miércoles, 22 de agosto de 2018

Hora Santa en reparación y desagravio por demoliciones de iglesias católicas en China 180718



Una de las iglesias católicas demolidas en China. 
En primer plano, el busto de una imagen destruida de la Virgen.

         Inicio: ofrecemos esta Hora Santa y el rezo del Santo Rosario meditado en reparación y desagravio por la demolición injustificada de tres iglesias parroquiales católicas en China. La información relativa a este hecho se puede confrontar en los siguientes sitios:

ucanews.com, Shandong, China;


Además de esto, las imágenes sagradas –entre ellas, estatuas de la Virgen y de Jesús- fueron destruidas por completo.

Canto inicial: “Cristianos, venid, cristianos, llegad, a adorar a Cristo que está en el altar”.

Oración inicial: “Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo. Te pido perdón por los que no creen, ni esperan, ni te adoran ni te aman” (tres veces).

“Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo os adoro profundamente y os ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, Presente en todos los sagrarios del mundo, en reparación por los ultrajes, sacrilegios e indiferencias con los cuales Él mismo es continuamente ofendido. Por los infinitos méritos de su Sacratísimo Corazón y los del Inmaculado Corazón de María, os pido la conversión de los pobres pecadores. Amén”.

Inicio del rezo del Santo Rosario (misterios a elección).

Primer Misterio del Santo Rosario.

Meditación.

         El fundamento de nuestra santidad consiste en rendir a Dios el culto que le es debido y el centro del culto perfecto que podemos rendir a Dios es la Santa Misa[1]. A través de la Santa Misa, el Santo Sacrificio del altar, ofrecemos a Dios Trino la máxima gloria que, en cuanto viadores, podemos tributarle desde la tierra. La razón es que, lo que le ofrecemos a Dios por medio de la Santa Misa, no es pan de trigo y agua, sino el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, único don digno de la divina majestad. Así lo expresa la Iglesia cuando el sacerdote ostenta la Hostia ya consagrada: “Por Él, con Él y en Él, a ti Dios Padre Todopoderoso, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria, por los siglos de los siglos”. No existe un don más grandioso y majestuoso, digno de la grandiosidad y majestuosidad del Padre, que la ofrenda del Cuerpo y la Sangre de Dios Hijo, por medio del Espíritu Santo, tal como se realiza en la liturgia eucarística de la Santa Misa. Por la Eucaristía, le ofrecemos a Dios Omnipotente el más grande honor y la plenitud de la gloria que Él se merece por su infinita majestad y que nosotros podemos ofrecer en la debilidad de nuestro estado de viadores y pecadores.

         Un Padrenuestro, Diez Ave Marías, Un Gloria.

Segundo Misterio del Santo Rosario.

Meditación.

         Puesto que Dios Trino es la Santidad Increada, Él es la fuente de toda santidad y ninguna creatura, por perfecta que sea, puede alcanzar, ni siquiera el más mínimo grado de santidad, sino participa de la infinita santidad de Dios[2]. Esta santidad, expresada en la majestuosidad de la liturgia eucarística, es donada a los hombres por medio de la Eucaristía, por cuanto la Eucaristía es el mismo Dios Tres veces Santo y la Santidad Increada en sí misma. La santidad de Dios es eterna como Él es eterno, es decir, no tiene comienzo ni fin; Dios es santo desde siempre y continuará siendo santo por toda la eternidad. La creatura como el hombre, que vive en el tiempo y en el espacio y está sometida al pecado y al mal, puede sin embargo, a pesar de esto, participar de la santidad eterna de Dios, aun desde esta vida y aun siendo viador y pecador. La manera de hacerlo es por medio de la gracia sacramental: de la confesión primero, que le quita los pecados y lo llena de gracia y de la Eucaristía después, que lo une, estando ya en gracia, a Dios, que es infinitamente santo.

         Un Padrenuestro, Diez Ave Marías, Un Gloria.

Tercer Misterio del Santo Rosario.

Meditación.

         La luminosa trascendencia de la santidad de Dios puede, por lo tanto, inhabitar en el corazón del hombre viador, aun cuando éste sea pecador, porque por la gracia el hombre se vuelve digno de participar de la divina santidad[3]. Así, el hombre comienza a experimentar, ya desde esta vida, el triunfo obtenido por Jesucristo con su sacrificio en cruz, sobre los tres grandes enemigos de la humanidad: el Pecado, el Demonio y la Muerte porque la santidad divina, de la cual el hombre se hace partícipe por la gracia, es a la vez de eterna, omnipotente. Sin la gracia que hace partícipes de la santidad divina, el hombre vive sometido a la concupiscencia y es dominado por las insidias del Enemigo de las almas, pero con la gracia, al ser partícipe de la santidad de Dios, se vuelve absolutamente triunfante sobre estos enemigos, saliendo victorioso en las luchas entabladas contra los enemigos de su salvación. Si el hombre, libremente, decide prescindir de esta participación a la santidad divina, sucumbe irremediablemente ante la potencia que sobre él ejercen el Pecado, el Demonio y la Muerte. Se vuelven así realidad las palabras de Jesús: “Sin Mí, nada podéis hacer” (Jn 15, 5). Y también se hace realidad su contrapartida positiva: “Unidos a Mí (por la Eucaristía), todo os será posible”.

         Un Padrenuestro, Diez Ave Marías, Un Gloria.

Cuarto Misterio del Santo Rosario.

Meditación.

         Por medio del Santo Sacrificio del altar el hombre, que es indigno a causa de su pecado –indigno incluso de ser conservado en el ser-, puede sin embargo ofrendar a Dios un don digno de su majestad infinita, por cuanto los sacramentos –principalmente, la Eucaristía- son, a la par que “para la salud de los hombres”, para rendir culto a Dios[4]. Según Santo Tomás[5], los sacramentos son tanto para el culto de Dios, como para la purificación del hombre. Por la Eucaristía, el hombre rinde culto infinito a Dios, sumamente agradable y digno de Dios, por cuanto no hay nada más digno y grandioso que la Eucaristía que pueda ser ofrecido a Dios. Pero también él se purifica, porque por la Eucaristía, por la comunión eucarística, se ve libre de sus pecados, sino de los mortales, al menos de los veniales, es decir, la Eucaristía lo purifica. Así, por la Santa Misa, permanece unido, del modo más perfecto posible, aquello que es inseparable: la gloria de Dios –la Eucaristía glorifica a Dios infinitamente, por cuanto quien se ofrece en sacrificio es Dios Hijo encarnado- y la santificación del hombre –la Eucaristía, como hemos visto, santifica al hombre que la recibe en estado de gracia-. En el Santo Sacrificio del altar, renovación incruenta del Santo Sacrificio de la cruz, reside por lo tanto el culto perfecto que el hombre tributa a Dios Trino, al ofrecerle –santificado él por la gracia- el Cuerpo y la Sangre del Cordero, contenidos en la Eucaristía.

         Un Padrenuestro, Diez Ave Marías, Un Gloria.

Quinto Misterio del Santo Rosario.

Meditación.

         Todo nuestro ser, toda nuestra religión, toda nuestra vida espiritual, deben estar marcados por la oblación interna de nosotros mismos, por cuanto esta oblación interna es debida a Dios como Creador, Redentor y Santificador de nuestras almas y a nadie más que a Él[6]. Ahora bien, esta oblación interior debe manifestarse de una manera externa y sensible, en razón de nuestra propia composición como seres humanos, de cuerpo y alma. Somos espíritu y materia unidos en forma substancial, de manera que la vida del espíritu debe manifestarse a través de la expresión del cuerpo, sensible y material. Esto se cumple cabalmente en la Santa Misa, pues en ella, al tiempo que nos postramos y adoramos interiormente al Dios Presente en la Eucaristía con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, lo hacemos exteriormente también ante la Eucaristía, postrándonos y arrodillándonos ante el Santísimo Sacramento del altar, como muestra exterior de adoración que está precedida por la adoración interior, previamente efectuada en el corazón. Sobre la cruz, Cristo no solamente ha destruido los pecados, sino que ha instituido el rito de la religión católica, ofreciéndose a sí mismo a Dios como una víctima[7]. Unirnos a esta Víctima -que cuelga de la cruz y que está en Persona en la Eucaristía- por la fe, la adoración, el amor y la gracia sacramental, constituyen por lo tanto la suma perfección de la vida espiritual de todo cristiano.

         Oración final: “Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo. Te pido perdón por los que no creen, ni esperan, ni te adoran ni te aman” (tres veces).

“Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo os adoro profundamente y os ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, Presente en todos los sagrarios del mundo, en reparación por los ultrajes, sacrilegios e indiferencias con los cuales Él mismo es continuamente ofendido. Por los infinitos méritos de su Sacratísimo Corazón y los del Inmaculado Corazón de María, os pido la conversión de los pobres pecadores. Amén”.

Canto final: “Plegaria a Nuestra Señora de los Ángeles”.

        



[1] Cfr. Francois Charmot, S. J., La Messe, source de sainteté, Editions Spes 1959, Cap. I, 15.
[2] Cfr. Charmot, ibidem.
[3] Cfr. Charmot, ibidem.
[4] Cfr. Charmot, ibidem.
[5] III Pars, q. 62, a. 6, corp.
[6] Cfr. Charmot, ibidem.
[7] Cfr. Charmot, ibidem.

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