Inicio: ofrecemos esta Hora Santa y el
Santo Rosario meditado en reparación por una exposición blasfema llevada a cabo
en Quito, Ecuador, el 1 de agosto de 2017. La información pertinente a tan lamentable
hecho se encuentra en las siguientes direcciones electrónicas:
http://www.citizengo.org/es/73321-elimine-exposicion-ofensiva-contra-fachadas-iglesias-del-patrimonio?tc=fb&tcid=38195337; https://www.actuall.com/laicismo/exposicion-blasfema-contra-la-fe-cristiana-en-el-centro-cultural-de-quito/
La exposición, de contenido
sumamente ofensivo y denigrante hacia la fe católica, y altamente blasfemo
hacia Nuestro Señor y María Santísima, estuvo a cargo de “colectivos feministas
en colaboración con el lobby LGTBI”. El mural se encuentra al costado del
palacio presidencial y muy cerca de las siete principales iglesias de Quito, es
decir, en un lugar muy concurrido. Tanto el Movimiento Vida y Familia de
Ecuador como la Conferencia Episcopal han mostrado su preocupación, rechazo e
indignación por este grave ataque no solo a los sentimientos religiosos de
cristianos, católicos y ofensa a los heterosexuales, sino a Nuestro Señor
Jesucristo y a su Madre, nuestra Madre del cielo, María Santísima. Pedimos también
por nuestra conversión, la de nuestros seres queridos, la nuestra propia y la
de todo el mundo, especialmente por quienes cometieron este horrible acto
sacrílego.
Oración
inicial:
“Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo. Te pido perdón, por los que no
creen, ni esperan, ni te adoran, ni te aman” (tres veces).
“Santísima Trinidad, Padre, Hijo y
Espíritu Santo, yo os ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad
de Nuestro Señor Jesucristo, Presente en todos los sagrarios del mundo, en
reparación por los ultrajes, sacrilegios e indiferencias con los cuales Él
mismo es continuamente ofendido. Por los infinitos méritos de su Sacratísimo
Corazón y los del Inmaculado Corazón de María, os pido la conversión de los
pobres pecadores. Amén”.
Inicio
del rezo del Santo Rosario meditado. Primer Misterio (a elección).
Meditación.
Según San Pedro Julián Eymard, por medio del “sacrificio de
la Santa Misa y la comunión del Cuerpo del Señor”, el alma recibe la “fuente
viva” que le comunica la vida eterna, la vida misma de Dios Uno y Trino, y en
esto consiste el culmen y la perfección de la religión. Para el cristiano, la
relación con la Santa Misa y la Eucaristía se convierte en un círculo virtuoso:
para recibir dignamente el Cuerpo y la Sangre del Señor, además de preparar el
alma por la Confesión sacramental, es necesario obrar de tal modo que la
piedad, el amor y las virtudes, conduzcan al alma a la unión perfecta con el
Señor en la Eucaristía; y a su vez, una vez recibida la Eucaristía, que
contiene la Vida Increada y el Amor Increado del Cordero de Dios, tanto esta
Vida divina como el Amor del Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, recibidos en
cada comunión eucarística, deben manifestarse a su vez en la caridad, en el
amor sobrenatural brindado al prójimo, de manera tal de devolver, al menos en
parte, tanto Amor, tanta Vida divina, tanta Paz de Dios recibida en la Eucaristía.
Y así, obrando la misericordia para con el prójimo, iluminada por el Espíritu
Santo y fortalecida por la gracia santificante, el alma se vuelve cada vez más
digna de recibir los sagrados misterios.
Silencio para meditar.
Padrenuestro,
diez Ave Marías, Gloria.
Segundo
Misterio del Santo Rosario.
Meditación.
Dice así San Pedro Julián Eymard, acerca de la comunión
eucarística diaria: “El que quiere perseverar que reciba a nuestro Señor. Es un
pan que alimentará sus pobres fuerzas, que lo sostendrá. Y es la Iglesia que lo
quiere así. Ella aprueba la comunión diaria, como lo atestigua el Concilio de Trento.
Hay gente que dice que tenemos que ser muy prudentes... Yo les digo que este
alimento tomado con intervalos tan prolongados no es más que un alimento
extraordinario, pero ¿dónde está el alimento ordinario que debe sostenerme a
diario?”. Con razón, San Pedro Julián Eymard aboga por la comunión diaria, pues
la Eucaristía es un alimento super-substancial, que nos alimenta con la
substancia misma de Dios Uno y Trino, con lo cual adquirimos la fortaleza más
que necesaria para afrontar las tribulaciones que, de modo inevitable,
acontecen todos los días. Sin embargo, de nada vale comulgar a diario, si al
comulgar, no permitimos que Nuestro Señor deje en nuestras almas todos los
dones y regalos de infinitas gracias que tiene para darnos en cada comunión. Si
verdaderamente abriéramos las puertas del corazón de par en par, cada vez que
recibimos al Sagrado Corazón Eucarístico, nuestros corazones arderían en el
Amor de Dios, con una intensidad tal, que de no mediar el auxilio divino,
moriríamos de Amor, tal como le sucedió a la beata Imelda Lambertini, que murió
en éxtasis de amor luego de recibir por primera vez a Jesús Sacramentado. De nada
vale comulgar a diario, si con nuestra frialdad impedimos que las llamas que
envuelven al Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús incendien nuestros corazones,
y si al comulgar, no hacemos un profundo acto de amor y de adoración a Jesús
Eucaristía. De la misma manera, de nada vale adorar a Jesucristo, si la adoración
eucarística no nos conduce al deseo de comulgar y, por lo tanto, de evitar todo
pecado mortal o venial deliberado, con tal de no perder la gracia santificante,
que nos permite recibir al Señor Jesús, el Dios de la Eucaristía, por la
comunión sacramental.
Silencio para meditar.
Padrenuestro,
diez Ave Marías, Gloria.
Tercer
Misterio del Santo Rosario.
Meditación.
Para
San Pedro Julián Eymard, la comunión eucarística debe ser el eje y el centro de
la vida cristiana, y el fin hacia el cual se orienta toda la vida del
cristiano, independientemente de su estado de vida y si hay algo que se hace
fuera de este fin, ese algo carece de todo sentido: “La santa comunión debe ser
el fin de toda vida cristiana: todo ejercicio que no se relaciona con la
comunión está fuera de su mejor finalidad”. Si alguien comulga con frecuencia,
dice este santo, verá cómo su vida cambiará siempre, cada vez más, para mejor: “Nuestro
Señor viene sacramentalmente a nosotros para vivir ahí espiritualmente”. Esto significa
que en la comunión eucarística se cumplen las palabras de Jesús en el
Apocalipsis[1]:
“Estoy a la puerta y llamo, si alguien me escucha y me abre, entraré en él y
cenaré con él, y él conmigo”. Nuestro corazón, en la comunión, se convierte en
una misteriosa morada en donde Jesús, a pesar de nuestra indignidad, quiere quedarse
permanentemente, es decir, “vivir ahí espiritualmente”. No podemos comulgar y
no pensar en otra cosa que no sea Nuestro Señor Jesucristo: sería el equivalente
a abrir la puerta de nuestro hogar para recibir a nuestro mejor amigo, pero en
vez de hacerlo pasar y conversar con él, lo dejamos en la puerta, para
dedicarnos a hacer nuestras tareas. Comulgar –precedido de un acto de adoración
y amor, y con el alma en gracia-, es para San Juan Eudes una ocasión en la que
el alma conoce a Dios, pero no por conceptos teóricos, sino por experiencia
propia de su Amor. Quien no comulga –o quien comulga sin amar ni adorar la
Presencia Eucarística del Señor o con el alma en pecado-, es alguien que conoce
a Dios sólo por palabras, pero no personalmente: “El que no comulga no tiene
más que una ciencia especulativa; no conoce nada sino palabras, teorías, de las
cuales desconoce el sentido... El alma que comulga no tenía primeramente sino
una idea de Dios, pero ahora, lo ve, lo reconoce a la sagrada mesa”. Comulgar es
ser hechos partícipes del Divino Banquete, alimentándonos con la Carne del
Cordero de Dios, con el Pan de Vida eterna y con el Vino de la Alianza Nueva y
Eterna, tal como lo hicieron los Apóstoles en la Última Cena –que fue la
Primera Misa- y es también la oportunidad para recostarnos espiritualmente sobre
el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, como el Evangelista Juan, para
escuchar los latidos del Corazón del Cordero.
Silencio
para meditar.
Padrenuestro,
diez Ave Marías, Gloria.
Cuarto
Misterio del Santo Rosario.
Meditación.
Para
San Pedro Julián Eymard, el cristiano debe ser, ante todo, adorador eucarístico,
puesto que es de la Eucaristía de donde toma toda la fuerza para su vida
propiamente cristiana, esto es, apostólica y evangelizadora: “A fin de que el
alma devota se fortalezca y crezca en la vida de Jesucristo, tiene necesidad de
nutrirse en primer lugar de su verdad divina y de la bondad de su amor de tal
modo que pueda pasar de la luz al amor, y del amor a las virtudes”. En otras
palabras, el cristiano, para ser tal en verdad y no solo nominalmente, esto es,
para imitar a Jesucristo y ser su imagen viviente en el mundo, debe nutrirse de
su verdad y de su amor, y esto sucede en la contemplación y adoración
eucarística, en donde Jesús, desde la Eucaristía, comunica al adorador aquello
que Él Es y tiene, esto es, Sabiduría y Amor divinos, tal como los planetas
que, cuanto más cerca están del sol, tanto más reciben del sol su luz, su calor
y la vida que de ellos se deriva. Una vez que el cristiano recibe de Cristo
Eucaristía, por la adoración eucarística, su Sabiduría, y su Amor y su Luz
vivificante, solo así, puede el cristiano ser, a su vez, “luz del mundo y sal
de la tierra”, porque ya no es él quien vive en sí, sino Cristo Jesús quien
vive en el cristiano y obra y esparce su luz divina a través de las obras de
misericordia obradas por sus discípulos. Sin adoración eucarística y sin
comunión sacramental, la vida del cristiano perece irremediablemente, al punto
de no poder llamarse “vida cristiana”, porque es una vida vivida en las propias
tinieblas, sin la luz divina que emana de Jesús Eucaristía.
Silencio
para meditar.
Padrenuestro,
diez Ave Marías, Gloria.
Quinto
Misterio del Santo Rosario.
Meditación.
No
hay vida cristiana propiamente dicha y no hay vida de santidad, hasta tanto el
cristiano no coloque a Jesucristo como su centro, su meta, su fin y la
aspiración final de su vida entera. Dice así San Pedro Julián Eymard: “Esta
dilección eucarística de Jesús sea, pues, la ley suprema de la virtud, el tema
del celo y como la nota característica de la santidad de los nuestros”. La predilección
por la Eucaristía, esto es, por el Pan de Vida eterna, que alimente sus almas
con la substancia misma de la divinidad, debe ser para los cristianos aquello
que los caracterice en medio de un mundo sumergido en las tinieblas del
paganismo, del error, de la herejía, del ocultismo. Los cristianos deben
reunirse alrededor de la Eucaristía y deben fijar sus miradas y tender hacia
ella, así como las águilas, en sus vuelos intrépidos hacia el cielo miran al
sol de frente y parecen dirigirse a él, sin importarles otra cosa que no sea el
mismo sol. Cuanto más se acerque el cristiano a la Eucaristía, por la adoración
y la contemplación eucarística, y cuanto más abra su corazón sin oponer
resistencia al Fuego del Divino Amor que arde en el Corazón Eucarístico de
Jesús, tanto más arderá su corazón en este Fuego divino, que es el Amor de
Dios, el Espíritu Santo, y tanto más lo transmitirá a quienes lo rodean, no
tanto con palabras, sermones y discursos, sino con una vida de santidad y de
amor sobrenatural a Dios y al prójimo. El Fuego que arde en el Corazón
Eucarístico de Jesús es el Fuego del Divino Amor, el Espíritu Santo, y es el
fuego que Jesús ha venido a traer a la tierra y quiere ya verlo encendido: “He
venido a traer fuego a la tierra, ¡y cómo quisiera ya verlo encendido!”. Que Nuestra
Señora de la Eucaristía acerque nuestros corazones, secos como la hierba o como
el leño, al Fuego de Amor del Corazón Eucarístico de Jesús, para que al
contacto con sus llamas, se enciendan en este Divino Fuego y se conviertan en
brasas ardientes e incandescentes, que iluminen el mundo en tinieblas con la
luz de Cristo y que den el calor del Amor de Jesús Eucaristía, a un mundo que
yace en las heladas y sombrías tinieblas de muerte. Que la Virgen de la
Eucaristía nos conceda la gracia de que en nuestros corazones se verifique la
conversión eucarística, para que Jesús Eucaristía, Rey de reyes y Señor de
señores, reine en ellos para siempre, en el tiempo y en la eternidad.
Oración
final: “Dios mío, yo creo, espero, te
adoro y te amo. Te pido perdón, por los que no creen, ni esperan, ni te adoran,
ni te aman” (tres veces).
“Santísima
Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo os adoro profundamente, y os ofrezco
el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo,
Presente en todos los sagrarios del mundo, en reparación por los ultrajes,
sacrilegios e indiferencias con los cuales Él mismo es continuamente ofendido.
Por los infinitos méritos de su Sacratísimo Corazón y los del Inmaculado
Corazón de María, os pido la conversión de los pobres pecadores. Amén”.
Canto
final: “Plegaria a Nuestra Señora de los
Ángeles”.
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