sábado, 19 de agosto de 2017

Hora Santa en reparación por exposición ofensiva en Quito 030817


         Inicio: ofrecemos esta Hora Santa y el Santo Rosario meditado en reparación por una exposición blasfema llevada a cabo en Quito, Ecuador, el 1 de agosto de 2017. La información pertinente a tan lamentable hecho se encuentra en las siguientes direcciones electrónicas:
La exposición, de contenido sumamente ofensivo y denigrante hacia la fe católica, y altamente blasfemo hacia Nuestro Señor y María Santísima, estuvo a cargo de “colectivos feministas en colaboración con el lobby LGTBI”. El mural se encuentra al costado del palacio presidencial y muy cerca de las siete principales iglesias de Quito, es decir, en un lugar muy concurrido. Tanto el Movimiento Vida y Familia de Ecuador como la Conferencia Episcopal han mostrado su preocupación, rechazo e indignación por este grave ataque no solo a los sentimientos religiosos de cristianos, católicos y ofensa a los heterosexuales, sino a Nuestro Señor Jesucristo y a su Madre, nuestra Madre del cielo, María Santísima. Pedimos también por nuestra conversión, la de nuestros seres queridos, la nuestra propia y la de todo el mundo, especialmente por quienes cometieron este horrible acto sacrílego.

Oración inicial: “Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo. Te pido perdón, por los que no creen, ni esperan, ni te adoran, ni te aman” (tres veces).

“Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo os ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, Presente en todos los sagrarios del mundo, en reparación por los ultrajes, sacrilegios e indiferencias con los cuales Él mismo es continuamente ofendido. Por los infinitos méritos de su Sacratísimo Corazón y los del Inmaculado Corazón de María, os pido la conversión de los pobres pecadores. Amén”.

Inicio del rezo del Santo Rosario meditado. Primer Misterio (a elección).

Meditación.

         Según San Pedro Julián Eymard, por medio del “sacrificio de la Santa Misa y la comunión del Cuerpo del Señor”, el alma recibe la “fuente viva” que le comunica la vida eterna, la vida misma de Dios Uno y Trino, y en esto consiste el culmen y la perfección de la religión. Para el cristiano, la relación con la Santa Misa y la Eucaristía se convierte en un círculo virtuoso: para recibir dignamente el Cuerpo y la Sangre del Señor, además de preparar el alma por la Confesión sacramental, es necesario obrar de tal modo que la piedad, el amor y las virtudes, conduzcan al alma a la unión perfecta con el Señor en la Eucaristía; y a su vez, una vez recibida la Eucaristía, que contiene la Vida Increada y el Amor Increado del Cordero de Dios, tanto esta Vida divina como el Amor del Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, recibidos en cada comunión eucarística, deben manifestarse a su vez en la caridad, en el amor sobrenatural brindado al prójimo, de manera tal de devolver, al menos en parte, tanto Amor, tanta Vida divina, tanta Paz de Dios recibida en la Eucaristía. Y así, obrando la misericordia para con el prójimo, iluminada por el Espíritu Santo y fortalecida por la gracia santificante, el alma se vuelve cada vez más digna de recibir los sagrados misterios.

         Silencio para meditar.

Padrenuestro, diez Ave Marías, Gloria.

Segundo Misterio del Santo Rosario.

Meditación.

         Dice así San Pedro Julián Eymard, acerca de la comunión eucarística diaria: “El que quiere perseverar que reciba a nuestro Señor. Es un pan que alimentará sus pobres fuerzas, que lo sostendrá. Y es la Iglesia que lo quiere así. Ella aprueba la comunión diaria, como lo atestigua el Concilio de Trento. Hay gente que dice que tenemos que ser muy prudentes... Yo les digo que este alimento tomado con intervalos tan prolongados no es más que un alimento extraordinario, pero ¿dónde está el alimento ordinario que debe sostenerme a diario?”. Con razón, San Pedro Julián Eymard aboga por la comunión diaria, pues la Eucaristía es un alimento super-substancial, que nos alimenta con la substancia misma de Dios Uno y Trino, con lo cual adquirimos la fortaleza más que necesaria para afrontar las tribulaciones que, de modo inevitable, acontecen todos los días. Sin embargo, de nada vale comulgar a diario, si al comulgar, no permitimos que Nuestro Señor deje en nuestras almas todos los dones y regalos de infinitas gracias que tiene para darnos en cada comunión. Si verdaderamente abriéramos las puertas del corazón de par en par, cada vez que recibimos al Sagrado Corazón Eucarístico, nuestros corazones arderían en el Amor de Dios, con una intensidad tal, que de no mediar el auxilio divino, moriríamos de Amor, tal como le sucedió a la beata Imelda Lambertini, que murió en éxtasis de amor luego de recibir por primera vez a Jesús Sacramentado. De nada vale comulgar a diario, si con nuestra frialdad impedimos que las llamas que envuelven al Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús incendien nuestros corazones, y si al comulgar, no hacemos un profundo acto de amor y de adoración a Jesús Eucaristía. De la misma manera, de nada vale adorar a Jesucristo, si la adoración eucarística no nos conduce al deseo de comulgar y, por lo tanto, de evitar todo pecado mortal o venial deliberado, con tal de no perder la gracia santificante, que nos permite recibir al Señor Jesús, el Dios de la Eucaristía, por la comunión sacramental.

         Silencio para meditar.

Padrenuestro, diez Ave Marías, Gloria.

Tercer Misterio del Santo Rosario.

Meditación.

Para San Pedro Julián Eymard, la comunión eucarística debe ser el eje y el centro de la vida cristiana, y el fin hacia el cual se orienta toda la vida del cristiano, independientemente de su estado de vida y si hay algo que se hace fuera de este fin, ese algo carece de todo sentido: “La santa comunión debe ser el fin de toda vida cristiana: todo ejercicio que no se relaciona con la comunión está fuera de su mejor finalidad”. Si alguien comulga con frecuencia, dice este santo, verá cómo su vida cambiará siempre, cada vez más, para mejor: “Nuestro Señor viene sacramentalmente a nosotros para vivir ahí espiritualmente”. Esto significa que en la comunión eucarística se cumplen las palabras de Jesús en el Apocalipsis[1]: “Estoy a la puerta y llamo, si alguien me escucha y me abre, entraré en él y cenaré con él, y él conmigo”. Nuestro corazón, en la comunión, se convierte en una misteriosa morada en donde Jesús, a pesar de nuestra indignidad, quiere quedarse permanentemente, es decir, “vivir ahí espiritualmente”. No podemos comulgar y no pensar en otra cosa que no sea Nuestro Señor Jesucristo: sería el equivalente a abrir la puerta de nuestro hogar para recibir a nuestro mejor amigo, pero en vez de hacerlo pasar y conversar con él, lo dejamos en la puerta, para dedicarnos a hacer nuestras tareas. Comulgar –precedido de un acto de adoración y amor, y con el alma en gracia-, es para San Juan Eudes una ocasión en la que el alma conoce a Dios, pero no por conceptos teóricos, sino por experiencia propia de su Amor. Quien no comulga –o quien comulga sin amar ni adorar la Presencia Eucarística del Señor o con el alma en pecado-, es alguien que conoce a Dios sólo por palabras, pero no personalmente: “El que no comulga no tiene más que una ciencia especulativa; no conoce nada sino palabras, teorías, de las cuales desconoce el sentido... El alma que comulga no tenía primeramente sino una idea de Dios, pero ahora, lo ve, lo reconoce a la sagrada mesa”. Comulgar es ser hechos partícipes del Divino Banquete, alimentándonos con la Carne del Cordero de Dios, con el Pan de Vida eterna y con el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, tal como lo hicieron los Apóstoles en la Última Cena –que fue la Primera Misa- y es también la oportunidad para recostarnos espiritualmente sobre el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, como el Evangelista Juan, para escuchar los latidos del Corazón del Cordero.

Silencio para meditar.

Padrenuestro, diez Ave Marías, Gloria.

Cuarto Misterio del Santo Rosario.

Meditación.

Para San Pedro Julián Eymard, el cristiano debe ser, ante todo, adorador eucarístico, puesto que es de la Eucaristía de donde toma toda la fuerza para su vida propiamente cristiana, esto es, apostólica y evangelizadora: “A fin de que el alma devota se fortalezca y crezca en la vida de Jesucristo, tiene necesidad de nutrirse en primer lugar de su verdad divina y de la bondad de su amor de tal modo que pueda pasar de la luz al amor, y del amor a las virtudes”. En otras palabras, el cristiano, para ser tal en verdad y no solo nominalmente, esto es, para imitar a Jesucristo y ser su imagen viviente en el mundo, debe nutrirse de su verdad y de su amor, y esto sucede en la contemplación y adoración eucarística, en donde Jesús, desde la Eucaristía, comunica al adorador aquello que Él Es y tiene, esto es, Sabiduría y Amor divinos, tal como los planetas que, cuanto más cerca están del sol, tanto más reciben del sol su luz, su calor y la vida que de ellos se deriva. Una vez que el cristiano recibe de Cristo Eucaristía, por la adoración eucarística, su Sabiduría, y su Amor y su Luz vivificante, solo así, puede el cristiano ser, a su vez, “luz del mundo y sal de la tierra”, porque ya no es él quien vive en sí, sino Cristo Jesús quien vive en el cristiano y obra y esparce su luz divina a través de las obras de misericordia obradas por sus discípulos. Sin adoración eucarística y sin comunión sacramental, la vida del cristiano perece irremediablemente, al punto de no poder llamarse “vida cristiana”, porque es una vida vivida en las propias tinieblas, sin la luz divina que emana de Jesús Eucaristía.

Silencio para meditar.

Padrenuestro, diez Ave Marías, Gloria.

Quinto Misterio del Santo Rosario.

Meditación.

No hay vida cristiana propiamente dicha y no hay vida de santidad, hasta tanto el cristiano no coloque a Jesucristo como su centro, su meta, su fin y la aspiración final de su vida entera. Dice así San Pedro Julián Eymard: “Esta dilección eucarística de Jesús sea, pues, la ley suprema de la virtud, el tema del celo y como la nota característica de la santidad de los nuestros”. La predilección por la Eucaristía, esto es, por el Pan de Vida eterna, que alimente sus almas con la substancia misma de la divinidad, debe ser para los cristianos aquello que los caracterice en medio de un mundo sumergido en las tinieblas del paganismo, del error, de la herejía, del ocultismo. Los cristianos deben reunirse alrededor de la Eucaristía y deben fijar sus miradas y tender hacia ella, así como las águilas, en sus vuelos intrépidos hacia el cielo miran al sol de frente y parecen dirigirse a él, sin importarles otra cosa que no sea el mismo sol. Cuanto más se acerque el cristiano a la Eucaristía, por la adoración y la contemplación eucarística, y cuanto más abra su corazón sin oponer resistencia al Fuego del Divino Amor que arde en el Corazón Eucarístico de Jesús, tanto más arderá su corazón en este Fuego divino, que es el Amor de Dios, el Espíritu Santo, y tanto más lo transmitirá a quienes lo rodean, no tanto con palabras, sermones y discursos, sino con una vida de santidad y de amor sobrenatural a Dios y al prójimo. El Fuego que arde en el Corazón Eucarístico de Jesús es el Fuego del Divino Amor, el Espíritu Santo, y es el fuego que Jesús ha venido a traer a la tierra y quiere ya verlo encendido: “He venido a traer fuego a la tierra, ¡y cómo quisiera ya verlo encendido!”. Que Nuestra Señora de la Eucaristía acerque nuestros corazones, secos como la hierba o como el leño, al Fuego de Amor del Corazón Eucarístico de Jesús, para que al contacto con sus llamas, se enciendan en este Divino Fuego y se conviertan en brasas ardientes e incandescentes, que iluminen el mundo en tinieblas con la luz de Cristo y que den el calor del Amor de Jesús Eucaristía, a un mundo que yace en las heladas y sombrías tinieblas de muerte. Que la Virgen de la Eucaristía nos conceda la gracia de que en nuestros corazones se verifique la conversión eucarística, para que Jesús Eucaristía, Rey de reyes y Señor de señores, reine en ellos para siempre, en el tiempo y en la eternidad.

Oración final: “Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo. Te pido perdón, por los que no creen, ni esperan, ni te adoran, ni te aman” (tres veces).

“Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo os adoro profundamente, y os ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, Presente en todos los sagrarios del mundo, en reparación por los ultrajes, sacrilegios e indiferencias con los cuales Él mismo es continuamente ofendido. Por los infinitos méritos de su Sacratísimo Corazón y los del Inmaculado Corazón de María, os pido la conversión de los pobres pecadores. Amén”.

Canto final: “Plegaria a Nuestra Señora de los Ángeles”.






[1] Cfr. 3, 20.

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