(Homilía en ocasión de la Santa Misa en acción de gracias por un nuevo aniversario del Oratorio de Adoración Eucarística Perpetua de la Parroquia San José, de Alberdi, Tucumán, Argentina)
En el Evangelio, Jesús hace una promesa, la de estar con
nosotros “todos los días, hasta el fin del mundo”: “Yo estaré con vosotros
todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt
28, 19-20). Jesús no hace promesas en vano y la forma en que cumple esta
promesa es la Eucaristía, es decir, la Eucaristía es el modo en el que Jesús
cumple su promesa de estar con nosotros todos los días, hasta el fin del mundo.
Por eso la Eucaristía puede ser llamada, con toda propiedad, el “Emanuel”,
porque Emanuel significa “Dios con nosotros” (Mt 1, 23). Ahora bien, esta presencia de Jesús con nosotros es
especialísima, porque no se trata de una presencia meramente moral, como
sucede, por ejemplo, cuando una persona desea estar en un lugar, pero está
físicamente presente en otro lugar. Aquí, en la Eucaristía, Jesús está real y
verdaderamente presente, con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, con su Ser divino
trinitario y con su Humanidad glorificada. Jesús en la Eucaristía se encuentra
con su mismo Cuerpo glorificado y con su mismo Ser divino trinitario, tal como
se encuentra en el cielo, con la única diferencia que, en el cielo, los ángeles
y los santos que se postran en su Presencia en adoración perpetua, lo
contemplan cara a cara, mientras que nosotros aquí, en la tierra, lo
contemplamos sólo con los ojos de la fe, pero no con los ojos del cuerpo. Contemplar
la Eucaristía y adorarla es el equivalente, para nosotros, a la visión
beatífica de la que gozan en el cielo los ángeles y los santos, por eso no
puede haber experiencia más gozosa y alegre que la adoración eucarística,
porque es estar delante del Cordero de Dios. La Eucaristía “es Jesús, oculto bajo
las especies del pan, pero real y físicamente presente en la Hostia consagrada,
de modo que Él mora, habita entre nosotros”[1],
cumpliendo así su promesa de quedarse con nosotros todos los días, hasta el fin
del mundo.
No hay don más grande que la Eucaristía; Dios no puede hacer
más por nosotros que la Eucaristía; no sabe ya más qué hacer por nosotros, que
no esté ya hecho en la Eucaristía; Dios es omnipotente, pero no puede hacer más
por nosotros que estar en la Eucaristía, para desde allí comunicarnos su Amor.
Así dice San Agustín: “Aún cuando Dios es
Todopoderoso, es incapaz de dar más –porque en la Eucaristía se da todo Él,
con su Ser divino trinitario y con todo el Amor de su Sagrado Corazón-; aún cuando es Sabiduría Suprema, no sabe
cómo dar más –porque no tiene ya más para dar, porque en la Eucaristía se
da todo Él, sin reservarse nada para sí-; aún
cuando es inmensamente rico, no tiene más que dar –porque en la Eucaristía
nos da toda la riqueza de su Ser divino trinitario-”[2].
¿Y para qué se queda Jesús en la Eucaristía? No sólo para
hacernos compañía en este valle de lágrimas que es esta vida terrena, llena de
tribulaciones, dolores, persecuciones y pruebas; no sólo para hacernos milagros
en nuestras vidas –milagros que no somos ni siquiera capaces de imaginar-; sino
que se queda, ante todo, para darnos todo Él mismo, sin reservarse nada, con su
Ser divino trinitario y con todo el Amor de su Sagrado Corazón Eucarístico. Como
dice San Pedro Julián Eymard, en la Eucaristía lo encontramos todo, incluidos
los milagros: “Encontraréis todo en la Eucaristía; la palabra de ánimo, la
ciencia y los milagros. Sí: también los milagros”[3]. Pero
sobre todo, en la Eucaristía encontramos a Dios mismo en Persona y eso es lo
que hace de la Eucaristía el tesoro más valioso de la Iglesia, un tesoro
ante el cual los cielos eternos palidecen y empequeñecen, porque el Dios de la
Eucaristía, Cristo Jesús, es tan inmensamente majestuoso, que ni todos los
cielos eternos pueden contenerlo. Por esta razón, para un fiel católico, tener
la oportunidad de hacer adoración eucarística en un oratorio dedicado
especialmente para ese fin, es anticipar, ya desde la tierra, la alegría sin
fin que experimentan los bienaventurados en el cielo.
[1] Cfr. Stefano Manelli, Jesús,
Amor Eucarístico, Ediciones del Alcázar, La Plata 2016, 13.
[2] Cfr. Manelli, o. c., 13.
[3] Cfr. Manelli, o. c., 14.
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