martes, 31 de octubre de 2017

Hora Santa en reparación por crucifijo blasfemo en Cuenca, España 211017


Horroroso crucifijo blasfemo en Cuenca, España.

         Inicio: ofrecemos esta Hora Santa y el Santo Rosario meditado en reparación por un crucifijo blasfemo colocado en Cuenca, España. La información acerca de tan lamentable episodio se puede encontrar en el siguiente enlace:


         Como siempre, pediremos por nuestra conversión, la de nuestros seres queridos, la del mundo entero y la de quienes perpetraron esta espantosa obra, que es un atentado a la hermosura y majestad divina de Cristo Dios.

Oración inicial: “Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo. Te pido perdón, por los que no creen, ni esperan, ni te adoran, ni te aman” (tres veces).

“Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo os ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, Presente en todos los sagrarios del mundo, en reparación por los ultrajes, sacrilegios e indiferencias con los cuales Él mismo es continuamente ofendido. Por los infinitos méritos de su Sacratísimo Corazón y los del Inmaculado Corazón de María, os pido la conversión de los pobres pecadores. Amén”.

Canto inicial: “Cantemos al Amor de los amores”.

Inicio del rezo del Santo Rosario (misterios a elección). Primer Misterio.

Meditación.

         En el Antiguo Testamento se describe una visión gloriosa del Señor Dios, a Quien exaltan y glorifican los serafines: “…vi al Señor sentado en un excelso trono y las franjas de sus vestidos llenaban el templo. Alrededor del solio estaban los serafines: cada uno de ellos tenía seis alas: con dos cubrían sus rostros, con dos cubrían los pies y con dos volaban. Y con voz esforzada cantaban a coros, diciendo: Santo, Santo, Santo es el Señor Dios de los ejércitos, llena está toda la tierra de su gloria (Num 14, 21; Ap 4, 8). Y se estremecieron los dinteles y los quicios de las puertas a las voces de los que cantaban, y se llenó de humo el templo”. Pero luego, uno de los serafines realiza una acción extraña, con relación al profeta Isaías, que es quien tiene el privilegio de contemplar la visión: toma un carbón ardiente con unas tenazas “que había sobre el altar” y toca con esta brasa ardiente la boca del profeta Isaías: “(…) Y voló hacia mí uno de los serafines, y en su mano tenía un carbón ardiente que con las tenazas había tomado de encima del altar. Y tocó con ella mi boca, y dijo: He aquí la brasa que ha tocado tus labios, y será quitada tu iniquidad, y tu pecado será expiado” (Is 6, 1-7). La extraña brasa tiene el poder de “quitar la iniquidad del profeta” y de “expiar su pecado”. Podemos decir que el entero episodio es un anticipo con la Santa Misa, porque en ella, el altar se convierte en una parte del cielo, en donde inhabita el Dios Altísimo, Uno y Trino; el ángel es figura del sacerdote ministerial; la brasa ardiente es figura de la Eucaristía –en efecto, la Humanidad Santísima del Salvador es la brasa y el fuego que la convierte en incandescente es el Fuego del Divino Amor, el Espíritu Santo-; el profeta es imagen de todo bautizado en estado de gracia y que ama con todo su corazón, con todo su espíritu, con toda su alma, a su Dios Presente en Cuerpo y Sangre, Alma y Divinidad en la Eucaristía. Y la purificación que la brasa obra sobre la “iniquidad” y el “pecado” del profeta Isaías, son figura del perdón de los pecados veniales que la Eucaristía obra en los corazones de los fieles que reciben el Cuerpo Sacramentado del Señor Jesús con fe, con piedad, con devoción y, sobre todo, con el Amor de Dios en sus corazones.

         Silencio para meditar.

Padrenuestro, diez Ave Marías, Gloria.


Detalle del crucifijo blasfemo de Cuenca, España.


Segundo Misterio del Santo Rosario.

Meditación.

         Dicen los Padres de la Iglesia que el carbón incandescente, esto es, el carbón que por acción del fuego se convierte en brasa ardiente, es figura del ser de Cristo y de su actividad[1]. La Humanidad de Nuestro Señor Jesucristo, su Humanidad Purísima, Inmaculada, sin mancha, la Humanidad que se encarnó en el seno virginal de María, es el carbón, y el Fuego del Divino Amor, el Espíritu Santo, que inmediatamente luego de creada su Alma Santísima Humana y su Cuerpo Inmaculado, lo inhabita, inundándolo con el Fuego del Divino Amor. Así, el carbón que es su Cuerpo, al contacto con el Fuego, que es el Espíritu Santo, que procede por espiración de Él y del Padre, convierten a su Humanidad Purísima en algo así como una brasa ardiente, prefigurada en el altar de la visión de Isaías y que luego se da en alimento al Pueblo fiel en la Santa Misa. Y de la misma manera a como el carbón, una vez convertido en brasa ardiente, comunica de su fuego al leño seco o a otros carbones con los que es puesto en contacto, de la misma manera, Nuestro Señor Jesucristo, Presente en la Eucaristía con su Humanidad Santísima envuelta en el Fuego del Divino Amor, así Nuestro Señor, cuando es recibido en un corazón en gracia y con amor hacia Él, este corazón se comporta como un leño seco o como un carbón, que al contacto con esa brasa ardentísima que es el Sagrado Corazón de Jesús, lo incendia en el Fuego del Divino Amor, convirtiéndolo a su vez, al comunicarle del Amor de Dios, el Fuego del Espíritu Santo, de carbón negro y oscuro que es, en una brasa ardiente, que brilla e ilumina con las llamas del Amor de Dios a quien se le acerca. Al comulgar, Jesús, que es la Brasa Ardiente en la Eucaristía, comunica a los hombres su Espíritu, el Espíritu de Dios, el Espíritu Santo, que enciende a los corazones humanos en el Fuego del Divino Amor.

          Silencio para meditar.

Padrenuestro, diez Ave Marías, Gloria.

Tercer Misterio del Santo Rosario.

Meditación.

         El Cuerpo del Cristo Eucarístico, que arde sin consumirse en las llamas del Divino Amor, hace partícipes de ese Fuego celestial a las almas que lo reciben en gracia y con amor, comunicándoles de su pureza y gloria celestial[2], la envolverlas en las llamas del Amor de Dios. Así, la visión de Isaías en la que el ángel coloca una brasa ardiente en los labios del profeta, se convierte en anticipo y figura de la comunión sacramental, cuando el sacerdote –representado por el ángel-, toma la Eucaristía del Altar Eucarístico –que en la Misa es una parte del cielo- y da la comunión sacramental al fiel –representado en Isaías-, purificando su alma, quitando sus pecados veniales –la Eucaristía perdona los pecados veniales-, enciende su corazón en el Fuego del Divino Amor y llena su alma de la gracia santificante. Así, la comunión sacramental se convierte en algo infinitamente más grandioso que la grandiosa visión y experiencia mística del profeta Isaías, porque mientras este vio sí sus labios y su alma purificados por el carbón incandescente, no recibió en cambio el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, mientras que el fiel, al comulgar, recibe algo más grandioso que una brasa celestial que purifica sus labios y alma y es el Cuerpo sacramentado de Jesús resucitado, el Cordero de Dios.

         Silencio para meditar.

Padrenuestro, diez Ave Marías, Gloria.


El blasfemo crucifijo de Cuenca, España.


Cuarto Misterio del Santo Rosario.

Meditación.

         Si el profeta Isaías, siendo como era, uno de los más grandes profetas del Dios Altísimo, tuvo el honor de ver purificados sus labios y borrada su iniquidad, como lo revela la Escritura, ¿qué debería suceder con quienes, siendo inmensamente más pequeños que Isaías y mucho más pecadores que él, y aun así, recibimos un don, la comunión sacramental, que no la recibió ninguno de los más grandes y santos profetas? ¿No deberíamos exultar de gozo y agradecimiento, postrándonos ante la Presencia sacramental de Nuestro Señor Jesucristo? Lo que recibimos en la Comunión Eucarística no es una brasa celestial, que purifica nuestros labios, sino algo infinitamente más grandioso, el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestros Señor Jesucristo, el Carbón Incandescente en el que inhabita el Espíritu Santo de Dios, que viene a inhabitar en nuestros pobres corazones. El Dios Altísimo, cuya majestad infinita hace que los cielos eternos sean como nada ante su Presencia y ante cuya Presencia soberana los ángeles, arcángeles, serafines, Tronos, Dominaciones y Potestades, solo atinan, en el colmo de la alegría, el asombro y la admiración por la majestuosidad de su Ser divino trinitario, a postrarse ante su Presencia, sin atreverse a levantar la mirada, siendo ellos espíritus puros, exclamando “Santo, Santo, Santo es el Señor Dios de los ejércitos”, ese mismo Dios, viene, en la Persona del Hijo, oculto en apariencia de pan, a nuestros pobres corazones, para recibir la miseria de nuestro amor. ¿No deberíamos postrarnos en acción de gracias y exclamar, a grandes voces, que la Misericordia de Dios es infinita e incomprensible, pues viene a nosotros, a pesar de nuestra miseria, para ser amado y adorado por nosotros, pobres y pecadoras creaturas?

         Silencio para meditar.

Padrenuestro, diez Ave Marías, Gloria.

Quinto Misterio del Santo Rosario.

Meditación.

         ¿Qué debería suceder con nosotros, que no somos purificados en los labios por una brasa celestial, sino que nuestras almas son inhabitadas por Dios Hijo en Persona, que convierte nuestras almas en moradas de la Trinidad, nuestros corazones en altares de la Eucaristía y nuestros cuerpos en templos del Espíritu Santo? Que nuestros corazones, entonces, sean como el leño seco, para que al contacto con esa brasa incandescente que es el Corazón Eucarístico de Jesús, se inflamen y enciendan en el Fuego del Divino Amor y que al igual que el incienso, que al contacto con el fuego comienza a desprender un suave y exquisito perfume que se eleva al cielo, así nuestros corazones, al contacto con la Eucaristía, desprendan, como el incienso, “el buen olor de Cristo” (cfr. 2 Cor 2, 15).

         Oración final: “Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo. Te pido perdón, por los que no creen, ni esperan, ni te adoran, ni te aman” (tres veces).

“Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo os adoro profundamente, y os ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, Presente en todos los sagrarios del mundo, en reparación por los ultrajes, sacrilegios e indiferencias con los cuales Él mismo es continuamente ofendido. Por los infinitos méritos de su Sacratísimo Corazón y los del Inmaculado Corazón de María, os pido la conversión de los pobres pecadores. Amén”.

Canto final: “Un día la veré, en célica armonía”.

        





[1] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Los misterios del cristianismo, Ediciones Herder, Barcelona 1964, 485.
[2] Cfr. Scheeben, Los misterios, 544.

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