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Inicio: ofrecemos esta Hora Santa y
el rezo del Santo Rosario meditado en reparación por el ultraje sufrido por
Nuestro Señor Crucificado en el ayuntamiento de Montreal, Canadá, del cual fue
retirado por considerar que ya no era “necesario”, pues el hombre había “evolucionado”.
La información relativa a tan triste suceso se encuentra en el siguiente
enlace:
Canto inicial: “Oh buen Jesús, yo creo firmemente”.
Oración inicial: “Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo.
Te pido perdón por los que no creen, ni esperan, ni te adoran, ni te aman”
(tres veces).
“Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo
os adoro profundamente y os ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y
Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, Presente en todos los sagrarios del
mundo, en reparación por los ultrajes, sacrilegios e indiferencias, con los
cuales Él mismo es continuamente ofendido. Por los infinitos méritos de su
Sacratísimo Corazón y los del Inmaculado Corazón de María, os pido la
conversión de los pobres pecadores. Amén”.
Inicio del rezo del Santo Rosario. Primer misterio
(misterios a elección).
Meditación.
El
hombre en la tierra está destinado, inevitablemente, a morir y esto como
consecuencia del pecado original, puesto que fue entonces que perdió el don de
la inmortalidad que Dios había concedido a la humanidad por medio de los
Primeros Padres, Adán y Eva. Sin embargo, si bien es cierto que estamos
destinados a la muerte terrena, Dios, que nos ama tanto, ha puesto remedio a
este destino nuestro y lo ha cambiado por otro destino: de destino de muerte,
por la Cruz de Cristo, lo ha convertido en destino de vida eterna. Y no es
necesario morir en la muerte terrena para comenzar a vivir la vida eterna. Esta
vida eterna nos viene incoada en la Eucaristía, pues la Eucaristía es Dios Hijo
encarnado, que es la Eternidad en sí misma y Él nos comunica de su Vida eterna,
cada vez que comulgamos. Por la Eucaristía, nuestro destino de muerte terrena
se cambia y convierte en destino de Vida eterna.
Silencio
para meditar.
Un Padre Nuestro, diez Ave Marías, un Gloria.
Segundo Misterio del Santo Rosario.
Meditación.
Para el
hombre viador, que es “nada más pecado”, según afirman los santos, la
Eucaristía constituye el Bien Supremo[1]
que jamás podría siquiera ser imaginado por el hombre. Si por el pecado nuestro
cuerpo envejece, se enferma y muere, por la Eucaristía nuestro destino de
muerte se convierte en destino de Vida divina. Así lo afirman los santos, como
por ejemplo, San Gregorio Niceno: “Nuestro cuerpo unido al Cuerpo de Cristo –en
la Eucaristía, N. del R.-, adquiere un principio de inmortalidad, porque se une
al Inmortal”[2].
Porque recibe la Vida eterna incoada en la Eucaristía, nuestro cuerpo terreno,
que está destinado a la muerte terrena, al comulgar, recibe en sí la
inmortalidad y algo que es infinitamente más grande que la inmortalidad: recibe
al Dios Inmortal y Eterno en Persona, Cristo Jesús.
Silencio
para meditar.
Un Padre Nuestro, diez Ave Marías, un Gloria.
Tercer Misterio
del Santo Rosario.
Meditación.
A medida
que pasa el tiempo, la vida humana se va acortando, paulatinamente, puesto que
el destino inevitable de todo ser humano es el de morir. Sin embargo, gracias al
sacrificio de Jesús en la Cruz, en el Monte Calvario, nuestro destino de muerte
ha sido trocado en destino de Vida y no porque vayamos a vivir más años en esta
vida terrena, sino porque Jesús no sólo destruyó la muerte y el pecado en la
cruz –además de vencer al demonio-, sino que nos concedió su vida, que es la
vida misma de la divinidad, la Vida de Dios Uno y Trino. Y esta vida se nos
comunica, participada, en forma anticipada, ya desde esta vida, en cada
comunión eucarística. Por la Eucaristía, Jesús se nos dona y nos comunica su
Vida divina, por lo que al comulgar nos hacemos poseedores, en germen, de la
vida eterna, haciéndose realidad ya desde esta vida las palabras de Jesús en el
Evangelio: “El que come mi Carne y bebe mi Sangre, tiene vida eterna” (Jn 6, 54). Al comulgar, es decir, al
comer la Carne glorificada y la Sangre resucitada del Cordero de Dios, comemos
y bebemos nuestra futura resurrección y glorificación, por la cual viviremos para
siempre, como lo dice Jesús, también en el Evangelio: “El que coma este Pan
vivirá para siempre” (Jn 6, 58).
Silencio
para meditar.
Un Padre Nuestro, diez Ave Marías, un
Gloria.
Cuarto Misterio del Santo Rosario.
Meditación.
El don
de la Vida eterna, contenido y comunicado en la Eucaristía a las almas de los
fieles que comulgan con reverencia, amor y adoración, es tan grande, que los
mismos ángeles lo reconocen, haciendo reverencia a los cuerpos de quienes han
fallecido en esta vida, habiendo recibido la Comunión Eucarística. Así lo
afirma nada menos que un santo doctor, San Juan Crisóstomo[3]: “Por
respeto a la divina Eucaristía, los Ángeles hacen guardia de honor en torno a
los cuerpos de los elegidos que descansan en el seno de la tierra”. Y si en la
tierra hacen reverencia al cuerpo muerto de los bautizados que en vida
recibieron la Eucaristía, en el cielo, los Ángeles les tributan honor y
reverencia por el mismo motivo, pues por la vida divina que recibieron de la
Eucaristía, en el cielo los santos poseen mayor honra y gloria que los ángeles
más poderosos.
Silencio
para meditar.
Un Padre Nuestro, diez Ave Marías, un Gloria.
Quinto Misterio del Santo Rosario.
Meditación.
Muchos viven
esta vida terrena con una perspectiva demasiado materialista, la cual les hace
olvidar el destino de vida eterna al que Jesús nos llama, gracias a su misterio
pascual de muerte y resurrección. En efecto, en el Evangelio, Jesús dice: “Yo
Soy la resurrección y la vida” (Jn
11, 25). Estas palabras de Jesús deberían servir al cristiano para despegar su
corazón de los atractivos de este mundo y comenzar a desear la unión con Cristo
muerto en cruz y resucitado. Tanto si la vida es demasiado dura, como si
transcurre sin mayores dificultades y sin tribulaciones, las palabras de Jesús
deberían servir de consuelo, sea cual sea su estado de vida: si está cargado de
tribulaciones, pensar que esta vida y sus tribulaciones pasa y que luego nos
esperan las eternas alegrías del cielo; y si la vida es tranquila y sin
dificultades, pensar de igual manera que esta vida terrena pasará tarde o
temprano y que recién en el cielo, en la contemplación del Cordero y de Dios
Uno y Trino, comenzarán las verdaderas alegrías que, por la misericordia de
Dios, habrán de durar por la eternidad. De una u otra forma, Jesús Eucaristía
es siempre consuelo, alegría y esperanza para el alma del cristiano. La actitud
del cristiano, sea cual sea su estado de vida, debe ser la de los santos, cuyo
único deseo era unirse a Jesús Eucaristía, como por ejemplo Santa Teresa de
Ávila quien, moribunda, al ver acercarse al sacerdote que le traía el Santo
Viático, con fuerzas sobrehumanas se incorporó y, con el rostro radiante de
alegría, exclamó: “Señor, era ya hora de vernos”[4]. Desear
unirnos a Jesús en la Eucaristía en esta vida y luego por toda la eternidad, en
el Reino de los cielos, debe ser el único deseo de todo cristiano, sea cual sea
su estado de vida terrena.
Oración
final: “Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo. Te pido
perdón por los que no creen, ni esperan, ni te adoran, ni te aman” (tres
veces).
“Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo
os adoro profundamente y os ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y
Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, Presente en todos los sagrarios del
mundo, en reparación por los ultrajes, sacrilegios e indiferencias, con los
cuales Él mismo es continuamente ofendido. Por los infinitos méritos de su
Sacratísimo Corazón y los del Inmaculado Corazón de María, os pido la
conversión de los pobres pecadores. Amén”.
Canto final: “El Trece de Mayo en Cova de Iría”.
[1] Cfr. Stefano María Manelli,
Jesús, Amor Eucarístico, Testimonio
de Autores Católicos Escogidos, Madrid 2006, 79.
[2] Cit. en Manelli, o. c.,
79.
[3] Cit. en Manelli, o. c.,
79.
[4] Cit. en Manelli, o. c.,
79.
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