Los discípulos en la barca lo adoraron teniéndolo delante de sí, con su
aspecto humano; nosotros, que estamos en la Barca, que es la Iglesia, lo
adoramos en su Presencia sacramental
“Hombre de poca fe, ¿por qué
dudaste?” (cfr. Mt 14, 22-36).
Después de que Pedro empieza a hundirse en el agua, Jesús lo saca del mar
tomándolo de la mano, y le reprocha su “poca fe”. Jesús no le reprocha a Pedro
el hecho de no tener fe, sino el hecho de tener “poca fe”. ¿A qué “fe” se
refiere Jesús? Jesús se refiere a la fe sobrenatural, a la fe concedida por
Dios mismo; es un don de Dios. Y Dios lo concede en abundancia, y en ese
sentido, no es “poca” la fe. Pero sí se necesita, por parte del alma, la
aceptación de ese don, y la adhesión a ese don, y es ahí, en lo que respecta a
la intervención humana, en lo que falla la fe de Pedro, y por es “poca”. ¿Cómo
es esta fe, que es un don de Dios? Esta fe sobrenatural es una participación en
la luz divina; es como una contemplación directa de Dios, por la cual el alma
ya en esta vida puede contemplar a Dios en su luz, aunque es una contemplación
no de la luz en sí misma, como quien contempla la luz del sol y al sol en sí
mismo, sino como una luz crepuscular, como quien observa el crepúsculo, el
atardecer, los últimos rayos del sol, y no al sol mismo. Esa es la luz de la
fe, infundida por Dios mismo[1].
Por esta
fe, Dios nos llama de nuestras tinieblas a su luz y nos abre los oídos del
corazón; se nos revela interiormente y nos ilumina con su Espíritu. Se trata de
un acto místico, por el cual Él difunde en el alma su propia luz, y por esa
luz, nos eleva al grado de su mismo saber[2]. Es
esa fe, por la cual reconocemos las verdades que la Iglesia nos enseña –entre
ellas, la principal y la más grande y misteriosa de todas, la Presencia de
Jesús en medio nuestro, en la Eucaristía-, la que nos proporciona la paz del
alma, la serenidad del espíritu, que nos permite estar serenos aún en las
tempestades de la vida, aún en las tribulaciones del espíritu.
Luego
del reproche de Jesús, Pedro es iluminado interiormente con más fuerza por el
Espíritu de Dios, y puede reconocer con mucha más claridad al Hijo de Dios
encarnado, y hace un acto de fe en el cual está representada toda la Iglesia:
“Tú eres el Hijo de Dios”. Que el acto de fe de Pedro sea el de toda la
Iglesia, se ve en lo que el evangelio dice inmediatamente: “Los que estaban en
la barca lo adoraron”. Luego del firme acto de fe de Pedro –“Tú eres el
Mesías”-, los discípulos que están en la barca realizan el acto amor más grande
que el ser humano puede hacer a Dios: adorarlo. La barca es la Iglesia, y
quienes estamos en la Iglesia, en la fe de Pedro, también debemos adorar a
Jesucristo, que está en la Barca Presente en la Eucaristía.
También
a nosotros, que cuando el mar está movido y amenaza con sus olas -las
tribulaciones y los problemas existenciales-, en muchos momentos de la vida –o
aún, en muchos momentos del día-, Jesús nos dirija el mismo reproche que a
Pedro: “Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?”.
Pero también como Pedro,
debemos pedir la luz del Espíritu Santo para reconocer a Jesucristo no como un
ser de la imaginación, o como a un fantasma, sino como al verdadero Hijo de
Dios, que desde la Eucaristía calma las tempestades y guía la Barca que es la
Iglesia, por medio de Pedro, a la Vida eterna. Los discípulos en la barca lo
adoraron teniéndolo delante de sí, con su aspecto humano; nosotros, que estamos
en la Barca, que es la Iglesia, lo adoramos en su Presencia sacramental.
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