miércoles, 6 de marzo de 2019

Hora Santa en reparación por la celebración pública de misas negras en México 060319



Los brujos en México, en plena realización de la profana, infame e impúdica "misa negra",
en la que se honra sacrílegamente al Ángel caído, al tiempo que se ofende infinitamente la majestad del Único Dios Verdadero, Dios Uno y Trino.
La foto fue tomada en el mes de marzo de 2019.

Inicio: ofrecemos esta Hora Santa y el rezo del Santo Rosario en reparación por las numerosas y blasfemas “misas negras” que se celebran, impúdica y sacrílegamente, en distintos lugares del mundo, de modo especial en México. La información relativa a tan horrendas prácticas ocultistas se encuentra en el siguiente enlace:


         Canto inicial: “Cantemos al Amor de los amores”.

Oración inicial: “Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo. Te pido perdón por los que no creen, ni esperan, ni te adoran, ni te aman” (tres veces).

“Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo os adoro profundamente y os ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, Presente en todos los sagrarios del mundo, en reparación por los ultrajes, sacrilegios e indiferencias, con los cuales Él mismo es continuamente ofendido. Por los infinitos méritos de su Sacratísimo Corazón y los del Inmaculado Corazón de María, os pido la conversión de los pobres pecadores. Amén”.

Inicio del rezo del Santo Rosario. Primer misterio (misterios a elección).

Meditación.

Afirma un reconocido y respetado autor que “la santidad de Dios Uno y Trino, un Ser que es Espíritu Puro y Acto Puro de Ser, perfectísimo y majestuosísimo, es la más excelsa de las perfecciones a las cuales el alma tiene acceso, por participación, por causa de la gracia”[1]. En efecto, según este autor, en Dios no se puede imaginar ni pensar nada que no sea suma y absoluta perfección: en Él hay omnipotencia, inmutabilidad, inmensidad, suma simplicidad –o perfección-, como así también hay atributos infinitos, todos de perfección infinita, que brotan de su Ser tres veces Santo. De todas estas perfecciones, es la santidad la más excelsa de todas, puesto que todas ellas juntas no serían de gran estima sin la santidad y a su vez todas pueden ser cambiadas o trocadas por la santidad[2]. Esta santidad divina, que santifica todo lo santo, bueno y verdadero, está presente en todos los atributos divinos y los trasciende a todos en su infinita perfección. ¡Qué gran misterio, el del Amor Divino y Santo, que hace participar de su más excelsa perfección, la santidad, por medio de la gracia, a una creatura que tantas veces se muestra ingrata, como es el hombre!

Un Padre Nuestro, diez Ave Marías, un Gloria.

Segundo Misterio del Santo Rosario.

Meditación.

         Todo en Dios Trino es santo y tres veces santo: su omnipotencia es santidad; su sabiduría es santidad y todo lo que hay en Él rebosa de santidad, porque todo lo que hay en Dios no puede sino ser santo, bueno, majestuoso y perfecto en grado infinito, de inestimable valor e incomparable grandeza. Si a Dios le faltara la santidad, le faltaría una excelencia inestimable y dejaría de ser Dios, aun cuando fuese omnipotente y omnisciente. Por esta razón, de entre los dones que Dios participa a su creatura, por medio de la gracia, el de la santidad es el más sublime y excelso, porque la santidad vale por todos los atributos y de entre todos los dones, perfecciones inestimables y virtudes sublimes que de Dios puede la creatura participar, el de la santidad es sin duda el de mayor e inapreciable valor, porque por la santidad de Dios tres veces Santo, coloca a Dios a una distancia infinita con relación a la naturaleza humana y también a la angélica, de manera que no hay forma de poder comparar estas naturalezas creadas, que quedan reducidas a la nada cuando se las contempla a la luz de la infinita santidad de Dios Trino[3].

         Un Padre Nuestro, diez Ave Marías, un Gloria.

Tercer Misterio del Santo Rosario.

Meditación.

         La Sagrada Escritura significa la santidad sublime y excelsa de Dios Trinidad con dos notables visiones, una del profeta Isaías y otra del evangelista San Juan[4]. El profeta Isaías[5] dice que “vio al Señor que estaba sentado sobre un trono de inmensa majestad, excelso y encumbrado, y que lo que estaba debajo de Dios llenaba todo el templo”, esto es, el cielo. Vio también unos serafines, cada uno con seis alas y los vio volar en torno a Dios y gritarse unos a otros, con gran admiración, amor, respeto y adoración, refiriéndose a Dios: “Santo, Santo, Santo”. No podían los serafines decir otra cosa que la exclamación admirada y en éxtasis de amor de la triple santidad divina, porque era esa santidad de Dios lo que los tenía maravillados y cautivados por su hermosura y por esta razón repetían: “Santo, Santo, Santo”. ¿Nos percatamos acaso que ese Dios tres veces Santo es el que, en la Santa Misa, desciende de su trono de majestad en el cielo, para quedar oculto en la Eucaristía y que ésta es la razón por la cual la Santa Madre Iglesia repite, a una con los serafines, en el momento de la consagración, “Santo, Santo, Santo”?

         Un Padre Nuestro, diez Ave Marías, un Gloria.

Cuarto Misterio del Santo Rosario.

Meditación.

         El evangelista San Juan, en el Apocalipsis[6], también describe, estupefacto por la majestuosidad divina, la santidad con la que Dios se le apareció. Con respecto a esta visión, un autor la describe así: “Dice el evangelista que “el Señor estaba sentado en un trono semejante al jaspe y al sardo y el arcoíris rodeaba todo el trono, que era semejante a una esmeralda”. Alrededor del solio divino, el evangelista contempla veinticuatro ancianos coronados, sentados en sus respectivas sillas, vestidos como reyes, con púrpuras blancas. Del trono de Dios, dice el evangelista, salían relámpagos y truenos, entre los que se escuchaban grandes voces que adoraban al Señor. Delante del trono divino, ardían siete antorchas, que eran los siete espíritus de Dios. El trono divino estaba en un mar de cristal limpidísimo y purísimo, más cristalino que el diamante más puro. Dentro del solio divino y alrededor de él, estaban cuatro espíritus de los más sublimes, en forma de animales, teniendo uno la forma de león, otro de becerro, otro de hombre, otro de águila. Cada uno tenía seis alas y estaba rodeado de ojos, así por fuera como por de dentro y estos seres sublimes repetían lo mismo que los serafines de la visión de Isaías: “Santo, Santo, Santo”[7]. Con esta descripción admirable del trono de Dios, las Escrituras quieren darnos a entender cuán admirable sea en Dios su santidad, increada y tres veces santa, de manera que, dejando de lado sus infinitas y sublimes perfecciones, los espíritus puros que se encuentran ante el trono de Dios celebran solo la santidad, porque en la santidad están comprendidos los infinitos y perfectísimos atributos del Dios tres veces Santo[8].

         Un Padre Nuestro, diez Ave Marías, un Gloria.

Quinto Misterio del Santo Rosario.

Meditación.

Ahora bien, nosotros, pobres peregrinos hacia la Jerusalén celestial, que somos “nada más pecado” y que en nuestra indigencia “nada podemos hacer sin Cristo Jesús”[9], podemos decir que no somos menos afortunados que los seres purísimos que están ante el trono de Dios porque ese mismo Dios tres veces Santo, que está en su trono magnífico en el cielo viene a nosotros, en nuestro tiempo terreno, en nuestro aquí y ahora por medio del misterio eucarístico, de manera tal que, por las palabras de la consagración pronunciadas por el sacerdote ministerial, baja hasta el altar eucarístico no el trono de Dios ni los cielos en los que Dios se encuentra, sino el Dios tres veces Santo en la Eucaristía. En efecto, por el misterio de la Santa Misa, el Dios de la santidad increada baja desde su cielo eterno hasta el altar eucarístico, de manera que podemos considerarnos más afortunados que San Pablo, que en vida mortal fue llevado al cielo[10], porque para nosotros desciende, no el cielo, sino el Cordero de Dios que, enviado por el Padre a través de Dios Espíritu Santo, se queda en la Eucaristía para luego ingresar en nuestros corazones. Por esta razón podemos decir que, en nuestra indigencia de peregrinos y pecadores podemos aun así considerarnos incluso más afortunados que el Apóstol y que los seres purísimos que están ante el trono de Dios, porque baja desde el cielo Aquel a quien los cielos no pueden contener, para quedarse en la Eucaristía y por la Eucaristía ingresar en nuestras almas, convirtiéndonos en sagrarios y tabernáculos vivientes de Dios Trino. Somos afortunados porque podemos decir que nosotros contemplamos esta misma santidad descripta en la Sagrada Escritura no con los ojos del cuerpo, sino con los ojos del alma iluminados por la luz de la fe, en la Sagrada Eucaristía, porque la Sagrada Eucaristía es el Dios tres veces Santo, ante el cual los serafines se postran en adoración perpetua. Por todo esto, aun si participáramos de una sola Misa y comulgáramos sólo una vez en nuestras vidas, no nos alcanzarían las eternidades de eternidades para dar gracias al Dios de infinita majestad y santidad, por haberse dignado a venir a nuestras pobres y míseras almas por medio de la comunión eucarística.

Oración final: “Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo. Te pido perdón por los que no creen, ni esperan, ni te adoran, ni te aman” (tres veces).

“Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo os adoro profundamente y os ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, Presente en todos los sagrarios del mundo, en reparación por los ultrajes, sacrilegios e indiferencias, con los cuales Él mismo es continuamente ofendido. Por los infinitos méritos de su Sacratísimo Corazón y los del Inmaculado Corazón de María, os pido la conversión de los pobres pecadores. Amén”.

Canto final: “Plegaria a Nuestra Señora de los Ángeles”.


[1] Cfr. Juan Eusebio Nieremberg, Aprecio y estima de la Divina Gracia, Apostolado Mariano, Sevilla s. d., 75.
[2] Cfr. Nieremberg, ibidem.
[3] Cfr. Nieremberg, ibidem.
[4] Cfr. Nieremberg, o. c., 76.
[5] Cfr. Cap. 6.
[6] Cfr. Cap. 4.
[7] Cfr. Nieremberg, o. c., 77.
[8] Cfr. Nieremberg, ibidem.
[9] Cfr. Jn 15, 5.
[10] Cfr. 2 Cor 12, 2.

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