martes, 22 de octubre de 2019

Retiro para la Catedral de Concepción: La Eucaristía, Corazón de la Iglesia (2)



         
Para entender el porqué de la Eucaristía como “Corazón de la Iglesia”, debemos considerar antes a la Iglesia como “Cuerpo Místico de Cristo”: entre otros nombres, la Iglesia es llamada también “Cuerpo Místico” de Cristo”[1] y, como todo cuerpo, tiene también un alma: en el caso de la Iglesia, el Cuerpo lo forman los bautizados, los que han sido incorporados a Cristo por medio del bautismo sacramental; la Cabeza de este Cuerpo es Cristo y el Alma de la Iglesia es el Espíritu Santo.
Entonces, el cuerpo son los bautizados, la cabeza es Cristo y el alma es el Espíritu Santo. Si esto es así, ¿cuál es el corazón de la Iglesia? El corazón de la Iglesia es la Eucaristía –el sacramento substancial de la Eucaristía es el Corazón de la Iglesia[2]-, en pleno sentido de la expresión[3]. La razón es que la Eucaristía es al Cuerpo Místico de la Iglesia –es decir, a nosotros, los bautizados- lo que el corazón al cuerpo: así como el corazón bombea la sangre que lleva nutrientes, oxígeno y vida a los órganos del cuerpo, así la Eucaristía dona por medio de la Sangre de Cristo, al Cuerpo Místico, la vida sobrenatural de Dios, la vida de Dios Uno y Trino.
Si la Eucaristía es el corazón de la Iglesia, al Cuerpo Místico de Cristo le sucede lo mismo que le sucede al cuerpo con relación al corazón: sin el corazón, el cuerpo no vive, no solo pierde fuerzas, sino que se muere, porque su alma se desprende de él; pues bien, así le sucede al Cuerpo Místico de Cristo, con relación a la Eucaristía: sin la Eucaristía, el Cuerpo Místico, los bautizados, no solo pierden fuerzas, sino que mueren, literalmente hablando, porque se quedan sin el alimento de la gracia divina. Esto sucede por lo que dijimos antes: la Eucaristía actúa como el corazón: así como el corazón bombea la sangre y con la sangre la vida, así la Eucaristía dona, a quien la recibe en gracia, con fe y con amor, la Sangre de Cristo y con la Sangre de Cristo, la vida divina, la vida de Dios Uno y Trino.
Podemos decir que con los otros sacramentos, además de la Eucaristía, se recibe también la vida divina, pero el que comulga no solo recibe la gracia, como sucede con los otros sacramentos, sino que recibe al Autor de la Gracia y la Gracia Increada en sí misma, Cristo Jesús, la Segunda Persona de la Trinidad, en Persona. Dice así Juan Pablo II: “La Iglesia ha recibido la Eucaristía de Cristo, su Señor, no sólo como un don entre otros muchos, aunque sea muy valioso, sino como el don por excelencia, porque es don de Sí mismo, de su persona en su santa humanidad y, además, de su obra de salvación”[4]. Ésta es la razón por la cual, para los cristianos y para la Iglesia toda, la Eucaristía es el corazón de sus vidas, literalmente hablando, porque una persona puede estar viva con la vida terrena, temporal, pero si no tiene la vida divina que da la Eucaristía, el alma de esa persona está muerta, aunque la persona viva, camine, respire, hable.
Quien comulga la Eucaristía, comulga el Cuerpo de Cristo y se une a Cristo, recibiendo de Cristo su vida, que es la vida divina, la vida de Dios Trinidad. Dice Juan Pablo II: “La eficacia salvífica del sacrificio se realiza plenamente cuando se comulga recibiendo el Cuerpo y la Sangre del Señor. De por sí, el sacrificio eucarístico se orienta a la íntima unión de nosotros, los fieles, con Cristo mediante la comunión: le recibimos a Él mismo, que se ha ofrecido por nosotros; su Cuerpo, que Él ha entregado por nosotros en la Cruz; su Sangre, “derramada por muchos para perdón de los pecados” (Mt 26, 28). Recordemos sus palabras: “Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por Mí” (Jn 6, 57). Las palabras del Señor son claras: “el que me coma vivirá por Mí”: el que comulgue, recibe, con el Cuerpo y la Sangre de Cristo, la vida de Cristo, que es la vida de Dios y vive en Cristo, por Cristo y de Cristo.
En síntesis, la sunción –comunión- de la Eucaristía comunica fuerza de vida divina[5] pero también la alegría y el gozo de la vida divina, además de preparar para la visión beatífica. Es decir, la Iglesia y todo cristiano obtienen del Corazón de la Iglesia, la Eucaristía, la vida misma de la Trinidad, una vida que no es la vida terrena, sino la vida misma de Dios, infinita, eterna, sobrenatural, celestial; pero además, la Eucaristía proporciona el mismo gozo y alegría de Dios Trino, porque por la Eucaristía Cristo, que es Dios, comunica de su misma alegría divina. Por eso la verdadera alegría es la alegría que da la Eucaristía y no la alegría que se deriva por motivos meramente terrenos. Al comulgar la Eucaristía, el cristiano comulga y recibe a Cristo Dios, que es “Alegría infinita”, como dice Santa Teresa de los Andes. Los cristianos no se alegran por motivos superficiales y terrenos, temporales y pasajeros, sino porque por la comunión eucarística reciben al mismo Dios de la vida y de la alegría.
Del Corazón de Cristo brota la Sangre del Cordero, portadora de vida para la Iglesia y es así como la Iglesia vive del misterio de la Eucaristía, presencia de Cristo entre nosotros hasta el fin del mundo y se alegra por esta presencia. Afirma Juan Pablo II: “La Iglesia vive de la Eucaristía. Esta verdad no expresa solamente una experiencia cotidiana de fe, sino que encierra en síntesis el núcleo del misterio de la Iglesia. Ésta experimenta con alegría cómo se realiza continuamente, en múltiples formas, la promesa del Señor: “He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20); en la sagrada Eucaristía, por la transformación del pan y el vino en el cuerpo y en la sangre del Señor, se alegra de esta presencia con una intensidad única”[6].
Solo por la Eucaristía es que crece la Iglesia, en vida y santidad divina: dice Juan Pablo II: “Alrededor de Cristo eucarístico la Iglesia crece como pueblo, templo y familia de Dios: una, santa católica y apostólica” y a la vez “comprende mejor su carácter de sacramento universal de salvación y de realidad visible jerárquicamente estructurada. Ciertamente –advierte el Papa– no se construye ninguna comunidad cristiana si ésta no tiene como raíz y centro la celebración de la sagrada Eucaristía”[7].  En otras palabras, sin la Eucaristía, no hay vida en la Iglesia; la Iglesia pierde toda vida sobrenatural, aun cuando sus miembros parezcan tener vida terrena. Sin la Eucaristía, la Iglesia no puede vivir y por lo tanto no puede cumplir su misión y es esto lo que dice Juan Pablo II: “¿Podría realizar la Iglesia su propia vocación sin cultivar una constante relación con la Eucaristía, sin nutrirse de este alimento que santifica, sin posarse sobre este apoyo indispensable para su acción misionera?”. Y luego advierte que “para evangelizar el mundo son necesarios apóstoles “expertos” en la celebración, adoración y contemplación de la Eucaristía”. Es decir, el mundo se evangeliza por medio de adoradores que se nutran de la Sangre del Corazón del Cordero, la Sagrada Eucaristía.
También podemos decir que la Eucaristía es a la Iglesia lo que el Corazón de Cristo en la Cruz: así como del costado traspasado de Cristo, de su Corazón traspasado, mana la savia de vida divina, así de la Eucaristía, que es el Corazón de Cristo oculto en el Santísimo Sacramento del altar, se derrama sobre su Iglesia el río de sangre vivificador[8], que vivifica a la Iglesia con la vida de Dios Trino.
         La Eucaristía es el Corazón de la Iglesia porque actúa donando vida, como el corazón del cuerpo actúa donando vida a los órganos del cuerpo. Ahora bien, nos preguntamos: ¿de qué vida se trata? En el caso del cuerpo, el cuerpo recibe vida por la sangre, porque la sangre es la que porta los nutrientes y el oxígeno: en el caso de la Eucaristía, al ser el Corazón Eucarístico de Cristo, da la vida divina de dos maneras: al comunicar su Sangre, que lleva la vida divina, porque por la comunión eucarística se comulga el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Cristo, es decir, se comulga la Sangre aun cuando se reciba la Eucaristía bajo una sola especie, la especie del pan, y así se recibe la vida de Cristo, que es la vida de Dios, porque Cristo es Dios; por otro lado, se recibe la vida divina porque del Corazón de Cristo, que es también el Corazón del Padre –Padre e Hijo tienen un mismo corazón-, se espira el Espíritu Santo, que es el Dador de la vida divina y la vida divina en sí misma, además de ser el Amor de Dios. Dice Juan Pablo II: “El Concilio Vaticano II ha proclamado que el Sacrificio eucarístico es “fuente y cima de toda la vida cristiana”[9]. “La sagrada Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan de Vida, que da la vida a los hombres por medio del Espíritu Santo[10]. El Santo Padre recalca y recuerda que la Eucaristía da la vida (divina) a los fieles “por medio del Espíritu Santo”.
En otra parte, Juan Pablo II reafirma la idea de que por la Eucaristía recibimos al Espíritu Santo: “ El don de Cristo y de su Espíritu que recibimos en la comunión eucarística colma con sobrada plenitud los anhelos de unidad fraterna que alberga el corazón humano y, al mismo tiempo, eleva la experiencia de fraternidad, propia de la participación común en la misma mesa eucarística, a niveles que están muy por encima de la simple experiencia convival humana”[11] y luego: “fin de la Eucaristía es precisamente “la comunión de los hombres con Cristo y, en Él, con el Padre y con el Espíritu Santo”[12]. Quien comulga la Eucaristía, recibe a Cristo y de Cristo, recibe el Espíritu Santo: “Por la comunión de su cuerpo y de su sangre, Cristo nos comunica también su Espíritu. Escribe san Efrén: “Llamó al pan su cuerpo viviente, lo llenó de sí mismo y de su Espíritu [...], y quien lo come con fe, come Fuego y Espíritu. [...]. Tomad, comed todos de él, y coméis con él el Espíritu Santo. En efecto, es verdaderamente mi cuerpo y el que lo come vivirá eternamente”. La Iglesia pide este don divino, raíz de todos los otros dones, en la epíclesis eucarística. Se lee, por ejemplo, en la Divina Liturgia de san Juan Crisóstomo: “Te invocamos, te rogamos y te suplicamos: manda tu Santo Espíritu sobre todos nosotros y sobre estos dones [...] para que sean purificación del alma, remisión de los pecados y comunicación del Espíritu Santo para cuantos participan de ellos”. Y, en el Misal Romano, el celebrante implora que: “Fortalecidos con el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un sólo cuerpo y un sólo espíritu”. Así, con el don de su cuerpo y su sangre, Cristo acrecienta en nosotros el don de su Espíritu, infundido ya en el Bautismo e impreso como “sello” en el sacramento de la Confirmación”[13]. De varias formas, el Santo Padre afirma que, al recibir la Eucaristía, recibimos al Espíritu Santo. Esto es lógico, porque si la Eucaristía es el Corazón de Cristo, como del Corazón emana el Amor, entonces, de la Eucaristía, Corazón de Cristo, emana el Amor de Dios, el Espíritu Santo. Es muy importante tener esto en cuenta, el hecho de que con la Eucaristía, Corazón del Padre y del Hijo, se comunica al Espíritu Santo, el Amor de Dios, porque por esta razón, además de recibir la vida divina, los cristianos glorifican al Padre, pero la glorificación que los cristianos tributan al Padre es la misma glorificación que el Padre recibe de su Hijo cosubstancial[14], porque lo glorifican junto a Cristo, que a su vez glorifica al Padre con la gloria divina.  
La Eucaristía es don de Cristo al Padre y cuando los fieles comulgan, ofrecen este don, con Cristo, al Padre: “El don de su amor y de su obediencia hasta el extremo de dar la vida (cfr. Jn 10, 17-18), es en primer lugar un don a su Padre. Ciertamente es un don en favor nuestro, más aún, de toda la humanidad (cfr. Mt 26, 28; Mc 14, 24; Lc 22, 20; Jn 10, 15), pero don ante todo al Padre: “sacrificio que el Padre aceptó, correspondiendo a esta donación total de su Hijo que se hizo “obediente hasta la muerte” (Fl 2, 8) con su entrega paternal, es decir, con el don de la vida nueva e inmortal en la resurrección”[15].
         Esta vida divina que se nos comunica por la Eucaristía –la vida de Cristo y la vida del Espíritu Santo-, es la garantía de que recibiremos la vida divina y eterna que se nos comunicará luego de esta vida, en la bienaventuranza: “La aclamación que el pueblo pronuncia después de la consagración se concluye oportunamente manifestando la proyección escatológica que distingue la celebración eucarística (cf. 1 Co 11, 26): “... hasta que vuelvas”. La Eucaristía es tensión hacia la meta, pregustar el gozo pleno prometido por Cristo (cf. Jn 15, 11); es, en cierto sentido, anticipación del Paraíso y “prenda de la gloria futura”[16].
Por último, quien participa de la Eucaristía y recibe la vida divina al comulgar, cuando termina la Misa, comienza su misión, que es comunicar a todos la Buena Noticia de la vida y el amor de Cristo recibidos en la comunión: “Al término de cada santa Misa, «todos deben sentirse enviados como “misioneros de la Eucaristía” a difundir en todos los ambientes el gran don recibido (…) De hecho quien encuentra a Cristo en la Eucaristía no puede no proclamar con la vida el amor misericordioso del Redentor”[17].
Santa Teresita de Jesús y su vocación de ser el Amor en la Iglesia.
“En el corazón de la Iglesia, yo seré el Amor”. En sus Manuscritos biográficos, Santa Teresita tiene la siguiente expresión: “En el corazón de la Iglesia, yo seré el Amor”. Ella quería encontrar su vocación en la Iglesia, y descubrió que ésta era el Amor, la caridad. En el Cuerpo Místico de la Iglesia, el puesto de Santa Teresita era el corazón, fuente del amor que, en el caso de la Iglesia, está “ardiendo en amor”, según expresión de la misma Santa Teresita. Es decir, ella no se reconoce ni en los mártires, ni en los doctores, ni en ninguna otra vocación de la Iglesia: ella se reconoce en el centro mismo del Cuerpo Místico, el Corazón de la Iglesia, en donde “arde el Amor”.
          Ahora bien, podríamos preguntarnos si este deseo de Santa Teresita de ser “el Amor en el Corazón de la Iglesia” es un deseo que permanece en mero deseo o si puede llegar a ser cumplido efectivamente, porque no es lo mismo que un deseo permanezca como tal, a que se realice y se lleve a cabo en la realidad. En el caso de Santa Teresita, no se queda en un mero deseo, sino que verdaderamente se cumple, se hace efectivo, de manera tal que ella, en el Corazón de la Iglesia, es el Amor. ¿De qué manera? El deseo de Santa Teresita se cumple efectivamente y no queda en mero deseo, por medio de la Eucaristía, es decir, por medio de su unión orgánica a la Eucaristía. La razón es que la Eucaristía es el Corazón Eucarístico de Jesús, Corazón en el que inhabita el Fuego del Divino Amor, el Espíritu Santo. La Eucaristía es el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, envuelto en el Fuego del Divino Amor, el Espíritu Santo: esto quiere decir que quien se une orgánicamente a la Eucaristía por la comunión sacramental, se hace partícipe de este Divino Corazón, el cual le comunica las llamas del Amor de Dios que en Él inhabitan. Es decir, al comulgar, el alma entra en contacto con las llamas del Amor de Dios que se encuentran ardiendo en el Corazón Eucarístico de Jesús, por lo que comienza a participar y a ser parte viva y orgánica de ese Amor. El deseo de Santa Teresita de ser “el Amor en el Corazón de la Iglesia”, se cumple en la comunión eucarística. Si alguien, al igual que Santa Teresita, descubre que su vocación es también ser el Amor en el Corazón de la Iglesia, lo que debe hacer es comulgar con fe, con piedad y, sobre todo, con Amor.



[1] “Con la comunión eucarística la Iglesia consolida también su unidad como cuerpo de Cristo”: Ecclesia, II, 23.
[2] Cfr. Joseph Matthias Scheeben, Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1963, 613.
[3] “Dejadme, mis queridos hermanos y hermanas que, con íntima emoción, en vuestra compañía y para confortar vuestra fe, os dé testimonio de fe en la Santísima Eucaristía. « Ave, verum corpus natum de Maria Virgine, / vere passum, immolatum, in cruce pro homine! ». Aquí está el tesoro de la Iglesia, el corazón del mundo, la prenda del fin al que todo hombre, aunque sea inconscientemente, aspira”; cfr. Ecclesia, 59. 
[4] Cfr. Ecclesia, 11.
[5] Cfr. Joseph Matthias Scheeben, Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1963, 553.
[6] Cfr. Carta Encíclica Ecclesia de Eucharistia, del Sumo Pontífice Juan Pablo II a los obispos, a los presbíteros y diáconos, a las personas consagradas y a todos los fieles laicos sobre la Eucaristía en su relación con la Iglesia, 1.
[8] Cfr. Scheeben, Los misterios, 199.
[9] Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 11.
[10] Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, sobre el ministerio y vida de los presbíteros, 5; cit. Ecclesia, 1.
[11] Cfr. Ecclesia, II, 24.
[13] Cfr. Ecclesia, 17.
[14] Cfr. Scheeben, ibidem, 415.
[15] Cfr. Ecclesia, 13.
[16] Cfr. Ecclesia, 18.

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