Una de las iglesias católicas demolidas en China.
En primer plano, el busto de una imagen destruida de la Virgen.
Inicio: ofrecemos esta
Hora Santa y el rezo del Santo Rosario meditado en reparación y desagravio por
la demolición injustificada de tres iglesias parroquiales católicas en China. La
información relativa a este hecho se puede confrontar en los siguientes sitios:
ucanews.com, Shandong, China;
Además de esto, las imágenes
sagradas –entre ellas, estatuas de la Virgen y de Jesús- fueron destruidas por
completo.
Canto
inicial: “Cristianos, venid, cristianos,
llegad, a adorar a Cristo que está en el altar”.
Oración
inicial: “Dios mío, yo creo, espero, te
adoro y te amo. Te pido perdón por los que no creen, ni esperan, ni te adoran
ni te aman” (tres veces).
“Santísima
Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo os adoro profundamente y os ofrezco
el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo,
Presente en todos los sagrarios del mundo, en reparación por los ultrajes,
sacrilegios e indiferencias con los cuales Él mismo es continuamente ofendido.
Por los infinitos méritos de su Sacratísimo Corazón y los del Inmaculado
Corazón de María, os pido la conversión de los pobres pecadores. Amén”.
Inicio
del rezo del Santo Rosario (misterios a elección).
Primer
Misterio del Santo Rosario.
Meditación.
El fundamento de nuestra santidad consiste en rendir a Dios
el culto que le es debido y el centro del culto perfecto que podemos rendir a
Dios es la Santa Misa[1]. A
través de la Santa Misa, el Santo Sacrificio del altar, ofrecemos a Dios Trino
la máxima gloria que, en cuanto viadores, podemos tributarle desde la tierra. La
razón es que, lo que le ofrecemos a Dios por medio de la Santa Misa, no es pan
de trigo y agua, sino el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro
Señor Jesucristo, único don digno de la divina majestad. Así lo expresa la
Iglesia cuando el sacerdote ostenta la Hostia ya consagrada: “Por Él, con Él y
en Él, a ti Dios Padre Todopoderoso, en la unidad del Espíritu Santo, todo
honor y toda gloria, por los siglos de los siglos”. No existe un don más
grandioso y majestuoso, digno de la grandiosidad y majestuosidad del Padre, que
la ofrenda del Cuerpo y la Sangre de Dios Hijo, por medio del Espíritu Santo,
tal como se realiza en la liturgia eucarística de la Santa Misa. Por la
Eucaristía, le ofrecemos a Dios Omnipotente el más grande honor y la plenitud
de la gloria que Él se merece por su infinita majestad y que nosotros podemos
ofrecer en la debilidad de nuestro estado de viadores y pecadores.
Un Padrenuestro, Diez Ave Marías, Un Gloria.
Segundo
Misterio del Santo Rosario.
Meditación.
Puesto que Dios Trino es la Santidad Increada, Él es la
fuente de toda santidad y ninguna creatura, por perfecta que sea, puede
alcanzar, ni siquiera el más mínimo grado de santidad, sino participa de la
infinita santidad de Dios[2].
Esta santidad, expresada en la majestuosidad de la liturgia eucarística, es
donada a los hombres por medio de la Eucaristía, por cuanto la Eucaristía es el
mismo Dios Tres veces Santo y la Santidad Increada en sí misma. La santidad de
Dios es eterna como Él es eterno, es decir, no tiene comienzo ni fin; Dios es
santo desde siempre y continuará siendo santo por toda la eternidad. La creatura
como el hombre, que vive en el tiempo y en el espacio y está sometida al pecado
y al mal, puede sin embargo, a pesar de esto, participar de la santidad eterna
de Dios, aun desde esta vida y aun siendo viador y pecador. La manera de
hacerlo es por medio de la gracia sacramental: de la confesión primero, que le
quita los pecados y lo llena de gracia y de la Eucaristía después, que lo une,
estando ya en gracia, a Dios, que es infinitamente santo.
Un Padrenuestro, Diez Ave Marías, Un Gloria.
Tercer
Misterio del Santo Rosario.
Meditación.
La luminosa trascendencia de la santidad de Dios puede, por
lo tanto, inhabitar en el corazón del hombre viador, aun cuando éste sea
pecador, porque por la gracia el hombre se vuelve digno de participar de la
divina santidad[3].
Así, el hombre comienza a experimentar, ya desde esta vida, el triunfo obtenido
por Jesucristo con su sacrificio en cruz, sobre los tres grandes enemigos de la
humanidad: el Pecado, el Demonio y la Muerte porque la santidad divina, de la
cual el hombre se hace partícipe por la gracia, es a la vez de eterna,
omnipotente. Sin la gracia que hace partícipes de la santidad divina, el hombre
vive sometido a la concupiscencia y es dominado por las insidias del Enemigo de
las almas, pero con la gracia, al ser partícipe de la santidad de Dios, se
vuelve absolutamente triunfante sobre estos enemigos, saliendo victorioso en las
luchas entabladas contra los enemigos de su salvación. Si el hombre,
libremente, decide prescindir de esta participación a la santidad divina,
sucumbe irremediablemente ante la potencia que sobre él ejercen el Pecado, el
Demonio y la Muerte. Se vuelven así realidad las palabras de Jesús: “Sin Mí,
nada podéis hacer” (Jn 15, 5). Y también
se hace realidad su contrapartida positiva: “Unidos a Mí (por la Eucaristía),
todo os será posible”.
Un Padrenuestro, Diez Ave Marías, Un Gloria.
Cuarto
Misterio del Santo Rosario.
Meditación.
Por medio del Santo Sacrificio del altar el hombre, que es
indigno a causa de su pecado –indigno incluso de ser conservado en el ser-,
puede sin embargo ofrendar a Dios un don digno de su majestad infinita, por
cuanto los sacramentos –principalmente, la Eucaristía- son, a la par que “para
la salud de los hombres”, para rendir culto a Dios[4].
Según Santo Tomás[5],
los sacramentos son tanto para el culto de Dios, como para la purificación del
hombre. Por la Eucaristía, el hombre rinde culto infinito a Dios, sumamente
agradable y digno de Dios, por cuanto no hay nada más digno y grandioso que la
Eucaristía que pueda ser ofrecido a Dios. Pero también él se purifica, porque por
la Eucaristía, por la comunión eucarística, se ve libre de sus pecados, sino de
los mortales, al menos de los veniales, es decir, la Eucaristía lo purifica. Así,
por la Santa Misa, permanece unido, del modo más perfecto posible, aquello que
es inseparable: la gloria de Dios –la Eucaristía glorifica a Dios infinitamente,
por cuanto quien se ofrece en sacrificio es Dios Hijo encarnado- y la
santificación del hombre –la Eucaristía, como hemos visto, santifica al hombre
que la recibe en estado de gracia-. En el Santo Sacrificio del altar,
renovación incruenta del Santo Sacrificio de la cruz, reside por lo tanto el
culto perfecto que el hombre tributa a Dios Trino, al ofrecerle –santificado él
por la gracia- el Cuerpo y la Sangre del Cordero, contenidos en la Eucaristía.
Un Padrenuestro, Diez Ave Marías, Un Gloria.
Quinto
Misterio del Santo Rosario.
Meditación.
Todo nuestro ser, toda nuestra religión, toda nuestra vida
espiritual, deben estar marcados por la oblación interna de nosotros mismos,
por cuanto esta oblación interna es debida a Dios como Creador, Redentor y
Santificador de nuestras almas y a nadie más que a Él[6].
Ahora bien, esta oblación interior debe manifestarse de una manera externa y
sensible, en razón de nuestra propia composición como seres humanos, de cuerpo
y alma. Somos espíritu y materia unidos en forma substancial, de manera que la
vida del espíritu debe manifestarse a través de la expresión del cuerpo,
sensible y material. Esto se cumple cabalmente en la Santa Misa, pues en ella,
al tiempo que nos postramos y adoramos interiormente al Dios Presente en la
Eucaristía con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, lo hacemos exteriormente
también ante la Eucaristía, postrándonos y arrodillándonos ante el Santísimo
Sacramento del altar, como muestra exterior de adoración que está precedida por
la adoración interior, previamente efectuada en el corazón. Sobre la cruz,
Cristo no solamente ha destruido los pecados, sino que ha instituido el rito de
la religión católica, ofreciéndose a sí mismo a Dios como una víctima[7]. Unirnos
a esta Víctima -que cuelga de la cruz y que está en Persona en la Eucaristía- por
la fe, la adoración, el amor y la gracia sacramental, constituyen por lo tanto
la suma perfección de la vida espiritual de todo cristiano.
Oración final: “Dios mío, yo creo,
espero, te adoro y te amo. Te pido perdón por los que no creen, ni esperan, ni
te adoran ni te aman” (tres veces).
“Santísima
Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo os adoro profundamente y os ofrezco
el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo,
Presente en todos los sagrarios del mundo, en reparación por los ultrajes,
sacrilegios e indiferencias con los cuales Él mismo es continuamente ofendido.
Por los infinitos méritos de su Sacratísimo Corazón y los del Inmaculado
Corazón de María, os pido la conversión de los pobres pecadores. Amén”.
Canto
final: “Plegaria a Nuestra Señora de los
Ángeles”.
[1] Cfr. Francois Charmot, S. J., La
Messe, source de sainteté, Editions Spes 1959, Cap. I, 15.
[2] Cfr. Charmot, ibidem.
[3] Cfr. Charmot, ibidem.
[4] Cfr. Charmot, ibidem.
[5] III Pars, q. 62, a. 6, corp.
[6] Cfr. Charmot, ibidem.
[7] Cfr. Charmot, ibidem.
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