Inicio:
iniciamos esta Hora Santa y el rezo del
Santo Rosario en honor a Jesús Eucaristía, el Cordero de Dios que quita el
pecado del mundo.
Canto inicial:
“Alabado sea el Santísimo Sacramento del
altar”.
Oración inicial: “Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te
amo. Te pido perdón, por los que no creen, ni esperan, ni te adoran, ni te aman”
(tres veces).
“Santísima Trinidad, Padre, Hijo y
Espíritu Santo, yo os adoro profundamente y os ofrezco el Preciosísimo Cuerpo,
Sangre, Alma y Divinidad, de Nuestro Señor Jesucristo, Presente en todos los
sagrarios del mundo, en reparación por los ultrajes, sacrilegios e
indiferencias, con los cuales Él mismo es continuamente ofendido. Por los
infinitos méritos de su Sacratísimo Corazón, y los del Inmaculado Corazón de
María, os pido la conversión de los pobres pecadores. Amén”.
Inicio del rezo del Santo Rosario meditado. Enunciación del Primer
Misterio del Santo Rosario (misterios a elegir).
Meditación.
¿Quién
es Jesús Eucaristía, a quien vamos a adorar? Es “el Cordero de Dios, que quita
los pecados del mundo”. Así lo dice la Iglesia[1], en
el Misal Romano, luego de producido el milagro de la Transubstanciación, es
decir, luego de la conversión del pan y del vino, en el Cuerpo, la Sangre, el
Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, en el altar eucarístico, por
medio de las palabras de la consagración pronunciadas por el sacerdote
ministerial. A Ti, Jesús Eucaristía, Cordero de Dios, que alumbras a los
ángeles y santos con tu luz, la luz eterna del Ser divino trinitario, porque
eres la “Lámpara de la Jerusalén celestial” (cfr. Ap 21, 1-22), y a nosotros nos alumbras con la luz de la Gracia, de
la Verdad y de la Fe, a ti te adoramos, te bendecimos, te adoramos y te
exaltamos, en la más profundo de nuestro ser, en el altar de nuestros corazones,
en donde estás Tú y sólo Tú, y en el altar eucarístico, que es la parte del
cielo en donde asienta tu trono de majestad y gloria, y en tu honor quemamos
incienso y elevamos el perfume de las oraciones y de los cánticos de alabanza.
Bendito y adorado seas, en el tiempo y en la eternidad, oh Jesús Eucaristía, el
Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Amén.
Silencio para meditar.
Padre Nuestro, Diez Ave Marías y Gloria.
Enunciación del Segundo Misterio del Santo Rosario.
Meditación.
Después de que el sacerdote pronuncia las palabras de la
consagración: “Esto es mi Cuerpo”, “Esta es mi Sangre”[2],
se arrodilla para adorar, y se arrodilla para adorar el Cuerpo y la Sangre del
Cordero, porque de lo contrario, estaría cometiendo un sacrilegio, estaría
adorando solo un poco de pan y un poco de vino; el sacerdote se arrodilla para
adorar al Cordero, en el que se han convertido las substancias inertes del pan
y del vino, que hasta hace un momento, estaban sobre el altar. Esto es un
misterio, el “misterio de la fe”, imperceptible a la luz de los ojos y a la luz
de la razón natural, y sólo perceptible a los ojos de la fe, y es por eso que,
luego de arrodillarse, y de adorar en su corazón al Cordero, el sacerdote exclama,
con asombro y admiración, al Pueblo de Dios, el milagro que acaba de producirse
en el altar: “Éste es el misterio de la fe”[3].
Es decir, cuando el sacerdote ministerial dice al Pueblo congregado: “Éste es
el misterio de la fe”, lo que dice es: “Acaba de producirse un misterio
inaudito, invisible para nuestros ojos corporales e incomprensible para
nuestras mentes, pero visible para los ojos del alma, iluminados por la luz de
la fe, y es la conversión de las simples materias del pan y del vino, en la
Carne y la Sangre gloriosas y resucitadas, llenas de la vida, de la luz y de la
gloria del Cordero de Dios; adorémoslo”. Lo que sucede luego de las palabras de
la consagración, es un misterio sobrenatural, y por eso el sacerdote dice:
“Misterio de la fe”, y es un misterio que no puede explicarse con la sola luz
de la razón natural. A ti te adoramos, oh Jesús Eucaristía, te bendecimos, te adoramos y te
exaltamos, en la más profundo de nuestro ser, en el altar de nuestros corazones,
en donde estás Tú y sólo Tú, y en el altar eucarístico, que es la parte del
cielo en donde asienta tu trono de majestad y gloria, y en tu honor quemamos
incienso y elevamos el perfume de las oraciones y de los cánticos de alabanza.
Bendito y adorado seas, en el tiempo y en la eternidad, oh Jesús Eucaristía, el
Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Amén.
Silencio
para meditar.
Padre Nuestro, Diez Ave Marías y Gloria.
Enunciación del Tercer Misterio del Santo Rosario.
Meditación.
Este Milagro de los milagros, el milagro de la
Transubstanciación, fue prefigurado en la Antigüedad, cuando el profeta Elías
se enfrentó a los sacerdotes de Baal (1
Re 18ss), y los desafió, haciendo bajar fuego del cielo, el cual consumió
la ofrenda del holocausto: “Elías encontró doce piedras, una por cada una de
las doce tribus nombradas por los doce hijos de Jacob, a quien el Señor había
llamado Israel. Elías hizo una zanja alrededor del altar que podía contener
quince litros de agua (…) y luego acomodó la madera en el altar, cortó el toro
en pedazos y los colocó sobre la madera. Entonces les dijo: —Llenen cuatro
jarrones de agua y derramen toda el agua sobre los pedazos de carne. Luego
Elías dijo: —Háganlo de nuevo. Después dijo: —Háganlo por tercera vez. El agua
corrió hasta llenar la zanja alrededor del altar. Al llegar el momento del
sacrificio de la tarde el profeta Elías se acercó al altar y oró así: «Señor,
Dios de Abraham, Isaac y Jacob. Ahora te pido que des una prueba de que tú eres
el Dios de Israel y que yo soy tu siervo. Muéstrales que tú me ordenaste que
hiciera todo esto. Señor, atiende mi oración, muestra a la gente que tú, Señor,
eres Dios. Así la gente sabrá que tú los estás haciendo volver a ti». Así que
el Señor hizo bajar fuego que quemó el sacrificio, la madera, las piedras e
incluso la tierra alrededor del altar. El fuego también secó toda el agua de la
zanja. Todo el pueblo vio esto, se postró y comenzó a decir: ‘¡El Señor es
Dios! ¡El Señor es Dios!”. Lo que sucedió en este milagro del Antiguo
Testamento fue que el fuego sublimó la ofrenda, convirtiéndola de material en
inmaterial, asando la carne, haciéndola pasar de un estado crudo a un estado
cocido y luego a un estado inmaterial, el estado de humo, que se elevaba al
cielo, indicando con esto, que pertenecía a Dios y dejaba de pertenecer a los
hombres; es decir, el fuego que bajaba del cielo era lo que hacía que la
ofrenda se convirtiera de propiedad de los hombres en propiedad de Dios, que
dejara de ser de propiedad de los hombres, para ser propiedad exclusiva de
Dios; además, el fuego sublimaba, perfeccionaba la ofrenda, porque la hacía
grata a Dios, además de exclusiva. Este milagro del profeta Elías es una
prefiguración y un anticipo de lo que sucede en el altar eucarístico, en donde
el Fuego del Espíritu Santo sublima la ofrenda material, muerta e inerte del
pan y del vino, convirtiéndolas en las substancias gloriosas de la Carne y la
Sangre del Cordero de Dios, Cristo resucitado, que por la acción del Fuego del
Espíritu, se convierten en ofrenda gloriosa e inmaterial y así se elevan hasta
el trono de la majestad de Dios, para ser propiedad de Dios. Porque se
convierte en una ofrenda, por la acción del Espíritu Santo, Fuego de Amor
Divino, gloriosa y sobrenatural –la Eucaristía, el Cuerpo, la Sangre, el Alma y
la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo-, lo que antes era mera materia
inerte, sin vida –el pan y el vino del altar-, es que lo sucedido en la
consagración, por el milagro de la transubstanciación, es llamado “misterio de
la fe”, y es adorado por la Iglesia, bajo las especies eucarísticas, como el
“Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. A ti te adoramos, Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, te
bendecimos, te adoramos y te exaltamos, en la más profundo de nuestro ser, en
el altar de nuestros corazones, en donde estás Tú y sólo Tú, y en el altar
eucarístico, que es la parte del cielo en donde asienta tu trono de majestad y
gloria, y en tu honor quemamos incienso y elevamos el perfume de las oraciones
y de los cánticos de alabanza. Bendito y adorado seas, en el tiempo y en la
eternidad, oh Jesús Eucaristía, el Cordero de Dios que quita el pecado del
mundo. Amén.
Silencio
para meditar.
Padre Nuestro, Diez Ave Marías y Gloria.
Enunciación del Cuarto Misterio del Santo Rosario.
Meditación.
El
Jesús Eucaristía, a quien vamos a adorar, es a quien Juan el Bautista señaló
con el dedo y dijo: “Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del
mundo”. Mientras otros veían en Jesús al “hijo del carpintero”, al “hijo de
José y María”, Juan el Bautista, porque estaba inhabitado por el Espíritu
Santo, veía en Jesús, no a un hombre más, entre tantos, sino al Hijo de Dios, a
Dios Hijo encarnado, al Verbo de Dios que, sin dejar de ser Dios, se había
hecho Hombre, y caminaba entre los hombres; veía a la Segunda Persona de la
Trinidad, que había asumido una naturaleza humana, un alma y un cuerpo humanos,
para ofrendarlos en la cruz y así salvarnos y conducirnos al Reino de los
cielos. Es importante el testimonio del Bautista, porque la Iglesia utiliza las
mismas palabras del Bautista, para aplicarlas a la Eucaristía. Cuando la Iglesia
se refiere a Jesús en la Eucaristía, utiliza la misma descripción y el mismo
nombre dado por Juan el Bautista a Jesús en el Evangelio: el “Cordero de Dios
que quita el pecado del mundo”. Esto quiere decir que la Iglesia ve, en la
Eucaristía, lo que el Bautista veía en Jesús: así como el Bautista no veía en
Jesús simplemente a un hombre más, ni a su primo, ni a un habitante más del
pueblo, sino, como hemos dicho, al Hombre-Dios, a Dios Encarnado, y lo veía
porque estaba inhabitado por el Espíritu Santo, así también la Santa Iglesia
Católica, no ve en la Eucaristía a un simple trocito de pan bendecido, como lo
hacen las otras iglesias –con el respeto debido que nos merecen las otras
iglesias-; la Santa Iglesia Católica, cuya Alma es el Espíritu Santo, puesto
que está iluminada por el Espíritu Santo, ve en la Eucaristía a Jesús, el Hijo
de Dios Encarnado, al Hombre-Dios, al Verbo de Dios hecho Hombre, sin dejar de
ser Dios; la Santa Iglesia ve en la Eucaristía al “Cordero de Dios que quita el
pecado del mundo”, porque ve la Eucaristía con los ojos de la fe, con la luz de
la fe y no con los ojos de la razón. Y así es como todo fiel debe ver la
Eucaristía: con los ojos de la fe de la Iglesia, y es por eso que, al
contemplar la Eucaristía, todo fiel debe exclamar, lleno de gozo y admiración:
“Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”, porque debe
contemplar la Eucaristía así como el Bautista contemplaba a Jesús, como al
Verbo de Dios hecho Hombre, y no como a un hombre más entre tantos, y así como
la Iglesia contempla la Eucaristía, como a Jesús, el Verbo de Dios, muerto y
resucitado, que continúa su Encarnación en la Eucaristía, y no como a un simple
pan bendecido en una ceremonia religiosa y nada más. A ti te adoramos, oh Jesús Eucaristía, te
bendecimos, te adoramos y te exaltamos, en la más profundo de nuestro ser, en
el altar de nuestros corazones, en donde estás Tú y sólo Tú, y en el altar
eucarístico, que es la parte del cielo en donde asienta tu trono de majestad y
gloria, y en tu honor quemamos incienso y elevamos el perfume de las oraciones
y de los cánticos de alabanza. Bendito y adorado seas, en el tiempo y en la
eternidad, oh Jesús Eucaristía, el Cordero de Dios que quita el pecado del
mundo. Amén.
Silencio
para meditar.
Padre Nuestro, Diez Ave Marías y Gloria.
Enunciación del Quinto Misterio del Santo Rosario.
Meditación.
Meditación.
La
Eucaristía, Jesús Eucaristía, a quien adoramos es “el Cordero de Dios, que
quita los pecados del mundo”. Y si es el Cordero de Dios, es el Cordero del
Apocalipsis, el mismo Cordero que es “la Lámpara de la Jerusalén celestial”, a
quien los ángeles adoran día y noche, y queman incienso en su honor, y esa es
la razón por la cual nosotros, en la tierra, nos asociamos a los ángeles y
santos en el cielo, y también quemamos incienso en honor del Cordero de Dios
que quita el pecado del mundo, Jesús Eucaristía, para que el perfume de
exquisita fragancia, unido a nuestras humildes plegarias, llevadas por manos de
la Virgen, Nuestra Señora de la Eucaristía, suban, desde el altar eucarístico,
en la tierra, hasta el trono de su majestad en el cielo.
Oración final: “Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te
amo. Te pido perdón, por los que no creen, ni esperan, ni te adoran, ni te aman”
(tres veces).
“Santísima Trinidad, Padre, Hijo y
Espíritu Santo, yo os adoro profundamente y os ofrezco el Preciosísimo Cuerpo,
Sangre, Alma y Divinidad, de Nuestro Señor Jesucristo, Presente en todos los
sagrarios del mundo, en reparación por los ultrajes, sacrilegios e
indiferencias, con los cuales Él mismo es continuamente ofendido. Por los
infinitos méritos de su Sacratísimo Corazón, y los del Inmaculado Corazón de
María, os pido la conversión de los pobres pecadores. Amén”.
Canto final:
“Junto a la cruz de su Hijo”.
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