jueves, 2 de marzo de 2017

Hora Santa y rezo del Santo Rosario meditado en reparación por blasfemia contra Jesús y María en Carnaval de Canarias, España, el 280217


Borja Castillas, el hombre que se viste de mujer, protagonista 
del blasfemo espectáculo llevado a cabo en el Carnaval de Canarias, 
España, el 28 de febrero de 2017.

         Inicio: ofrecemos esta Hora Santa y el rezo del Santo Rosario meditado en reparación y desagravio por la blasfemia cometida contra Nuestro Señor Jesucristo y la Virgen María en un carnaval en Canarias, España, por parte de un grupo de hombres que habitualmente se travisten como mujeres. La información acerca de esta lamentable blasfemia se encuentra en los siguientes enlaces:         https://infovaticana.com/2017/02/28/carnaval-canarias-blasfema-la-santisima-virgen-cristo-crucificado/; https://www.aciprensa.com/noticias/video-carnaval-de-canarias-premia-a-drag-queen-que-se-disfrazo-de-virgen-maria-87722/; http://www.actuall.com/laicismo/el-drag-de-las-palmas-que-ridiculizo-el-cristianismo-quiere-ser-profesor-de-religion/
         Puesto que los ofendidos son Nuestra Señora de los Dolores y Jesús Crucificado, las meditaciones girarán en torno al Calvario. Imploramos el perdón para quienes cometieron tan horrible blasfemia y la conversión de sus corazones, además de pedir por nuestra propia conversión, por nuestros seres queridos y por todo el mundo. Nos sumamos de esta manera al pedido del Sr. Obispo de Canarias, quien convocó a una Eucaristía (http://www.religionenlibertad.com/desolado-obispo-canarias-denuncia-una-carta-frivolidad-55179.htm ) en reparación y desagravio por este innombrable ataque al Hombre-Dios y a su Madre, María Santísima.

         Canto inicial: “Cantemos al Amor de los amores”.

Oración de entrada: “Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo. Te pido perdón por los que no creen, ni esperan, ni te adoran, ni te aman” (tres veces).

“Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo os adoro profundamente y os ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, Presente en todos los sagrarios del mundo, en reparación por los ultrajes, sacrilegios e indiferencias, con los cuales Él mismo es continuamente ofendido. Por los infinitos méritos de su Sacratísimo Corazón y los del Inmaculado Corazón de María, os pido la conversión de los pobres pecadores. Amén”.

Inicio del rezo del Santo Rosario. Primer Misterio (misterios a elección).

Meditación.

         “Al pie de la Cruz estaba María, su Madre”, dice el Evangelio (Jn 19, 25-27), al narrar el Día en el que llegaba a su ápice la profecía del anciano Simeón: “Una espada de dolor te atravesará el corazón” (Lc 2, 35). Al pie de la Cruz, al lado de su Hijo que agoniza y de pie junto a la Cruz, se encuentra Aquella que es llamada Reina de los cielos, Madre siempre Virgen, Madre de Dios, Rosa Mística, Estrella de la mañana, Inmaculada Concepción, y cientos de títulos más, unos más grandiosos y majestuosos que otros, y todos debido al privilegio único de ser la Madre de Dios y, al mismo tiempo, Virgen Inmaculada. Pero también al pie de la Cruz, María Santísima recibe un título especialísimo, que compite en majestuosidad con todos sus otros títulos, y es el de “Nuestra Señora de los Dolores”, un título que había comenzado a poseerlo en el momento mismo de la Encarnación, que llegaba a su ápice en la Crucifixión, y que había sido profetizado por el anciano y santo Simeón en la Presentación. En esta profecía, se anticipaba ya que al pie de la Cruz, la Madre de Jesús habría de ser Nuestra Señora de los Dolores porque su Inmaculado Corazón habría de alojar no solo el dolor de la muerte del Hijo de su amor, sino también todos los dolores de todos los hombres de todos los tiempos. Al pie de la Cruz la Virgen es Nuestra Señora de los Dolores, porque además de los dolores de sus hijos adoptivos, los hombres, también habrían de estar todos los dolores de su Hijo Jesús, los mismos dolores de su Cuerpo martirizado, golpeado, llagado, cubierto de hematomas y de heridas sangrantes de las que salía su Sangre a borbotones, porque aunque Ella no recibía los golpes en su propio cuerpo purísimo, era tan fuerte el Amor que la unía a su Hijo, que a cada bofetada, cada latigazo, cada espina de la corona, cada clavo de la Cruz, la Virgen experimentaba el dolor, como si fuera que a Ella misma la estuvieran crucificando. Es al pie de la Cruz en donde llega a su ápice la profecía de Simeón y es al pie de la Cruz en donde la Virgen es la “Mujer” que se convierte en Madre de todos los hombres (cfr. Jn 19, 26) al adoptar, por pedido de Jesús, a todos los hombres, representados en Juan Evangelista. Así, la Virgen es Madre de Dios y Madre de todos los hombres y ahora, como Madre, sufre dolores inenarrables por ambos: sufre por su Hijo, que es el Hijo del Eterno Padre, y sufre por sus hijos adoptivos, los hombres: sufre porque el Hijo de su Corazón, Cristo Jesús, el Hombre-Dios, agoniza en la Cruz inmerso en un océano de dolor y los dolores de su Hijo son sus dolores, aunque la Virgen Madre sufre también porque son sus hijos adoptivos, aquellos que Ella adoptó al pie de la Cruz, los que con sus pecados, sus enormes pecados, crucifican a Jesús, que es la Vida de su alma Inmaculada. Y así, porque el dolor por su Hijo y por los hombres, sus hijos adoptivos, la atenaza y la invade con oleadas de dolor que a cada segundo y a cada latido aumentan cada vez más de intensidad, la Virgen empalidece, se estremece de dolor, y sus ojos purísimos se cubren de amargas lágrimas que, en un llanto silencioso que parece no tener fin, nubla sus ojos purísimos, cubre su rostro preciosísimo, y riega la Tierra Santa en la que la Cruz está clavada. ¡Oh Madre mía, Nuestra Señora de los Dolores, dame el dolor de tu Inmaculado Corazón, para aliviarte en tus penas y para que mi corazón pecador, triturado por el dolor de mis pecados, se resuelva a morir antes que antes que volver a ofender a tu Hijo, que tan lastimado por mí está en la Cruz!

         Silencio para meditar.

Padrenuestro, Diez Ave Marías, Gloria.

Segundo Misterio del Santo Rosario.

Meditación.

Jesús sufre dolores atroces en la Cruz, son los dolores de su Cuerpo, pero le duelen todavía más su Alma y su Corazón, porque la causa de su crucifixión, es la malicia del corazón de los hombres. Jesús sufre dolores atroces en su Mano derecha, atravesada por un grueso clavo de hierro; son dolores lancinantes, quemantes, porque el clavo, además de lacerar los músculos, toca el nervio mediano y lo irrita y lo inflama de tal manera, que a Jesús le parece que a cada segundo le vierten, en su mano y en su brazo todo, agua en ebullición y el dolor es tan intenso y profundo, que a Jesús le parecer morir a cada instante, solo por el dolor de su Mano derecha. Así, Jesús expía nuestros pecados de idolatría, toda vez que alzamos las manos, no en acción de gracias y en alabanzas al Único Dios Verdadero, Dios Uno y Trino, sino para idolatrar a los ídolos neo-paganos de nuestra modernidad: el placer, el hedonismo, el materialismo, el dinero, los falsos dioses de la Nueva Era, el hombre mismo y así, con su dolor en la Mano derecha, Jesús expía por nuestros pecados de idolatría. Por el dolor también inenarrable de su Mano izquierda, igualmente perforada por un grueso clavo de hierro, Jesús expía nuestros pecados cometidos contra el prójimo, toda vez que levantamos nuestras manos para herirlo y no para auxiliarlo. ¡Oh Jesús crucificado, que yo eleve mis manos hacia el cielo, para dar gracias a la Trinidad por tu Santo Sacrificio en Cruz y por tu gracia y que tienda mis manos hacia mi prójimo, siempre y solo para obrar la misericordia, sobre todo con los más necesitados!

         Silencio para meditar.

Padrenuestro, Diez Ave Marías, Gloria.

Tercer Misterio del Santo Rosario.

Meditación.

Jesús, el Rey de reyes y Señor de señores, el Dios Tres veces Santo, Aquel ante el cual los ángeles se postran en adoración día y noche, y ante el cual no se atreven a levantar la cabeza, tan grandiosa es su majestad divina, recibe de los hombres, no alabanzas y adoración, como se merece, sino una corona de gruesas, duras y filosas espinas, que desgarran y laceran su cuero cabelludo, haciendo fluir torrentes inagotables de su Sangre Preciosísima, que brotando a borbotones se derrama por su Cabeza y su Santa Faz, así como el arroyo de cristalinas aguas baja, impetuoso, de la montaña. De esa manera, Jesús expía nuestros pecados de pensamientos, los pensamientos malos de todo tipo –lujuria, vanidad, orgullo, soberbia, venganza, ira, blasfemias, sacrilegios, menosprecios a su Presencia Eucarística-, y los borra y lava todos con su Sangre Preciosísima. ¡Oh Virgen María, Nuestra Señora de los Dolores, que yo no solo no tenga malos pensamientos, sino que tenga siempre pensamientos santos y puros, los mismos pensamientos santos y puros que tiene Jesús, coronado de espinas!

         Silencio para meditar.

Padrenuestro, Diez Ave Marías, Gloria.

Cuarto Misterio del Santo Rosario. 

Meditación.

Jesús, el Verbo de Dios hecho carne, que del seno del Padre Eterno fue llevado por el Espíritu Santo al seno virgen de María, para adquirir un Cuerpo y ser así visible por los hombres, el mismo que al llegar a la edad madura caminó por Palestina predicando la Buena Nueva de la salvación de los hombres, ahora tiene sus pies clavados al madero por un clavo de hierro que le impide todo movimiento, que desgarra sus pies y hace brotar abundante cantidad de su Sangre Preciosísima. Así, Jesús expía por las veces en que los hombres dirigen sus pasos, movidos por la malicia de sus corazones, para cometer todo tipo de crímenes y pecados; expía por las veces en que los hombres, encaminándose en dirección opuesta al sagrario y al Altar Eucarístico se dirigen, movidos por sus bajas pasiones, en dirección al pecado que, cometido en la tierra y de no mediar una sincera conversión, conduce al pecador al Infierno. Jesús sufre dolores agudísimos en sus pies, por todas las veces que nos encaminamos no en dirección a la Fuente de la Gracia, su Sagrado Corazón Eucarístico, sino a cometer un pecado tras otro. Por eso, en reparación y desagravio, e implorando su perdón, nos arrodillamos ante Jesús crucificado y besamos sus pies y su Sangre Preciosísima, al tiempo que decimos a la Virgen: ¡Oh María, Nuestra Señora de los Dolores, que estás al lado de la Cruz, de pie y sin moverte, acompañando a Jesús que muere por nuestra salvación, haz que nuestros pasos no solo nunca se encaminan en dirección al mal, sino que se dirijan siempre y sólo hacia el Calvario, hacia el sagrario y hacia la Santa Misa!

Silencio para meditar.

Padrenuestro, Diez Ave Marías, Gloria.

Quinto Misterio del Santo Rosario.

Meditación.

Luego de una dolorosísima agonía, en la que Jesús sufrió la muerte más cruel que jamás nadie haya sufrido –en su muerte estaban todas las muertes de todos los hombres de todos los tiempos-, los hombres no tienen compasión siquiera de su Cuerpo ya muerto y es así como un soldado, para asegurarse de que ya estuviera sin vida, atraviesa su Costado y lo traspasa con su lanza brotando, al instante, “Sangre y Agua” (cfr. Jn 19, 34). En la Sangre y el Agua están contenidos el Espíritu Santo y la gracia santificante, que Dios Padre derrama, por medio de los Sacramentos de la Iglesia, sobre las almas de los hombres que han matado a su Hijo. Ésa es la respuesta de Dios a la furia deicida del hombre, azuzada por Satanás: en vez de responder con su Divina Justicia, Dios Padre, en mérito al Sacrificio en Cruz de Jesús, nos dona su Amor, el Espíritu Santo, contenido en la Sangre del Sagrado Corazón de Jesús, y nos dona la Gracia santificante, contenida en el Agua que brota de su Costado traspasado. A nuestro odio deicida, que termina con la vida de su Hijo “muy amado” (cfr. Mt 3, 17) en la Cruz, Dios Padre nos responde con la fuerza de su Divina Misericordia, la Sangre del Cordero que da la vida a las almas y el Agua de su gracia que las justifica. Al permitir que la lanza traspase su Corazón, Jesús expía por los pecados que nacen del corazón del hombre, lugar del que nacen “toda clase de cosas malas” (cfr. Mc 7, 21), ofreciendo al Padre su Purísimo Corazón, pleno de Bondad Divina y de santidad y envuelto en las llamas del Divino Amor, en expiación por nuestros pecados del corazón. ¡Oh María, Nuestra Señora de los Dolores, por la lanza que atravesó el Corazón de Jesús, concédenos la gracia de tener los mismos sentimientos, puros y santos, que tiene el Sagrado Corazón, y concédenos amarlo con el Amor que inhabita en tu Inmaculado Corazón, el Espíritu Santo!

Meditación final.

Cuando el soldado atraviesa con la fría lanza de hierro el Sagrado Corazón de Jesús (cfr. Jn 19, 34), y aunque su Divinidad permanece unida a su Humanidad -y es por esto la Causa de la vida divina para los hombres al derramar sobre estos el Espíritu Santo, que expira con el Padre y que va junto con la Sangre-, Jesús ya está muerto, por lo que no experimenta dolor alguno por la lanzada. Sin embargo, la Virgen y Madre, que está de pie al lado de la Cruz, por su participación mística en la Muerte de su Hijo y por la unión en el Divino Amor que existe entre los Sagrados Corazones de la Madre y el Hijo experimenta, como si fuera a Ella misma en persona a quien le clavaran, en la Purísima musculatura de su Inmaculado Corazón, el frío hierro de la lanza, y siente en su cuerpo Purísimo y en su Alma Inmaculada un dolor de tal intensidad, que acabaría en el instante con su vida si no estuviera asistida, como lo está, por la Omnipotencia, la Sabiduría y de Amor de Dios. Junto al dolor físico, la Virgen y Madre experimenta otros dolores, aún más intensos, si es que ello es posible, y es el dolor moral y el dolor de espiritual, provocado por aquellos hijos suyos a los cuales -con todo el Amor de su Corazón y siguiendo la Amabilísima Voluntad del Hijo y el Padre- acaba de adoptar al pie de la Cruz. Sí, son los pecados de sus hijos adoptivos –nosotros- los que provocan sus más grandes dolores, del Alma y del Corazón, cuando los bautizados en la Iglesia negamos a su Hijo en la Cruz; menospreciamos el Don de dones, su Sacrificio Santo en el Calvario; ignoramos su Presencia real, verdadera y substancial en la Eucaristía –su Presencia de Él mismo en Persona, porque así como está en el cielo, glorioso y resucitado, así está en la Eucaristía, sólo que oculto bajo la apariencia de pan- y así lo dejamos solo, lo abandonamos, lo olvidamos a Él, que es el Dios del sagrario, cuando no cometemos los más abominables ultrajes, sacrilegios, profanaciones, ofensas, burlas, menosprecios, blasfemias, herejías, injurias, que hacen llorar de tristeza a los ángeles del cielo. Pero si los benditos ángeles sólo lloran, la Madre y Virgen, Nuestra Señora de los Dolores experimenta en su Inmaculado Corazón y de modo místico y sobrenatural, la fría dureza del hierro y el golpe brutal que lacera y desagarra el Sagrado Corazón de su Hijo, y el dolor físico, moral y espiritual que la invade es tan inmenso y de tanta intensidad, que le parece a la Virgen sumergirse en un océano de dolor, un océano sin playas y sin fondo, sin límites, un océano de amargo dolor, que atenaza su Purísimo Corazón, al comprobar la cruel malicia y la poderosa fuerza del pecado de sus hijos adoptivos, aquellos –nosotros, los bautizados- que apenas hacía un rato habíamos sido adoptados, en la persona de San Juan Evangelista, como hijos adoptivos suyos muy queridos. ¡Oh María Santísima, Madre y Virgen, Nuestra Señora de los Dolores, dame tus ojos, para ver a Jesús como tú lo ves; dame tus oídos, para escuchar la voz de Jesús como tú la escuchas; dame tu olfato, para embriagarme, junto contigo, con el perfume agradabilísimo de tu Hijo Jesús, el “buen perfume de Jesús” (cfr. 2, Cor 2, 15), su gracia y su Amor; dame tus labios, para contigo sólo hable de Jesús; dame tu adoración, para adorar a tu Hijo, que agoniza en la Cruz y que está vivo y glorioso en la Eucaristía, para adorarlo con tu misma adoración; dame el Amor de tu Inmaculado Corazón, para amar con este mismo Amor a tu Hijo Jesús; dame, por fin, Madre mía amantísima, las lágrimas puras y cristalinas que brotan de tus hermosísimos ojos, para llorar por mis pecados, para nunca más herir de muerte con ellos al Hijo de tu Amor, el Sagrado Corazón de Jesús!

Un Padrenuestro, tres Ave Marías, un gloria, para ganar las indulgencias del Santo Rosario, pidiendo por la salud e intenciones de los Santos Padres Benedicto y Francisco.

Oración final: “Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo. Te pido perdón por los que no creen, ni esperan, ni te adoran, ni te aman” (tres veces).

“Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo os adoro profundamente y os ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, Presente en todos los sagrarios del mundo, en reparación por los ultrajes, sacrilegios e indiferencias, con los cuales Él mismo es continuamente ofendido. Por los infinitos méritos de su Sacratísimo Corazón y los del Inmaculado Corazón de María, os pido la conversión de los pobres pecadores. Amén”.


Canto final: “Junto a la Cruz de su Hijo”.

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