Inicio:
ofrecemos esta
Hora Santa y el rezo del Santo Rosario meditado en reparación por una exposición
blasfema realizada en Perú llamada “Canon”, patrocinada por la Agencia Española
de Cooperación al Desarrollo (AECID). Dicha exposición, inaugurada el 8 de
febrero de 2018 y que tiene la intención de pertenecer durante toda la
Cuaresma, hasta Pascua, muestra a jóvenes homosexuales y “mujeres” trans en
posiciones blasfemas, varios de ellos desnudos o semidesnudos y representando,
en todos los casos, tanto a Nuestro Señor Jesucristo, como a María Santísima y
a diversos santos de la Iglesia Católica. La noticia referente a este
sacrilegio público se puede encontrar en la siguiente dirección:
Utilizaremos, para las meditaciones, la
Carta de Juan Pablo II a los obispos sobre el Misterio y el culto de la
Eucaristía. Pediremos por nuestra conversión, por nuestros seres queridos, por
todo el mundo, y por quienes organizaron dicha exposición blasfema.
Canto inicial: “Sagrado Corazón,
Eterna Alianza”.
Oración
inicial: “Dios mío, yo creo, espero, te
adoro y te amor. Te pido perdón por los que no creen, ni esperan, ni te adoran,
ni te aman” (tres veces).
“Santísima
Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo os adoro profundamente y os ofrezco
el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo,
Presente en todos los sagrarios del mundo, en reparación por los ultrajes, sacrilegios
e indiferencias, con los cuales Él mismo es ofendido. Por los infinitos méritos
de su Sacratísimo Corazón y los del Inmaculado Corazón de María, os pido la
conversión de los pobres pecadores. Amén”.
Inicio
del rezo del Santo Rosario meditado (Misterios a elección). Primer Misterio.
Meditación.
En
el Santo Sacrificio del Altar, la Santa Misa, confluyen “dos mesas”[1]:
la mesa de la Palabra de Dios y la mesa del Pan Vivo bajado del cielo, la
Eucaristía. De esta manera, la Santa Madre Iglesia, como Madre amorosa y
dedicada que es, ofrece a sus hijos, los hijos de Dios, los hijos nacidos por
la gracia de la adopción filial recibida en el Bautismo sacramental, aquello
que alimenta sus almas, la Palabra de Dios, y lo ofrece bajo dos aspectos: la
Palabra de Dios leída y meditada –las lecturas sagradas- y la Palabra de Dios
encarnada, que prolonga su Encarnación, en la Eucaristía, el Pan Vivo bajado
del cielo. La Iglesia quiere que sus hijos sean “testigos y partícipes de la
auténtica celebración de la Palabra de Dios”[2]:
escuchando y meditando la Palabra proclamada, la Sagrada Escritura y consumiendo
con amor y adoración a la Palabra de Dios Encarnada, Jesús Eucaristía.
Silencio
para meditar.
Padrenuestro,
diez Ave Marías, Gloria.
Segundo
Misterio del Santo Rosario.
Meditación.
Si en la mesa de la Palabra del Señor el alma se nutre con
la escucha, reflexión y meditación de la Palabra de Dios, en la mesa de la
Palabra de Dios encarnada, la Eucaristía, el alma recibe a esta Palabra de Dios
como alimento de su alma. Por la Eucaristía, la Palabra Eternamente pronunciada
del Padre, Cristo Jesús, se dona a sí mismo por la comunión eucarística y “se
entrega a nuestro corazón, a nuestra conciencia, a nuestros labios y a nuestra
boca”[3] y
lo hace en forma de alimento, como Pan Vivo bajado del cielo. En la Santa Misa
se hace patente que el Nuevo Pueblo de Dios, que peregrina por el desierto de
la vida hacia la Jerusalén celestial, recibe el Verdadero Maná bajado del
cielo, la Eucaristía, alimento que le proporciona las fuerzas divinas más que
suficientes para atravesar seguros este desierto terreno en el que se
desenvuelve nuestra existencia humana. Sin el doble alimento de la Palabra de
Dios leída y reflexionada en la Escritura y amada, adorada y consumida en la
Eucaristía, el alma desfallece por inanición y no alcanza su objetivo final,
así como una persona que cruza el desierto, si extravía el camino, termina
también por desfallecer de hambre, sed y cansancio. Para que esto no suceda, es
que la Santa Madre Iglesia nos alimenta con la Palabra de Dios, proclamada en
la Escritura y contenida, como Carne del Cordero, en la Eucaristía.
Silencio para meditar.
Padrenuestro,
diez Ave Marías, Gloria.
Tercer
Misterio del Santo Rosario.
Meditación.
Así como un indigente, a punto de desfallecer de hambre,
encuentra su felicidad y salva su vida si un poderoso y rico rey lo invita a su
banquete, así el alma humana, indigente de toda indigencia y necesitada de Dios
para todo, desfalleciendo de hambre puesto que el mundo no solo no le
proporciona alimento espiritual, sino que el alimento espiritual mundano se
convierte en veneno para el espíritu, al ser invitado por Dios Padre, por medio
del Espíritu Santo, para que se nutra de la Palabra de Dios –en la Escritura y
en la Eucaristía-, encuentra el alimento que repara sus fuerzas, evita su
segura muerte espiritual y, sobre todo, se nutre con la substancia misma de
Dios. Esta dicha del alma que encuentra en la Eucaristía algo infinitamente más
grande de lo que podría jamás siquiera imaginarse, es a la que la Iglesia se refiere
cuando dice, por medio del sacerdote ministerial: “Éste es el Cordero de Dios.
Dichosos los invitados a la Cena del Señor”[4]. Como
los discípulos de Emaús, que en la fracción del pan por parte del Señor, lo
reconocieron al ser iluminados por el Espíritu Santo, así también el fiel
católico que asiste a Misa, en la fracción del Pan Eucarístico, es iluminado
por el Espíritu Santo para reconocer, en la Hostia consagrada, al Señor Jesús,
que se dona al alma para entrar en nuestros corazones y así cumplir su palabra
de “estar todos los días con nosotros, hasta el fin del mundo” (cfr. Mt 28. 20).
Silencio para meditar.
Padrenuestro,
diez Ave Marías, Gloria.
Cuarto
Misterio del Santo Rosario.
Meditación.
Si bien en la Santa Misa el alma recibe la Eucaristía para
alimentarse sacramentalmente del Cuerpo del Señor y esto se lleva a cabo
mediante la figura de un banquete celestial, es sumamente importante considerar
que la Santa Misa “no es un mero banquete en el que se participa recibiendo el
Cuerpo de Cristo, para manifestar sobre todo la comunión fraterna”[5]. La
Santa Misa no es un mero banquete, sino ante todo el Sacrificio en Cruz del
Señor Jesús, renovado sacramental e incruentamente en el altar eucarístico. Esto
significa que tanto el sacerdote como el laico, deben acudir a la Santa Misa
con el espíritu y el ánimo con el cual se encontraban María Santísima y San
Juan Evangelista al pie de la Cruz en el Monte Calvario. Solo así, el alma se
dispondrá a participar del sacrificio del Redentor, uniéndose espiritualmente,
por medio de las manos de María, al Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, que
se ofrece al Padre sobre el altar cada vez en la Santa Misa, así como se
ofreció de una vez y para siempre en el Santo Altar de la Cruz, el Viernes
Santo, en el Monte Calvario.
Silencio para meditar.
Padrenuestro,
diez Ave Marías, Gloria.
Quinto
Misterio del Santo Rosario.
Meditación.
Siendo la Eucaristía el don más preciado que jamás mente
humana o angélica podría siquiera imaginar –es el Cuerpo y la Sangre del
Hombre-Dios Jesucristo-, debe ser tratada con el mayor respeto, veneración y
piedad posibles, tanto por parte del sacerdote –en la celebración litúrgica de
la Santa Misa-, como por parte de los fieles –en la asistencia y participación
espiritual interna del Santo Sacrificio del Altar-. Por lo mismo, tanto el
sacerdote como el fiel, deben poner todo cuidado en evitar, de todas las
maneras posibles, “un comportamiento sin respeto, una prisa inoportuna, una
impaciencia escandalosa”[6], a
lo cual podemos agregar una disposición interior fría, indiferente y desinteresada
y un comportamiento y vestimenta externos inapropiados. Nuestro honor, nuestra
gloria, nuestro consuelo, nuestra fuente de alegría, de paz, de esperanza, de
amor, de justicia, están en la Eucaristía, porque la Eucaristía es Jesús, el Redentor,
el Cordero de Dios, el Hombre-Dios, que se nos dona a sí mismo en la integridad
y totalidad de su ser divino trinitario, con su Sagrado Corazón Eucarístico
envuelto en las llamas del Divino Amor y esta entrega y don de sí la hace Jesús
a cada alma por la Eucaristía, y a todos ama con su mismo Amor, un amor que es
eterno, infinito, inagotable, incomprensible. Por eso es necesario, tanto para
el sacerdote como para el laico, antes de comulgar, hacer un acto de
humillación interior ante el Cordero de Dios, y recibirlo con todo el amor del
que se sea posible, haciendo un acto de adoración, tanto interno como externo,
en el momento de la Comunión Eucarística.
Oración final: “Dios mío, yo creo,
espero, te adoro y te amo. Te pido perdón, por los que no creen, ni esperan, ni
te adoran, ni te aman” (tres veces).
“Santísima
Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo os adoro profundamente, y os ofrezco
el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo,
Presente en todos los sagrarios del mundo, en reparación por los ultrajes,
sacrilegios e indiferencias con los cuales Él mismo es continuamente ofendido.
Por los infinitos méritos de su Sacratísimo Corazón y los del Inmaculado
Corazón de María, os pido la conversión de los pobres pecadores. Amén”.
Canto
final: “El Trece de Mayo en Cova de Iría”.
[1] Cfr. Juan Pablo II, Carta a
todos los obispos de la Iglesia sobre el Misterio y el Culto de la Eucaristía,
III, 10.
[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. ibidem, III, 11.
[4] Cfr. Jn 1, 29; Ap 19, 9.
[5] Cfr. Instrucción General para el uso del Misal Romano, nn. 7-8; cfr.
Misal Romano; cit. en Juan Pablo II,
Carta a todos los obispos de la Iglesia
sobre el Misterio y el Culto de la Eucaristía, III, 11.
[6] Cfr. Juan Pablo II, Carta a
todos los obispos de la Iglesia sobre el Misterio y el Culto de la Eucaristía,
III, 11.
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