Inicio:
ofrecemos esta Hora Santa y el rezo del Santo Rosario meditado en reparación
por el ultraje cometido contra una imagen de Nuestra Señora de Lourdes, que fue
decapitada en Francia en el mes de marzo de 2019. El informe relativo a tan
lamentable profanación de una imagen sagrada de la Virgen se encuentra en el
siguiente enlace:
Canto inicial: “Cantemos al Amor de los amores”.
Oración inicial: “Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo.
Te pido perdón por los que no creen, ni esperan, ni te adoran, ni te aman”
(tres veces).
“Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo
os adoro profundamente y os ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y
Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, Presente en todos los sagrarios del
mundo, en reparación por los ultrajes, sacrilegios e indiferencias, con los
cuales Él mismo es continuamente ofendido. Por los infinitos méritos de su
Sacratísimo Corazón y los del Inmaculado Corazón de María, os pido la
conversión de los pobres pecadores. Amén”.
Inicio del rezo del Santo Rosario. Primer misterio
(misterios a elección).
Meditación.
Cuando el Rey David engrandece la generación eterna en que
el Padre le comunicó al Hijo toda su substancia con sus perfecciones y
atributos divinos, haciéndolo partícipe del Ser y de la Naturaleza divina, no
hace mención a las innumerables perfecciones y atributos, sino que sólo
menciona la santidad, poniendo en palabras del Padre Eterno aquello que dice a
su Hijo: “Con resplandores de santidad te engendré de mis entrañas antes del
lucero”[1]. En
otras traducciones, se lee: “Entre resplandores de santidad te engendré” y esto
porque la santidad es el más glorioso de los nombres divinos, ya que trasciende
a todos los atributos de Dios. Ahora bien, considerando que el día de nuestro
bautismo también nosotros fuimos engendrados “entre esplendores de santidad”,
porque por la gracia bautismal se nos concedió la participación en la filiación
divina del Hijo de Dios, ¿no deberíamos caer de rodillas en acción de gracias
por tan grande amor demostrado por el Padre Eterno para con nosotros, al
engendrarnos como hijos adoptivos suyos “entre resplandores de santidad”?
Un
Padre Nuestro, diez Ave Marías, un Gloria.
Segundo Misterio del Santo Rosario.
Meditación.
La grandeza y magnificencia de la gracia es algo que no
puede expresarse en el lenguaje humano, por cuanto lo que comunica al hombre es
lo más grande que hay en Dios y es su santidad. Esta santidad es en Dios “corona
de su cabeza y la gloria que no ha dado a naturaleza alguna que la participe
quedándose en su estado”[2]. Es
decir, Dios hizo partícipes de sus perfecciones y atributos divinos a las
naturalezas que no son Dios, pero no las hizo partícipes de su divinidad. Por ejemplo,
hizo partícipes de su vida a toda naturaleza que tiene vida; hizo partícipes de
su inteligencia a las naturalezas angélica y humana, que tienen inteligencia
así de Él participada; hizo partícipes de su poder, como por ejemplo a los
fuertes; a los doctos, de su sabiduría. Todos estos atributos están
participados en las cosas naturales y por razón de su esencia; sin embargo, no
hay ninguna naturaleza que tenga, por naturaleza, participada la santidad[3]. Si
los ángeles y los hombres bienaventurados son santos, es porque recibieron
participada la santidad, por medio de la gracia, al momento de ser creados, los
ángeles, y en el momento de ser bautizados, los hombres, pero ninguno la
recibió por su propia naturaleza. Postrémonos entonces en acción de gracias y
adoración a Dios Uno y Trino por habernos hechos partícipes de su santidad por
medio de la gracia santificante.
Un
Padre Nuestro, diez Ave Marías, un Gloria.
Tercer Misterio del Santo Rosario.
Meditación.
Por la gracia el alma se hace partícipe de la más grande
excelencia de todas las grandes excelencias en Dios y es la santidad. A esta
excelsitud de Dios es a lo que se refería Nuestro Señor Jesucristo cuando dijo
que “ninguno era bueno sino solo Dios”[4],
debido a que solo a Dios le compete, por naturaleza, tener la bondad y la
santidad divinas. En cuanto a las otras creaturas, sean ángeles u hombres, aun
cuando se considere a los más altos serafines y a los santos de más alta
santidad, la santidad no les corresponde por naturaleza: si son santos, es
porque esta santidad les ha sido participada desde lo alto, como un don
concedido gratuitamente, pero no porque les perteneciera por naturaleza. Las creaturas
–como los ángeles y los hombres- son espirituales por naturaleza; son vivientes
por naturaleza; son intelectivos por naturaleza; pero ninguno es santo por
naturaleza[5]. Sólo
Dios es, por naturaleza, santo y de tal magnitud, que es la Santidad Increada en
sí misma, de manera que nada ni nadie es santo si no es hecho partícipe de la
santidad divina. Agradezcamos, postrados ante el sagrario, al Dios de la
Eucaristía, el don inconmensurable de haber sido hechos santos por
participación, por medio de la gracia divina.
Un
Padre Nuestro, diez Ave Marías, un Gloria.
Cuarto Misterio del Santo Rosario.
Meditación.
Afirma un autor[6]
que los serafines, que son las creaturas más excelentes del mundo, no podían
salir de su asombro al contemplar la santidad divina y, en el colmo de su
admiración, no podían decir otra cosa que repetir incesantemente: “Santo,
Santo, Santo”. Los serafines, dice San Basilio, se estremecían por el solo
hecho de tomar en sus bocas el nombre de “Santo” y de considerar que sólo a
Dios le pertenece el ser Santo por naturaleza. Por esta razón, por estar
estremecidos de admiración, de amor y de adoración, es que los serafines se
cubrían con sus alas sus rostros. Si esto sucede con los serafines, que se
estremecían al contemplar al Dios tres veces Santo, ¿qué debería suceder con
nosotros, que lo contemplamos no con los ojos del cuerpo, sino con los ojos del
alma, a este Dios tres veces Santo, en la Eucaristía y que no sólo lo
contemplamos, sino que por la gracia lo recibimos en nuestros corazones, que
así se transforman en sagrarios vivientes? ¿No deberíamos acaso también
nosotros, estremecernos de admiración, de amor y de adoración, y postrarnos
ante el Dios del sagrario?
Un
Padre Nuestro, diez Ave Marías, un Gloria.
Quinto Misterio del Santo Rosario.
Meditación.
Los ángeles, como los serafines, clamaban extasiados y
repetían sin cesar “Santo, Santo, Santo”, al contemplar la sublime excelsitud
de la santidad divina. ¡Cuánto difiere esta actitud, de la actitud de los
hombres pecadores, que no consideran en absoluto o tienen por poca cosa a la
santidad divina! Y esto se ve cotidianamente, por cuanto los hombres pecadores
prefieren otras cosas, antes que la santidad de Dios Tres veces Santo[7].
En efecto, la santidad divina es despreciada y ultrajada cada vez que el hombre
pecador elige y tiene por más estima aquello que más contraría a la santidad divina,
como lo es el pecado. El hombre que obra así, obra como ciego y como si no
tuviera razón, pues la razón es obnubilada por el pecado y la pasión. Pero no
solo el pecado debe ser desechado y menospreciado en favor de la gracia:
cualquier cosa buena, incluso aquellas consideradas buenas y excelentes por los
hombres, porque son buenas y excelentes por naturaleza, debe ser considerado
igual a la nada, cuando se la compara con la santidad divina y también con la
gracia, que es la que permite acceder, por participación, a esta gracia divina.
El hombre sensato, el hombre que quiere agradar a Dios, debe estimar, por
encima de todo lo estimable, a la santidad de Dios y a su gracia, puesto que la
gracia es preciosa por encima de todo lo precioso, desde el momento en que por
ella el hombre, creatura pecadora, que es nada más pecado, se ve no solo libre
del pecado, sino que se ve elevado a una excelencia que jamás podría ni
siquiera haber soñado y es el participar de la santidad divina. ¡Nuestra Señora de la Eucaristía, haz que
apreciemos el don inestimable de la gracia divina, que nos hace ser santos, al
darnos la participación en la santidad de Dios tres veces Santo!
Oración
final: “Dios
mío, yo creo, espero, te adoro y te amo. Te pido perdón por los que no creen,
ni esperan, ni te adoran, ni te aman” (tres veces).
“Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo
os adoro profundamente y os ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y
Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, Presente en todos los sagrarios del
mundo, en reparación por los ultrajes, sacrilegios e indiferencias, con los
cuales Él mismo es continuamente ofendido. Por los infinitos méritos de su
Sacratísimo Corazón y los del Inmaculado Corazón de María, os pido la
conversión de los pobres pecadores. Amén”.
Canto final: “Cantad a María, la Reina del cielo”.
[1] Cfr. Juan Eusebio Nieremberg, Aprecio
y estima de la Divina Gracia, Apostolado Mariano, Sevilla s. d., 77.
[2] Cfr. Nieremberg, ibidem.
[3] Cfr. Nieremberg, ibidem.
[4] Cfr. Mc 10, 18.
[5] Cfr. Nieremberg, o. c., 78.
[6] Cfr. Nieremberg, o. c., 78.
[7] Cfr. Nieremberg, o. c., 79.
No hay comentarios:
Publicar un comentario