jueves, 23 de agosto de 2018

Hora Santa en reparación por ataque a templos católicos por abortistas en Argentina 210818



Templo católico profanado por grupos abortistas en Argentina, Agosto de 2018.

Inicio: ofrecemos esta Hora Santa y el Santo Rosario meditado en reparación y desagravio por el ataque sufrido por tres templos católicos a manos de grupos abortistas. La información pertinente a tan lamentable hecho se puede encontrar en el siguiente enlace:


Canto inicial: “Cantemos al Amor de los amores”.

Oración inicial: “Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo. Te pido perdón por los que no creen, ni esperan, ni te adoran ni te aman” (tres veces).

“Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo os adoro profundamente y os ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, Presente en todos los sagrarios del mundo, en reparación por los ultrajes, sacrilegios e indiferencias con los cuales Él mismo es continuamente ofendido. Por los infinitos méritos de su Sacratísimo Corazón y los del Inmaculado Corazón de María, os pido la conversión de los pobres pecadores. Amén”.

Inicio del rezo del Santo Rosario (misterios a elección).

Primer Misterio del Santo Rosario.

Meditación.

         La consagración del pan y del vino en la Santa Misa, además del efecto de la transubstanciación, ejerce para la Iglesia y para las almas un efecto concomitante al de la transubstanciación, esto es, la conversión del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre del Señor[1]. Por el hecho mismo de que la Santa Misa es la renovación incruenta y sacramental del Santo Sacrificio de la Cruz, tanto la Iglesia como las almas en particular, reciben una abundancia tal de gracias que es imposible siquiera de imaginar, gracias que es necesario conocer para aprovechar la Sagrada Comunión. La esencia de la Misa está en la consagración porque es allí en donde Cristo, que es Dios, convierte el pan en su Cuerpo y el vino en su Sangre, por el poder del Espíritu que Él, junto al Padre, espiran en conjunto sobre las ofrendas del altar. En donde quiera que un sacerdote, en el transcurso de la Santa Misa, repita las palabras de Cristo “Esto es mi Cuerpo”, se produce la transubstanciación, esto es, la conversión del pan en su Cuerpo –y luego la conversión del vino en su Sangre- y esto es una gracia que va precedida por otra gracia, la gracia de la donación total, sin reservas, del Divino Amor, porque es por el Amor de Dios que Cristo obedece al Padre y sube a la Cruz y es por el Amor de Dios que Cristo obedece a las palabras del sacerdote ministerial y se queda en la Eucaristía. El Amor de Dios, entonces, es la gracia que precede y acompaña a la transubstanciación, pero también es el Amor de Dios el que continúa en acto luego de la consagración, porque es por Amor y solo por Amor que Cristo se entrega al alma en cada comunión eucarística. La consagración, entonces, es un acto de amor de parte de Dios: la comunión eucarística y la adoración eucarística que la precede, en consecuencia, deben ser un acto de amor por parte del alma que comulga.

         Un Padrenuestro, Diez Ave Marías, Un Gloria.

Segundo Misterio del Santo Rosario.

Meditación.

         La consagración, considerada desde un punto de vista meramente espiritual, es la fuente superabundante de gracias inefables, gracias que los fieles por lo general desconocen o le prestan poca atención[2]. Si la Santa Misa es la renovación incruenta y sacramental del Santo Sacrificio del Calvario y si ese sacrificio es para Jesús el hecho más importante de su vida, pues allí se consuma su ofrenda por Amor al Padre, entonces para la Iglesia –y también para las almas de los bautizados- no hay nada más importante que la Santa Misa[3]. Es decir, no hay nada más importante para la Iglesia que la reproducción sacramental de la muerte de Cristo sobre la cruz, reproducción que se lleva a cabo sobre el altar eucarístico. Si el Sacrificio del Calvario es la más alta manifestación de la Potencia del Amor de Dios, el Sacrificio del Altar, que la reproduce, es de igual manera la misma manifestación máxima del Amor de Dios. La Eucaristía se convierte así en el medio más grandioso que tiene Dios para comunicar su Amor, por cuanto la Eucaristía es el mismo Sagrado Corazón que, ofrecido una vez en la Cruz, se ofrece cada vez incruentamente sobre el altar, por manos del sacerdote ministerial. Es por esta razón que para los bautizados, nada ni nadie puede ni debe ser, en esta vida, más importante, que la Eucaristía.

         Un Padrenuestro, Diez Ave Marías, Un Gloria.

Tercer Misterio del Santo Rosario.

Meditación.

         En la Escritura, se nos dice que debemos tener “los mismos sentimientos que Cristo” (cfr. Fil 2, 5). ¿Cuáles sentimientos? Los que Jesús tuvo en la Última Cena y en la Cruz y estos sentimientos los debe pedir el alma para tenerlos, particularmente presentes, en el momento de la consagración, repitiendo insistentemente la jaculatoria: “Jesús, haz mi corazón semejante al Vuestro”[4]. En realidad, tener los mismos sentimientos de Cristo es algo que el mismo Cristo nos pide explícitamente en el Evangelio: “Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón”. La consagración es fuente inefable de gracias porque pone en acto, sobre el altar eucarístico, el supremo sacrificio de amor de Jesús, su oblación en la Cruz. Es para este sublime momento que el alma debe prepararse –de ahí la importancia del silencio y la meditación antes de la Misa-, de manera que cuando el sacerdote pronuncie las palabras de la consagración y Jesús se haga Presente con su Sagrado Corazón Eucarístico, el alma, postrada ante el altar, se una mística y sobrenaturalmente al Corazón Eucarístico de Jesús, en comunión de fe, de gracia y amor. “Lo semejante se une a lo semejante”, dice un adagio filosófico. En este caso, el corazón del alma debe asemejarse al Corazón de Cristo, poseyendo los mismos sentimientos que tuvo Cristo en la Última Cena y en la Cruz, para fundirse espiritualmente, por la comunión, en un abrazo místico.

         Un Padrenuestro, Diez Ave Marías, Un Gloria.

Cuarto Misterio del Santo Rosario.

Meditación.

         Un alma que se uniera al sacerdote ministerial en el momento en el que éste pronuncia las palabras de la consagración –“Esto es mi Cuerpo, Esta es mi Sangre”- y lo hiciera con el mismo Amor que Jesús tiene en su Corazón –Amor que es el Espíritu Santo-, cumpliría un acto de inefable caridad[5], por cuanto la oblación de Cristo en la Cruz y en el altar eucarístico es un acto de inefable caridad, tanto hacia el Padre, como hacia los hombres. Sería un acto de caridad inefable e inigualable porque no estaría motivada por el amor humano, sino que sería una moción del Espíritu Santo. Por esta unión en el amor, la fe y la gracia, a Cristo, en el momento de la consagración, el alma se convierte en corredentora, porque se vuelve corredentora en Cristo Redentor. Al ofrendarse a sí mismo en el momento de la consagración, Jesucristo realiza un acto de amor sobrenatural de valor infinito, porque proviene de su Corazón de Dios, que es infinito y eterno y el alma que, por la gracia, posea los mismos sentimientos que Cristo y se una a Él en la consagración, participa místicamente de la oblación de Jesucristo, oblación que es no de una parte de su vida, sino de su vida toda, aún más, de su Acto de Ser divino trinitario. Por esta razón, unirse a Cristo, por la gracia, la fe y el amor, en la consagración, es el más grande acto de amor a Dios y a los hombres que un alma pueda realizar. Ésta es una de las gracias más admirables de la consagración.

         Un Padrenuestro, Diez Ave Marías, Un Gloria.

Quinto Misterio del Santo Rosario.

Meditación.

         ¿Puede un alma apropiarse del Amor de caridad de Cristo en su oblación al Padre?[6] Como hemos visto, la respuesta a esta pregunta es afirmativa, porque cuando el alma se une a Cristo por la fe y por el amor, participa místicamente de su vida de una manera tal que puede decirse que se apropia de su Amor de caridad. Y como este Amor de caridad del Sagrado Corazón es oblativo, porque se ofrece a Dios y a los hombres, el alma se ofrece, en Cristo, a Dios y a los hombres. Por esta oblación, el hombre se trasciende a sí mismo y se inmola, en Cristo y por la Iglesia, para la salvación del mundo. Por esta razón, es aconsejable rezar esta oración antes de la consagración[7]: “Padre Nuestro, que eres el Padre de Nuestro Señor Jesucristo, llena mi corazón con el Amor que Tú tienes por nosotros; el mismo Amor que inhabita en el Corazón sacerdotal de tu Hijo Único, Sumo y Eterno Sacerdote; Amor por el cual Él, en obediencia filial, lo llevó a subir a la Cruz para ofrecerse como Víctima expiatoria por nuestros pecados y por nuestra salvación, reparando así tu honor y salvando a la humanidad pecadora. Si tu Hijo se hizo Carne y se anonadó a sí mismo, tomando sobre sí los pecados de todos los hombres de todos los tiempos, expiándolos por medio de su dolorosa Pasión, todo lo hizo movido por el infinito y eterno Amor de su Sagrado Corazón, Amor que es el mismo Amor Divino que inhabita en Ti, oh Padre del cielo. Por esta razón, te pido que me hagas participar del mismo Amor que envuelve con sus sagradas llamas al Sagrado Corazón y haz que por este Amor me una a Cristo en la consagración, el momento en el que la Santa Madre Iglesia, al consagrar el pan y el vino, renueva el Santo Sacrificio de la Cruz, por el cual nuestros pecados fueron borrados por la Sangre del Cordero y nuestras almas fueron santificadas por la gracia que brota del Corazón traspasado de Jesús”.

         Oración final: “Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo. Te pido perdón por los que no creen, ni esperan, ni te adoran ni te aman” (tres veces).

“Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo os adoro profundamente y os ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, Presente en todos los sagrarios del mundo, en reparación por los ultrajes, sacrilegios e indiferencias con los cuales Él mismo es continuamente ofendido. Por los infinitos méritos de su Sacratísimo Corazón y los del Inmaculado Corazón de María, os pido la conversión de los pobres pecadores. Amén”.

Canto final: “Un día al Cielo iré y la contemplaré”.



[1] Francois Charmot, La Messe, source de saintetè, Editions Spes, Paris 1959, 146.
[2] Cfr. Charmot, ibidem, 147.
[3] Cfr. Charmot, ibidem, 147.
[4] Cfr. Charmot, ibidem, 149.
[5] Cfr. Charmot, ibidem, 149.
[6] Cfr. Charmot, ibidem, 149.
[7] Cfr. Charmot, ibidem, 150.

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