Para
entender el porqué de la Eucaristía como “Corazón de la Iglesia”, debemos
considerar antes a la Iglesia como “Cuerpo Místico de Cristo”: entre otros
nombres, la Iglesia es llamada también “Cuerpo Místico” de Cristo”[1] y,
como todo cuerpo, tiene también un alma: en el caso de la Iglesia, el Cuerpo lo
forman los bautizados, los que han sido incorporados a Cristo por medio del bautismo
sacramental; la Cabeza de este Cuerpo es Cristo y el Alma de la Iglesia es el
Espíritu Santo.
Entonces, el cuerpo son los bautizados, la cabeza es
Cristo y el alma es el Espíritu Santo. Si esto es así, ¿cuál es el corazón de
la Iglesia? El corazón de la Iglesia es la Eucaristía –el sacramento
substancial de la Eucaristía es el Corazón de la Iglesia[2]-,
en pleno sentido de la expresión[3].
La razón es que la Eucaristía es al Cuerpo Místico de la Iglesia –es decir, a
nosotros, los bautizados- lo que el corazón al cuerpo: así como el corazón
bombea la sangre que lleva nutrientes, oxígeno y vida a los órganos del cuerpo,
así la Eucaristía dona por medio de la Sangre de Cristo, al Cuerpo Místico, la
vida sobrenatural de Dios, la vida de Dios Uno y Trino.
Si la Eucaristía es el corazón de la Iglesia, al
Cuerpo Místico de Cristo le sucede lo mismo que le sucede al cuerpo con
relación al corazón: sin el corazón, el cuerpo no vive, no solo pierde fuerzas,
sino que se muere, porque su alma se desprende de él; pues bien, así le sucede
al Cuerpo Místico de Cristo, con relación a la Eucaristía: sin la Eucaristía,
el Cuerpo Místico, los bautizados, no solo pierden fuerzas, sino que mueren,
literalmente hablando, porque se quedan sin el alimento de la gracia divina.
Esto sucede por lo que dijimos antes: la Eucaristía actúa como el corazón: así
como el corazón bombea la sangre y con la sangre la vida, así la Eucaristía
dona, a quien la recibe en gracia, con fe y con amor, la Sangre de Cristo y con
la Sangre de Cristo, la vida divina, la vida de Dios Uno y Trino.
Podemos decir que con los otros sacramentos, además de
la Eucaristía, se recibe también la vida divina, pero el que comulga no solo
recibe la gracia, como sucede con los otros sacramentos, sino que recibe al
Autor de la Gracia y la Gracia Increada en sí misma, Cristo Jesús, la Segunda
Persona de la Trinidad, en Persona. Dice así Juan Pablo II: “La Iglesia ha
recibido la Eucaristía de Cristo, su Señor, no sólo como un don entre otros
muchos, aunque sea muy valioso, sino como el don por excelencia,
porque es don de Sí mismo, de su
persona en su santa humanidad y, además, de su obra de salvación”[4].
Ésta es la razón por la cual, para los cristianos y para la Iglesia toda, la
Eucaristía es el corazón de sus vidas, literalmente hablando, porque una
persona puede estar viva con la vida terrena, temporal, pero si no tiene la
vida divina que da la Eucaristía, el alma de esa persona está muerta, aunque la
persona viva, camine, respire, hable.
Quien comulga la Eucaristía, comulga el Cuerpo de
Cristo y se une a Cristo, recibiendo de Cristo su vida, que es la vida divina,
la vida de Dios Trinidad. Dice Juan Pablo II: “La eficacia salvífica del
sacrificio se realiza plenamente cuando se comulga recibiendo el Cuerpo y la Sangre
del Señor. De por sí, el sacrificio eucarístico se orienta a la íntima unión de
nosotros, los fieles, con Cristo mediante la comunión: le recibimos a Él mismo,
que se ha ofrecido por nosotros; su Cuerpo, que Él ha entregado por nosotros en
la Cruz; su Sangre, “derramada por muchos para perdón de los pecados” (Mt 26,
28). Recordemos sus palabras: “Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y
yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por Mí” (Jn 6,
57). Las palabras del Señor son claras: “el que me coma vivirá por Mí”: el
que comulgue, recibe, con el Cuerpo y la Sangre de Cristo, la vida de Cristo,
que es la vida de Dios y vive en Cristo, por Cristo y de Cristo.
En síntesis, la sunción –comunión- de la Eucaristía
comunica fuerza de vida divina[5] pero
también la alegría y el gozo de la vida divina, además de preparar para la
visión beatífica. Es decir, la Iglesia y todo cristiano obtienen del Corazón de
la Iglesia, la Eucaristía, la vida misma de la Trinidad, una vida que no es la
vida terrena, sino la vida misma de Dios, infinita, eterna, sobrenatural,
celestial; pero además, la Eucaristía proporciona el mismo gozo y alegría de
Dios Trino, porque por la Eucaristía Cristo, que es Dios, comunica de su misma
alegría divina. Por eso la verdadera alegría es la alegría que da la Eucaristía
y no la alegría que se deriva por motivos meramente terrenos. Al comulgar la
Eucaristía, el cristiano comulga y recibe a Cristo Dios, que es “Alegría
infinita”, como dice Santa Teresa de los Andes. Los cristianos no se alegran
por motivos superficiales y terrenos, temporales y pasajeros, sino porque por
la comunión eucarística reciben al mismo Dios de la vida y de la alegría.
Del Corazón de Cristo brota la Sangre del Cordero,
portadora de vida para la Iglesia y es así como la Iglesia vive del misterio de
la Eucaristía, presencia de Cristo entre nosotros hasta el fin del mundo y se
alegra por esta presencia. Afirma Juan Pablo II: “La Iglesia vive de la
Eucaristía. Esta verdad no expresa solamente una experiencia cotidiana de fe,
sino que encierra en síntesis el núcleo del misterio de la Iglesia.
Ésta experimenta con alegría cómo se realiza continuamente, en múltiples formas,
la promesa del Señor: “He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta
el fin del mundo” (Mt 28, 20); en la sagrada Eucaristía, por la
transformación del pan y el vino en el cuerpo y en la sangre del Señor, se
alegra de esta presencia con una intensidad única”[6].
Solo por la Eucaristía es que crece la Iglesia, en
vida y santidad divina: dice Juan Pablo II: “Alrededor de Cristo eucarístico la
Iglesia crece como pueblo, templo y familia de Dios: una, santa católica y
apostólica” y a la vez “comprende mejor su carácter de sacramento universal de
salvación y de realidad visible jerárquicamente estructurada. Ciertamente
–advierte el Papa– no se construye ninguna comunidad cristiana si ésta no tiene
como raíz y centro la celebración de la sagrada Eucaristía”[7]. En otras palabras, sin la Eucaristía, no hay
vida en la Iglesia; la Iglesia pierde toda vida sobrenatural, aun cuando sus
miembros parezcan tener vida terrena. Sin la Eucaristía, la Iglesia no puede
vivir y por lo tanto no puede cumplir su misión y es esto lo que dice Juan
Pablo II: “¿Podría realizar la Iglesia su propia vocación sin cultivar una
constante relación con la Eucaristía, sin nutrirse de este alimento que
santifica, sin posarse sobre este apoyo indispensable para su acción misionera?”.
Y luego advierte que “para evangelizar el mundo son necesarios apóstoles
“expertos” en la celebración, adoración y contemplación de la Eucaristía”. Es
decir, el mundo se evangeliza por medio de adoradores que se nutran de la
Sangre del Corazón del Cordero, la Sagrada Eucaristía.
También podemos decir que la Eucaristía es a la
Iglesia lo que el Corazón de Cristo en la Cruz: así como del costado traspasado
de Cristo, de su Corazón traspasado, mana la savia de vida divina, así de la
Eucaristía, que es el Corazón de Cristo oculto en el Santísimo Sacramento del
altar, se derrama sobre su Iglesia el río de sangre vivificador[8], que
vivifica a la Iglesia con la vida de Dios Trino.
La
Eucaristía es el Corazón de la Iglesia porque actúa donando vida, como el
corazón del cuerpo actúa donando vida a los órganos del cuerpo. Ahora bien, nos
preguntamos: ¿de qué vida se trata? En el caso del cuerpo, el cuerpo recibe
vida por la sangre, porque la sangre es la que porta los nutrientes y el
oxígeno: en el caso de la Eucaristía, al ser el Corazón Eucarístico de Cristo,
da la vida divina de dos maneras: al comunicar su Sangre, que lleva la vida
divina, porque por la comunión eucarística se comulga el Cuerpo, la Sangre, el
Alma y la Divinidad de Cristo, es decir, se comulga la Sangre aun cuando se
reciba la Eucaristía bajo una sola especie, la especie del pan, y así se recibe
la vida de Cristo, que es la vida de Dios, porque Cristo es Dios; por otro
lado, se recibe la vida divina porque del Corazón de Cristo, que es también el
Corazón del Padre –Padre e Hijo tienen un mismo corazón-, se espira el Espíritu
Santo, que es el Dador de la vida divina y la vida divina en sí misma, además
de ser el Amor de Dios. Dice Juan Pablo II: “El Concilio Vaticano II ha
proclamado que el Sacrificio eucarístico es “fuente y cima de toda la vida
cristiana”[9]. “La
sagrada Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien espiritual de la Iglesia,
es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan de Vida, que da la vida a los hombres por medio del Espíritu Santo”[10].
El Santo Padre recalca y recuerda que la Eucaristía da la vida (divina) a los
fieles “por medio del Espíritu Santo”.
En otra parte, Juan Pablo II reafirma la idea de que
por la Eucaristía recibimos al Espíritu Santo: “ El don de Cristo y de su Espíritu que recibimos en la comunión
eucarística colma con sobrada plenitud los anhelos de unidad fraterna que
alberga el corazón humano y, al mismo tiempo, eleva la experiencia de
fraternidad, propia de la participación común en la misma mesa eucarística, a
niveles que están muy por encima de la simple experiencia convival humana”[11] y
luego: “fin de la Eucaristía es precisamente “la comunión de los hombres con
Cristo y, en Él, con el Padre y con el Espíritu Santo”[12].
Quien comulga la Eucaristía, recibe a Cristo y de Cristo, recibe el Espíritu
Santo: “Por la comunión de su cuerpo y de su sangre, Cristo nos comunica
también su Espíritu. Escribe san Efrén: “Llamó al pan su cuerpo viviente, lo
llenó de sí mismo y de su Espíritu [...], y quien lo come con fe, come Fuego y
Espíritu. [...]. Tomad, comed todos de él, y coméis con él el Espíritu Santo.
En efecto, es verdaderamente mi cuerpo y el que lo come vivirá eternamente”. La
Iglesia pide este don divino, raíz de todos los otros dones, en la epíclesis
eucarística. Se lee, por ejemplo, en la Divina Liturgia de san
Juan Crisóstomo: “Te invocamos, te rogamos y te suplicamos: manda tu Santo Espíritu
sobre todos nosotros y sobre estos dones [...] para que sean purificación del
alma, remisión de los pecados y comunicación del Espíritu Santo para cuantos
participan de ellos”. Y, en el Misal Romano, el celebrante implora
que: “Fortalecidos con el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu
Santo, formemos en Cristo un sólo cuerpo y un sólo espíritu”. Así, con el don
de su cuerpo y su sangre, Cristo acrecienta en nosotros el don de su Espíritu,
infundido ya en el Bautismo e impreso como “sello” en el sacramento de la
Confirmación”[13].
De varias formas, el Santo Padre afirma que, al recibir la Eucaristía,
recibimos al Espíritu Santo. Esto es lógico, porque si la Eucaristía es el
Corazón de Cristo, como del Corazón emana el Amor, entonces, de la Eucaristía,
Corazón de Cristo, emana el Amor de Dios, el Espíritu Santo. Es muy importante
tener esto en cuenta, el hecho de que con la Eucaristía, Corazón del Padre y
del Hijo, se comunica al Espíritu Santo, el Amor de Dios, porque por esta
razón, además de recibir la vida divina, los cristianos glorifican al Padre,
pero la glorificación que los cristianos tributan al Padre es la misma
glorificación que el Padre recibe de su Hijo cosubstancial[14],
porque lo glorifican junto a Cristo, que a su vez glorifica al Padre con la
gloria divina.
La Eucaristía es don de Cristo al Padre y cuando los
fieles comulgan, ofrecen este don, con Cristo, al Padre: “El don de su amor y
de su obediencia hasta el extremo de dar la vida (cfr. Jn 10,
17-18), es en primer lugar un don a su Padre. Ciertamente es un don en favor
nuestro, más aún, de toda la humanidad (cfr. Mt 26, 28; Mc 14,
24; Lc 22, 20; Jn 10, 15), pero don
ante todo al Padre: “sacrificio que el Padre aceptó, correspondiendo a esta
donación total de su Hijo que se hizo “obediente hasta la muerte” (Fl 2,
8) con su entrega paternal, es decir, con el don de la vida nueva e inmortal en
la resurrección”[15].
Esta
vida divina que se nos comunica por la Eucaristía –la vida de Cristo y la vida
del Espíritu Santo-, es la garantía de que recibiremos la vida divina y eterna
que se nos comunicará luego de esta vida, en la bienaventuranza: “La aclamación
que el pueblo pronuncia después de la consagración se concluye oportunamente
manifestando la proyección escatológica que distingue la celebración
eucarística (cf. 1 Co 11, 26): “... hasta que vuelvas”.
La Eucaristía es tensión hacia la meta, pregustar el gozo pleno prometido por
Cristo (cf. Jn 15, 11); es, en cierto sentido, anticipación
del Paraíso y “prenda de la gloria futura”[16].
Por último, quien participa de la Eucaristía y recibe
la vida divina al comulgar, cuando termina la Misa, comienza su misión, que es
comunicar a todos la Buena Noticia de la vida y el amor de Cristo recibidos en
la comunión: “Al término de cada santa Misa, «todos deben sentirse enviados
como “misioneros de la Eucaristía” a difundir en todos los ambientes el gran
don recibido (…) De hecho quien encuentra a Cristo en la Eucaristía no puede no
proclamar con la vida el amor misericordioso del Redentor”[17].
Santa Teresita de Jesús y su vocación de ser el Amor
en la Iglesia.
“En el corazón de la Iglesia, yo seré el Amor”. En sus
Manuscritos biográficos, Santa Teresita tiene la siguiente expresión: “En el
corazón de la Iglesia, yo seré el Amor”. Ella quería encontrar su vocación en
la Iglesia, y descubrió que ésta era el Amor, la caridad. En el Cuerpo Místico
de la Iglesia, el puesto de Santa Teresita era el corazón, fuente del amor que,
en el caso de la Iglesia, está “ardiendo en amor”, según expresión de la misma
Santa Teresita. Es decir, ella no se reconoce ni en los mártires, ni en los
doctores, ni en ninguna otra vocación de la Iglesia: ella se reconoce en el
centro mismo del Cuerpo Místico, el Corazón de la Iglesia, en donde “arde el
Amor”.
Ahora
bien, podríamos preguntarnos si este deseo de Santa Teresita de ser “el Amor en
el Corazón de la Iglesia” es un deseo que permanece en mero deseo o si puede
llegar a ser cumplido efectivamente, porque no es lo mismo que un deseo
permanezca como tal, a que se realice y se lleve a cabo en la realidad. En el
caso de Santa Teresita, no se queda en un mero deseo, sino que verdaderamente
se cumple, se hace efectivo, de manera tal que ella, en el Corazón de la
Iglesia, es el Amor. ¿De qué manera? El deseo de Santa Teresita se cumple
efectivamente y no queda en mero deseo, por medio de la Eucaristía, es decir,
por medio de su unión orgánica a la Eucaristía. La razón es que la Eucaristía
es el Corazón Eucarístico de Jesús, Corazón en el que inhabita el Fuego del
Divino Amor, el Espíritu Santo. La Eucaristía es el Sagrado Corazón Eucarístico
de Jesús, envuelto en el Fuego del Divino Amor, el Espíritu Santo: esto quiere
decir que quien se une orgánicamente a la Eucaristía por la comunión
sacramental, se hace partícipe de este Divino Corazón, el cual le comunica las
llamas del Amor de Dios que en Él inhabitan. Es decir, al comulgar, el alma
entra en contacto con las llamas del Amor de Dios que se encuentran ardiendo en
el Corazón Eucarístico de Jesús, por lo que comienza a participar y a ser parte
viva y orgánica de ese Amor. El deseo de Santa Teresita de ser “el Amor en el
Corazón de la Iglesia”, se cumple en la comunión eucarística. Si alguien, al
igual que Santa Teresita, descubre que su vocación es también ser el Amor en el
Corazón de la Iglesia, lo que debe hacer es comulgar con fe, con piedad y,
sobre todo, con Amor.
[1]
“Con la comunión eucarística la Iglesia consolida
también su unidad como cuerpo de Cristo”: Ecclesia, II, 23.
[2]
Cfr. Joseph
Matthias Scheeben, Los misterios
del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1963, 613.
[3]
“Dejadme, mis queridos hermanos y hermanas que, con
íntima emoción, en vuestra compañía y para confortar vuestra fe, os dé
testimonio de fe en la Santísima Eucaristía. « Ave, verum corpus
natum de Maria Virgine, / vere passum, immolatum, in cruce pro homine! ». Aquí
está el tesoro de la Iglesia, el corazón del mundo, la prenda del fin
al que todo hombre, aunque sea inconscientemente, aspira”; cfr. Ecclesia, 59.
[5]
Cfr. Joseph Matthias Scheeben, Los misterios del cristianismo,
Ediciones Herder, Barcelona 1963, 553.
[6]
Cfr. Carta Encíclica Ecclesia de
Eucharistia, del Sumo Pontífice Juan
Pablo II a los obispos, a los presbíteros y diáconos, a las personas
consagradas y a todos los fieles laicos sobre la Eucaristía en su relación con
la Iglesia, 1.
[9]
Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 11.
[10] Conc. Ecum. Vat. II,
Decr. Presbyterorum
Ordinis, sobre el ministerio y vida de los presbíteros, 5;
cit. Ecclesia, 1.
[13]
Cfr. Ecclesia, 17.
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