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Inicio:
ofrecemos esta Hora Santa y el rezo del Santo Rosario meditado en reparación
por el incendio de la Catedral de Notre Dame de París, el pasado 15 de abril de
2019. Aunque no hay informes acerca de que el incendio haya sido intencional, hacemos igualmente la reparación, dada la gravedad y la pérdida que este incendio representa. Además, ofrecemos la reparación porque si bien es uno de los lugares cristianos más visitados en el mundo -doce millones de visitantes anuales-, la gran mayoría visita la Catedral sólo por turismo y no para hacer adoración y dar gracias a la Trinidad por sus infinitos favores en favor de los hombres. La información relativa a tan penoso hecho se encuentra en los siguientes
enlaces:
https://video.corriere.it/parigi-incendio-cattedrale-notre-dame/3100531c-5fa1-11e9-b974-356c261cf349
Canto inicial: “Cantemos al Amor de los amores”.
Oración inicial: “Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo.
Te pido perdón por los que no creen, ni esperan, ni te adoran, ni te aman”
(tres veces).
“Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo
os adoro profundamente y os ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y
Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, Presente en todos los sagrarios del
mundo, en reparación por los ultrajes, sacrilegios e indiferencias, con los
cuales Él mismo es continuamente ofendido. Por los infinitos méritos de su
Sacratísimo Corazón y los del Inmaculado Corazón de María, os pido la
conversión de los pobres pecadores. Amén”.
Inicio del rezo del Santo Rosario. Primer misterio
(misterios a elección).
Meditación.
La gracia es admirable porque trae consigo un bien
infinito, inimaginable, impensable, imposible siquiera de valorar, y es la
misma Tercera Persona de la Trinidad, el Espíritu Santo[1]. Como declaran muchos
teólogos[2], la gracia tiene de suyo
traer al Espíritu Santo y hacerlo presente. Y esto de tal manera -dicen estos
teólogos- que si Dios por su inmensidad, no estuviera en todo lugar y faltara
de sus creaturas, no dando a cada uno la gracia, el Espíritu Santo vendría
luego a él, estaría dentro de él y estaría dentro de él y se quedaría allí todo
el tiempo que durara la gracia. Otro teólogo afirma que el Espíritu Santo,
aunque no estuviera presente en todas las cosas, estaría presente en la
Sacratísima Humanidad de Cristo, unido íntimamente al Cuerpo y la Sangre y el
Alma de Cristo. Ahora bien, si en la Eucaristía es esto lo que recibimos, a
saber, el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo
y con ellos, al Espíritu Santo, ¿qué otra cosa podemos desear, que no sea “vanidad
de vanidades”[3],
en comparación con este don magnífico de Dios?
Silencio
para meditar.
Un Padre Nuestro, diez Ave Marías, un Gloria.
Segundo Misterio del Santo Rosario.
Meditación.
Si el hombre que comulga, al comulgar recibe la Humanidad
Santísima del Redentor, a la cual está unida el Espíritu Santo, y sabiendo
esto, desea sin embargo las cosas del mundo, no podría calificarse a este
hombre sino como vano de toda vanidad. En efecto, si alguien deseara otra que
no sea esta virtud de la gracia, que tiene conexión con este bien tan infinito
que es el Espíritu Santo, llamado Consolador de los hombres y Glorificador de
los santos[4], ¿no merecería ser llamada
esta apetencia suya “vanidad de vanidades”? ¿Qué puede haber, en este mundo o
en el otro, que sea más grande que la gracia, que con ella nos trae un bien tan
inestimablemente infinito, como lo es el Amor de Dios, el Espíritu Santo?
Silencio
para meditar.
Un Padre Nuestro, diez Ave Marías, un Gloria.
Tercer Misterio del Santo Rosario.
Meditación.
Nada en este mundo, incluidas la vida y la honra propia, se
compara al don inestimable de la gracia, que nos trae al Divino Amor. Dice San Pedro[5]: “Si fuéredes afrentados
por el nombre de Cristo, dichosísimos seréis; pues lo que hay de honra, de
gloria y de virtud de Dios y su Espíritu, descansa en vosotros”. No importan ni
la honra ni tampoco siquiera la vida propia terrena, si con perder la honra y
la vida se ganan al Espíritu Santo, el Divino Amor, porque con Él tenemos la
honra, la gloria y la virtud de Dios[6]. Un corazón amante de
Dios, temblaría de espanto con el solo pensamiento de perder la gracia, aun
cuando ganase todo el mundo, porque en perdiendo la gracia, se pierde todo,
incluido al Amor de Dios, que lo es todo, aun teniendo el mundo terreno a sus
pies. Por este motivo son las palabras del Redentor: “¿De qué le sirve al
hombre ganar el mundo, si pierde su alma?”[7]. Esto es, ¿de qué sirve
ganar todos los tesoros de la tierra, si pierde no solo el alma, sino lo que da
gozo y alegría al alma, que es la divina gracia y el Divino Amor?
Silencio
para meditar.
Un Padre Nuestro, diez Ave Marías, un Gloria.
Cuarto Misterio del Santo Rosario.
Meditación.
Y, sin embargo, siendo la gracia algo de tan estimable
valor, los hombres somos tan necios, tan ciegos y tan poca cosa, que desestimamos
la gracia y con ella al Espíritu de Dios, con tal de quedarnos con un puñado de
riquezas terrenas, que no son más que tierra y barro en comparación con el más
pequeño grado de gracia. Si alguien debería temblar de pies a cabeza con el
solo pensamiento de decir: “Salga Dios fuera de mí; apártese de mí el
Glorificador de mi alma; vaya fuera de mi pecho el Espíritu Santo; quiero
perder a Dios, no quiero, no quiero tener al Espíritu Santo”, mucho más debería
temblar quien lleva a cabo tan oscuros pensamientos. Es decir, si el solo pensar
esto, debería causar temblor y espanto en quien tuviera tales horrendos
pensamientos, ¿qué decir del pecador, que más que pensar, lleva a cabo el
pecado, que termina poniendo por obra lo que pensó acerca del Espíritu de Dios?[8] ¡Nuestra Señora de la Eucaristía, danos la luz de tu Inmaculado Corazón,
para que siempre deseemos la gracia, incluso por encima de la propia vida!
Silencio
para meditar.
Un Padre Nuestro, diez Ave Marías, un Gloria.
Quinto Misterio del Santo Rosario.
Meditación.
Si
alguien, en su vanidad, ceguera y necedad, osara dudar del Amor de Dios por los
hombres, que contemple cómo el Padre envía al Verbo, por medio del Espíritu
Santo, para que se encarne y así, encarnándose, ofrezca su vida por la
salvación de la humanidad[9]. Pero el Amor de Dios no
se detiene en simplemente destruir el pecado y derrotar al Enemigo de las
almas, el Demonio, por medio de la cruz del Redentor: el Amor de Dios desea que
el hombre se santifique y para ello es que envía al Santificador de las almas,
el Espíritu Santo, sin cuya Presencia y acción nada es bueno ni santo. Admiremos
entonces, extasiados, el infinito Amor de Dios, que, así como dio a su Hijo
Unigénito para la redención del mundo, también da el Espíritu Santo para la
santificación de las almas[10]. Si el profeta, en el
Antiguo Testamento, clamaba a Dios: “¡Si rasgaras los cielos y descendieras!”[11], con la llegada del
Espíritu Santo esta petición se ve más que cumplida, porque Dios no solo rasga
los cielos para encarnarse y dar su vida en la cruz por nuestra salvación, sino
que además nos da su Espíritu Santo para nuestra santificación. Antes que se lo
pidamos, Dios rasga los cielos, baja hasta el altar eucarístico, se queda en la
apariencia de pan y viene a nuestras almas, para darnos su Amor, el Divino
Amor, la Persona Tercera de la Trinidad. Ante esto, debemos preguntarnos, en el
colmo de la admiración y el agradecimiento: ¿qué somos nosotros, para que sólo
por mi bien Dios descienda del cielo y me dé su Amor? ¿Quién soy yo, que, por
mi salvación, respondiendo al pedido de Dios Padre, la Persona divina del Hijo descendió
del cielo para redimirme y ahora, otra Persona divina, la Tercera de la
Trinidad, el Espíritu Santo, baja del cielo para justificarme y santificarme?[12] ¿Cómo no agradecer,
postrados ante el Santísimo Sacramento del altar, estos beneficios infinitos de
Dios para con nosotros, creaturas tan viles y desagradecidas? ¿Cómo agradecer,
sino es postrados con la frente en tierra ante la Eucaristía, estos dones tan
preciosos surgidos de las entrañas amorosas de Dios, llenas de piedad y ternura
infinitas?
Oración final: “Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo.
Te pido perdón por los que no creen, ni esperan, ni te adoran, ni te aman”
(tres veces).
“Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo
os adoro profundamente y os ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y
Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, Presente en todos los sagrarios del
mundo, en reparación por los ultrajes, sacrilegios e indiferencias, con los
cuales Él mismo es continuamente ofendido. Por los infinitos méritos de su
Sacratísimo Corazón y los del Inmaculado Corazón de María, os pido la
conversión de los pobres pecadores. Amén”.
Canto final: “Plegaria a Nuestra Señora de los ángeles”.
[1] Cfr. Juan Eusebio Nieremberg, Aprecio
y estima de la Divina Gracia, Apostolado Mariano, Sevilla s. d., 121.
[2] Como por ejemplo, Francisco
Suárez.
[3] Eclo 12, 8-14.
[4] Cfr. Nieremberg, ibidem, 122.
[5] 1 Pe 4.
[6] Cfr. Nieremberg, ibidem, 122.
[7] Cfr. Mt 16, 26.
[8] Cfr. Nieremberg, ibidem, 122.
[9] Cfr. Nieremberg, ibidem, 122-123.
[10] Cfr. Nieremberg, ibidem, 123.
[11] Is 64, 1.
[12] Cfr. Nieremberg, ibidem, 123.
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