domingo, 25 de junio de 2017

Hora Santa en reparación por ataque sacrílego de ISIS a catedral católica de Filipinas 050617


         Inicio: Ofrecemos esta Hora Santa y el rezo del Santo Rosario en reparación y desagravio por el ataque sacrílego del estado islámico ISIS a catedral católica de Filipinas. La información sobre tan lamentable suceso se encuentra en el siguiente enlace: https://www.aciprensa.com/noticias/video-el-ataque-sacrilego-del-estado-islamico-a-catedral-catolica-en-filipinas-30716/
En el video se ve a los integrantes del grupo terrorista musulmán derribando, pisando y rompiendo misales, copones, hostias, imágenes de santos, de Cristo y de la Virgen María al interior de la Catedral filipina. Los miembros de ISIS destruyen también imágenes del Papa Francisco y de Benedicto XVI. La grabación finaliza con los terroristas prendiendo fuego a la iglesia. Pedimos la conversión de quienes cometieron este sacrilegio, como así también nuestra propia conversión, la de nuestros seres queridos, y la de todo el mundo.

         Canto inicial: “Alabado sea el Santísimo Sacramento del altar”.

Oración de entrada: “Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo. Te pido perdón por los que no creen, ni esperan, ni te adoran, ni te aman” (tres veces).

“Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo os adoro profundamente y os ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, Presente en todos los sagrarios del mundo, en reparación por los ultrajes, sacrilegios e indiferencias, con los cuales Él mismo es continuamente ofendido. Por los infinitos méritos de su Sacratísimo Corazón y los del Inmaculado Corazón de María, os pido la conversión de los pobres pecadores. Amén”.

Inicio del rezo del Santo Rosario. Primer Misterio (misterios a elección).

Meditación.

La Santísima Virgen María, iluminada por el Espíritu Santo y sabiendo qué iba a sucederle si aceptaba ser la Madre de Dios, ofreció a su Hijo, desde la Encarnación, por la redención de los hombres[1]. Luego de su Nacimiento milagroso y parto virginal, Jesús Niño fue llevado por la Virgen al templo, en donde el anciano y piadoso Simeón, también iluminado por el Espíritu Santo, le profetizó la inmensidad del dolor que habría de invadir su Inmaculado Corazón a causa de haber aceptado la maternidad divina: “Y a ti, oh Mujer, una espada de dolor te atravesará el Corazón” (). En el instante en el que el anciano Simeón, inspirado por el Espíritu Santo, hizo esa profecía, la Madre de Dios experimentó místicamente un dolor agudísimo en su Inmaculado Corazón, dolor que habría de llevarlo toda su vida terrena y que llegaría al culmen de su intensidad en el momento de la Pasión y el Calvario de su Hijo. Pero esta “espada de dolor” se volvería particularmente intensa en el momento en el que su Hijo, ya muerto en la cruz, sufriera la lanzada del soldado romano, que habría de atravesar su Sagrado Corazón, dejando “brotar al instante Sangre y Agua”, la Sangre que santifica y el Agua de la gracia que purifica nuestras almas de nuestros pecados, lavando así Jesús, con el contenido de su Corazón, nuestros pecados, y santificando nuestras almas, con el Espíritu Santo contenido en la efusión de Sangre de su Corazón. Al ser traspasado por la lanza, Jesús no sufrió dolor alguno, porque ya estaba muerto, luego de “entregar su espíritu en las manos del Padre” (cfr. ), pero si Él no sufrió dolor en su Cuerpo, sí lo sufrió la Virgen místicamente, al experimentar Ella, en su Inmaculado Corazón, un dolor similar al que experimenta un corazón humano cuando es atravesado por el frío y filoso hierro de una lanza. Decimos “similar”, porque si bien el dolor experimentado por la Virgen fue como si una lanza de hierro perforara su propio Inmaculado Corazón, sin embargo su dolor fue incomparablemente más doloroso, porque en el Corazón de la Virgen se albergaba todo el dolor del mundo, el dolor de comprobar la Virgen cómo sus hijos, adoptados por Ella al pie de la cruz por pedido de Jesús, se dirigían, enceguecidos, a la eterna condenación, al rechazar muchos de ellos el sacrificio redentor de su Hijo en la cruz.

 Silencio para meditar.

Padrenuestro, Diez Ave Marías, Gloria.

Segundo Misterio del Santo Rosario.

Meditación.

         En la cima del Monte Calvario, la Virgen ofreció al Padre la Víctima Perfectísima y Purísima,  el fruto Santísimo de sus entrañas virginales, la Hostia Santa y Pura, el Cuerpo de Jesús, y el Cáliz de la Nueva y Eterna Alianza, la Sangre del Cordero de Dios, por la salvación del mundo y, con el Cordero, se ofreció a sí misma, como víctima en la Víctima. La Virgen no ofreció a su Hijo sino en toda conformidad con los designios del Padre, con amor ardiente a la voluntad de Dios, aun cuando está Divina Voluntad le arrancaba a Aquél que era la Vida de su Alma y el Amor de su Corazón, Cristo Jesús. Sin un solo reproche y en total unión mística con los designios de Dios Uno y Trino, María Santísima ofreció a su Hijo Jesús y con Él, a ella misma, convirtiéndose así en Corredentora de los hombres, incluidos aquellos que persiguen a su Hijo y a su Iglesia, la Iglesia Católica. Si bien no sufrió físicamente, sí sufrió mística y espiritualmente, participando, con los dolores de su Inmaculado Corazón, de los dolores inenarrables de Jesús. Al celebrar la Santa Misa, el sacerdote debe imitar a María Virgen y no sólo ofrecer al Padre la Víctima Perfectísima, Jesucristo, sino ofrecerse él mismo, en Jesús, al Padre. Y lo mismo debe hacer todo sacerdote bautismal, es decir, todo bautizado en la Iglesia Católica, imitando a la Virgen en su anonadamiento e inmolándose a sí mismo en la Víctima Perfectísima, la Hostia Santa y Pura, Cristo Jesús, repitiendo junto a María y Jesús en el Calvario: “Hágase tu voluntad, oh Padre, y no la mía”.

Silencio para meditar.

Padrenuestro, Diez Ave Marías, Gloria.

Tercer Misterio del Santo Rosario.

Meditación.

Del Sagrado Corazón de Jesús, traspasado en la cruz, brotaron Sangre y Agua, portadoras del Amor de Dios, el Espíritu Santo, que al derramarse sobre los corazones, los enciende en el Fuego del Divino Amor; del Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, brota el torrente inagotable de la divina gracia, que colma las almas de la gracia santificante, divinizándolas al hacerlas partícipes de la vida divina. Es por eso que el adorador eucarístico debe resplandecer, no por sus palabras, sino por su caridad, paciencia, humildad y misericordia, porque mucho Amor recibe del Dios de la Eucaristía, y mucho amor debe dar, porque el que mucho, mucho se le pide. Un adorador que obre las obras de las tinieblas, que son las obras del Demonio, traiciona al Corazón Eucarístico de Jesús, así como Judas Iscariote traicionó el Amor de Cristo y, como el Iscariote, se convierte en hijo de las tinieblas.

 Silencio para meditar.

Padrenuestro, Diez Ave Marías, Gloria.

Cuarto Misterio del Santo Rosario.

Meditación.

Por medio del prodigio de la Transubstanciación, Jesús, Sumo y Eterno Sacerdote, al tiempo que Víctima Purísima y Perfectísima y Altar Sacrosanto en el que la Humanidad se ofrece a Dios unida a la divinidad, como holocausto de agradable perfume, hace presente su Sacrificio de la Cruz, realizado en el tiempo hace más de veinte siglos, pero actualizado, por el poder del Espíritu Santo, en el aquí y ahora en el que vivimos los hombres del siglo XXI y de todos los siglos. Al renovar de modo incruento y sacramental, sobre el Altar Eucarístico, su sacrificio cruento en el Calvario, Jesús oculta a los ojos del cuerpo su naturaleza dolorida y flagelada, su Cabeza coronada de espinas, sus manos y pies atravesados por gruesos clavos de hierro, aunque al igual que hizo en el Calvario, que sobre la cruz entregó su Cuerpo y derramó su Sangre, también sobre el Nuevo Monte Calvario, el Altar Eucarístico, entrega su Cuerpo en la Eucaristía y derrama su Sangre en el Cáliz de la Alianza Nueva y Eterna. De esta manera, Jesús hace presente y actual para nosotros, por el milagro de la Transubstanciación, esto es, la conversión de las substancias del pan y del vino en las substancias de su Cuerpo y su Sangre, su Sacrificio redentor de la Cruz, convirtiendo el Altar Eucarístico en el lugar de salvación, en el que nosotros, pobres hombres pecadores, nos postramos ante nuestro Dios que, para salvarnos, nos entrega, atravesando el tiempo y el espacio, su Cuerpo en la Eucaristía y su Sangre en el Cáliz, para salvar nuestras almas. Así, el misterio del sacrificio redentor de Jesucristo en la cruz, se hace presente a los creyentes de todos los tiempos y de todo lugar, por medio del Santo Sacrificio del Altar, renovación incruenta y sacramental del Sacrificio de la Cruz.

         Silencio para meditar.

Padrenuestro, Diez Ave Marías, Gloria.

Quinto Misterio del Santo Rosario.

Meditación.

         Sin el prodigio de la Transubstanciación, no tendríamos la Misa como Sacramento del Sacrificio; se tendría el sacrificio en sí, alcanzado por la fe a la luz de la Revelación, pero no el Sacrificio celebrado sensiblemente como acto de culto público y supremo, en el que está comprendida la consumación de la Víctima ofrecida, como parte integrante del rito eucarístico, símbolo a su vez de la unidad de los fieles, que forman el Cuerpo Místico de Cristo. En la Misa, entonces, y según lo enseña el Magisterio infalible de la Iglesia, hay un verdadero Sacrificio, el mismo sacrificio de la cruz, solo que renovado de modo sacramental e incruento; esta Presencia del sacrificio de la cruz sobre el altar, es posible por el prodigio de la Transubstanciación, el cual a su vez es posible gracias al sacerdocio ministerial, desde el momento en que, recibiendo el sacerdote el poder sacerdotal de manos del obispo, sucesor de los Apóstoles, quienes lo recibieron de Nuestro Señor Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, participan del poder sacerdotal de Jesucristo, que es Quien, en definitiva, obra el milagro de la Transubstanciación, comunicando su poder divino a través de las palabras de la consagración pronunciadas por el sacerdote.
         La Santa Misa no puede nunca, bajo ningún concepto, reducirse a una memoria meramente psicológica –en el sentido de que no hace presente realmente, en el aquí y ahora de la celebración litúrgica y por el misterio de la Transubstanciación, al sacrificio del Calvario- y exclusivamente conmemorativa del sacrificio, ya que esto significaría considerar al pan y al vino consagrados como meros símbolos de la presencia mística de Cristo y de la unión entre Él y los comensales. La Presencia verdadera, real y substancial de Cristo, indispensable para que la Misa evidencie el único e irrepetible Sacrificio de la Cruz –convirtiéndose el altar eucarístico en el Nuevo Calvario-, exige necesariamente el prodigio de la Transubstanciación[2], el cual sólo puede ser obrado por Cristo en Persona, que obra Él personalmente a través del sacerdote ministerial. Desde siempre, la Iglesia entendió la Transubstanciación como la conversión de toda la substancia (esto es, la materia y la forma) del pan y del vino en la substancia del Cuerpo y la Sangre de Cristo. La voz “Transubstanciación” expresa fielmente la verdad de fe y de tal manera, que impugna a todo aquel que intente suprimirla[3]. La Santa Fe católica mantiene firmemente la realidad obejtiva de la Presencia del misterio del Cuerpo y la Sangre de Cristo, independientemente de olas creencias que cada uno pueda tener: el pan y el vino han cesado de existir después de la consagración, y desde ese momento son el Cuerpo y la Sangre adorables de Nuestro Señor Jesucristo, los cuales están ante nosotros bajo las especies sacramentales del pan y del vino, que es la forma como el Señor ha querido, para donársenos como Pan Vivo bajado del cielo y así asociarnos a su Cuerpo Místico[4].

         Meditación final.

         La Misa es el sacrificio de Cristo, en el cual Él se inmola como Víctima, Inocente y Purísima, Perfectísima y agradabilísima a Dios, y lo hace bajo los signos sacramentales. ¿Cómo participar a este sublime sacrificio del altar? Ofreciéndonos a este sacrificio, a nosotros mismos, como víctimas en la Víctima, Cristo Jesús. Nuestra disposición interior en la Santa Misa debe ser la de víctimas, ofreciéndonos al pie del altar, postrados ante el Cordero, con todo nuestro ser, con toda nuestra alma, con toda nuestra vida, con nuestro presente, pasado y futuro, con todo lo que somos y tenemos, con nuestros bienes materiales y espirituales, uniéndonos a Él, el Cordero de Dios, Inmolado en el Ara Santa de la Cruz y en la Cruz del Altar Eucarístico, y esta unión la debemos hacer en el Amor de Dios, el Espíritu Santo, porque somos miembros de su Cuerpo Místico, animados por su Espíritu, el Espíritu de Dios, el Amor Divino, y debemos ofrecernos como víctimas en la Víctima, por la salvación de las almas. Sin esta disposición interior, la de unirnos con todo nuestro ser al sacrificio que Jesucristo realiza cada vez en la Santa Misa, aquí y ahora, nuestra participación en la Misa es solo exterior, superficial y farisaica. Si nos unimos al sacrificio eucarístico de Jesús, el Fuego del Espíritu Santo, que quema el pan convirtiéndolo y transformándolo en la carne del Cordero de Dios, quemará también en nosotros todo lo que no es del agrado de Dios y así, de manos de María, unidos al Cuerpo de Cristo por el Espíritu, seremos llevados al seno del Eterno Padre. En la Misa, en donde se renueva su muerte en cruz, debemos ser inmolados con Él, para ser presentados, con Él y en Él, al Trono del Altísimo, como único sacrificio santo y agradable a Dios. Es en esto en lo que consiste la Santa Misa, que es también acción de gracias, adoración y comunión con la voluntad de Dios, que así cumple su voluntad salvífica. Toda otra forma de participación a la Santa Misa, no es más que banalización, superficialidad, fariseísmo y, en muchas ocasiones, profanación[5].

         Un Padrenuestro, tres Ave Marías, un gloria, para ganar las indulgencias del Santo Rosario, pidiendo por la salud e intenciones de los Santos Padres Benedicto y Francisco.

Oración final: “Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo. Te pido perdón por los que no creen, ni esperan, ni te adoran, ni te aman” (tres veces).

“Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo os adoro profundamente y os ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, Presente en todos los sagrarios del mundo, en reparación por los ultrajes, sacrilegios e indiferencias, con los cuales Él mismo es continuamente ofendido. Por los infinitos méritos de su Sacratísimo Corazón y los del Inmaculado Corazón de María, os pido la conversión de los pobres pecadores. Amén”.

Canto final: “El Trece de Mayo en Cova de Iría”.

        



[1] Cfr. Octavio Miquelini, 22ss.
[2] Cfr. Concilio de Trento, D-S 1636.
[3] Cfr. Innocenzo III, D-S 782; Conc. Later. IV, iv. 802; Conc. Ecum. II de Lyon, iv. 860; Conc. Ecum. de Florencia, iv. 1352. El Concilio de Trento confirma la exactitud, contra la teología protestante del tiempo: “Convenienter et proprie a sancta catholica Ecclesia “transustantiatio” est appellata” (iv. 1642). E ancora nel canone: “Quam quidem conversionem catholica Ecclesia aptissime “transustantiationem” appellat” (iv. 1652). Pío IV, en su Profesión de fe tridentina, confirma todo (Iniunctum nobis, iv. 1866), como también Benedetto XIV (D-S 2535), Pio VI contra el Sínodo de Pistoia (iv. 2629) y Pío XII en la encíclica Mediator Dei, 57 (iv. 3848).
[4] Enrico Zoffoli, Questa è la Messa, non altro!, Edizioni Segno, 1994, ISBN 88-7282-143-6;  pgs. 66-69.
[5] Cfr. Zoffoli, ibidem.

No hay comentarios:

Publicar un comentario