandálico perpetrado contra una
iglesia parroquial en Quequén, Argentina, el pasado agosto de 2018. La información
relativa a tan penoso episodio se puede encontrar en los siguientes enlaces:
Basaremos nuestras
meditaciones en el libro “La Palabra continúa en el signo de los tiempos”, de
Giuliana Crescio[1].
Canto
inicial: “Cristianos, venid, cristianos,
llegad, a adorar a Cristo que está en el altar”.
Oración
inicial: “Dios mío, yo creo, espero, te
adoro y te amo. Te pido perdón por los que no creen, ni esperan, ni te adoran
ni te aman” (tres veces).
“Santísima
Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo os adoro profundamente y os ofrezco
el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo,
Presente en todos los sagrarios del mundo, en reparación por los ultrajes,
sacrilegios e indiferencias con los cuales Él mismo es continuamente ofendido.
Por los infinitos méritos de su Sacratísimo Corazón y los del Inmaculado
Corazón de María, os pido la conversión de los pobres pecadores. Amén”.
Inicio
del rezo del Santo Rosario (misterios a elección).
Primer
Misterio del Santo Rosario.
Meditación.
Dios Uno y Trino ha creado al hombre a su imagen y
semejanza y aunque el hombre vive en la tierra, no está destinado a la tierra,
sino que está destinado al cielo. El hombre está compuesto de cuerpo, que es
materia, y de alma, que es espíritu. El hombre no debe permitir que la materia
o que la carnalidad corporal ahoguen al espíritu, porque así pierde de vista
que su destino final no esta tierra ni este mundo, sino el Reino de los cielos.
El hombre vive en la tierra, pero la tierra es solo un destino temporal, es un
destino pasajero, es un lugar de paso. El hombre está en la tierra, pero no es
de la tierra. Por eso Jesús dice en el Evangelio que “atesoremos tesoros en el
Cielo” y que Él irá al Cielo, después de su muerte en cruz, para “reservarnos
una habitación en la Casa del Padre”. Si Jesús no dijera ni hiciera esto,
estaríamos destinados a la tierra, pero no, estamos destinados al Cielo. Hacer de
esta tierra una morada permanente es un error: el cristiano debe tener siempre
los pies en la tierra y la vista del alma en el Cielo, en el Reino de los
Cielos.
Un
Padrenuestro, Diez Ave Marías, Un Gloria.
Segundo
Misterio del Santo Rosario.
Meditación.
Solamente más allá de esta vida terrena, en el Reino de
Dios, está todo lo que el hombre puede desear. Y todavía más, porque la
contemplación de la Trinidad supera infinitamente lo que el hombre pueda llegar
a imaginar. Todos los deseos de felicidad se cumplen en el Cielo y de tal
manera, que si el hombre no estuviera sostenido por la gracia, no podría
soportar tanta felicidad. En el Reino de los cielos, “el gusano no corroe”,
porque la vida y los bienes son espirituales, celestiales, sobrenaturales y no
pueden perecer. Aquí, en la tierra, hasta el oro se corrompe y se corrompe
también el cuerpo cuando por la muerte se separa del alma. En el Cielo no hay
muerte; los bienaventurados tienen sus cuerpos y almas reunificados en la vida
y la gloria de Dios y son felices, con una felicidad que no les alcanzarán
eternidades de eternidades para poder gozar de ella. El hombre se equivoca
cuando pone su corazón en las cosas terrenas. Es en las cosas del cielo en
donde hay que poner el corazón, porque el Cielo es el verdadero y único tesoro
que debe desear el hombre: “Donde esté tu tesoro, ahí estará tu corazón”. En esta
tierra, nuestro tesoro debe ser la Eucaristía, de manera que nuestro corazón
esté firmemente adherido y anclado a la Eucaristía. Y así, cuando llegue la
hora de pasar de este mundo a la vida eterna, nuestro corazón seguirá adherido
y anclado al Cordero de Dios, Jesucristo.
Un
Padrenuestro, Diez Ave Marías, Un Gloria.
Tercer
Misterio del Santo Rosario.
Meditación.
El Reino de Dios, en donde se encuentran los
bienaventurados –muchos de los que vivieron aquí en la tierra en tiempos
pasados-, todo es belleza, armonía, paz, amor celestial y luz divina. No hay
pesares, ni incertidumbre, ni llanto, ni dolor. Todo es armonía celestial,
porque todas las almas de los bienaventurados, así como los ángeles de Dios,
giran alrededor suyo, así como los astros giran alrededor del sol, recibiendo
de Dios Trino los rayos de su gracia, que colman a la creatura con una
felicidad imposible de describir con palabras humanas, pero que tampoco es
posible siquiera imaginar ni tampoco se puede comprender con la mente humana. Así
como las ovejas del redil saben cuál es el lugar de descanso y a él se dirigen,
guiadas por el pastor, así las almas humanas deben saber que el Reino de los
Cielos es su morada definitiva y que Quien nos guía es el Buen Pastor,
Jesucristo. Algunas ovejas no quieren entrar, otras se extravían, otras
continúan a paso firme hasta el redil, detrás del pastor. Es la imagen de las
almas humanas en esta tierra: algunas no quieren entrar en el Reino de Dios,
otras se detienen en el camino de la perfección, atraídos por las riquezas
terrenas; otras, en cambio, van asciendo en el camino de la perfección cristiana,
que consiste en la unión en el amor y la fe, a Jesús Sacramentado, como
anticipo de la unión en la gloria en la vida eterna. Jesús, Buen Pastor, nos
prepara el aprisco y nos alimenta, con su Cuerpo y su Sangre, en este ascender
al Reino de los Cielos que consiste esta vida terrena.
Un
Padrenuestro, Diez Ave Marías, Un Gloria.
Cuarto
Misterio del Santo Rosario.
Meditación.
Para llegar al Reino de los Cielos, no bastan con las
buenas intenciones, ni los buenos deseos, y ni siquiera bastan las buenas
acciones. Para llegar al Reino de los Cielos, es necesaria la gracia
santificante; por esta razón, el alma debe estar en estado de gracia de modo
permanente y si por debilidad humana la pierde, debe buscar de recuperarla
cuanto antes, por medio de la Confesión Sacramental. En estado de gracia, ahí
sí cobran sentido las buenas intenciones, los buenos deseos y las buenas
acciones, porque la gracia diviniza al hombre y hace que todas sus obras sean
meritorias para alcanzar el Cielo. Dios Trino hizo el Cielo para nosotros, los
hombres, pero como en el Cielo solo cabe la gloria de Dios, nadie que no esté
en gracia plena puede ingresar en el Reino celestial. “Lucha es la vida del
hombre sobre la tierra”, dice la Escritura, y es lucha contra las potestades
infernales y contra las pasiones propias, que solo pueden ser vencidas, unas y
otras, con la gracia santificante, de ahí su importancia. La gracia
santificante en el alma es el equivalente a poseer, ya en esta tierra y en esta
vida, un trocito de Cielo en el corazón y contemplar y adorar la Eucaristía es
contemplar y adorar, ya desde la tierra, al Cordero de Dios, para seguir
después adorándolo por las eternidades de eternidades en la bienaventuranza.
Un
Padrenuestro, Diez Ave Marías, Un Gloria.
Quinto
Misterio del Santo Rosario.
Meditación.
El hombre ha sido creado para el Reino de Dios, pero no
puede llegar al Reino sino es por la Cruz de Cristo. La Cruz es el yugo de
Jesucristo y quien no carga su yugo, no puede llegar al Cielo. El yugo de
Cristo, la Cruz, parece pesada y en realidad es pesada, porque la vuelve pesada
no el leño en sí, sino nuestros pecados, pero se vuelve liviana para nosotros, porque
cuando nos decidimos a cargar nuestra Cruz, es Cristo quien la carga y la lleva
por nosotros. Así se explican las palabras de Jesús: “Carguen sobre ustedes mi
yugo y aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón, y así
encontrarán alivio. Porque mi yugo es suave y mi carga liviana” (Mt 11, 28-30). Quien carga sobre sí el
yugo de Cristo, carga una Cruz liviana, porque Jesús aliviana el peso de la
Cruz. Pero para cargar la Cruz de cada día, es necesario que el alma aprenda de
la paciencia, de la humildad y la mansedumbre de Jesucristo. Sin paciencia, sin
humildad y sin mansedumbre, no se puede llevar el yugo de Cristo y así no puede
el alma entrar en el Reino del Cielo, que Dios tiene preparado para nosotros.
La contemplación y la adoración eucarísticas son, en sí mismas, una gracia y
una gracia que convierte al alma en una imitación viviente del Sagrado Corazón
de Jesús, que es “manso y humilde”, preparándola así para entrar en el Reino de
los Cielos. De ahí la importancia de la adoración eucarística y el hecho de que
no sea igual adorar o no adorar a la Eucaristía. Quien adora a la Eucaristía,
ve convertido su corazón en una copia viviente de los Sagrados Corazones de
Jesús y María y además empieza a gozar, ya desde aquí, desde la tierra, y en
medio de las tribulaciones y persecuciones del mundo, de la alegría eterna del
Reino de Dios, que brota del Ser divino trinitario como de una fuente
inagotable.
Oración
final: “Dios mío, yo creo, espero, te
adoro y te amo. Te pido perdón por los que no creen, ni esperan, ni te adoran
ni te aman” (tres veces).
“Santísima
Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo os adoro profundamente y os ofrezco
el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo,
Presente en todos los sagrarios del mundo, en reparación por los ultrajes,
sacrilegios e indiferencias con los cuales Él mismo es continuamente ofendido.
Por los infinitos méritos de su Sacratísimo Corazón y los del Inmaculado
Corazón de María, os pido la conversión de los pobres pecadores. Amén”.
Canto
final: “El Trece de Mayo en Cova de
Iría”.
[1] Giuliana Crescio, La Palabra continúa en el signo de
los tiempos, Ediciones Fundación Camino de Emaús, Buenos Aires1
2005, 48-55.
No hay comentarios:
Publicar un comentario