lunes, 21 de noviembre de 2016

Jesús se queda en la Eucaristía para darnos el Amor de su Sagrado Corazón Eucarístico, como anticipo del Amor que derramará en nuestros corazones, por toda la eternidad, en el Reino de los cielos



En la Última Cena, en el inicio de su misterio pascual de muerte y resurrección, y movido por el Amor de Dios que abrasa en el Fuego divino su Sagrado Corazón –“habiendo amado  a los suyos, los amó hasta el fin” (Jn 13, 1)-, sabiendo Jesús que debía sufrir la Pasión y que “había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre”, Jesús se despide de sus discípulos, anticipándoles su muerte en Cruz. Jesús sabía que había llegado la Hora sagrada de su Pasión, Pasión por la cual habría de entregar su Cuerpo y derramar su Sangre en el altar de la cruz; sabía que iba a morir a esta vida terrena, para resucitar a la vida eterna; sabía que habría de abandonar en este mundo, luego de ser traicionado, encarcelado, condenado a muerte y flagelado; sabía que habría de morir en medio de terribles dolores, y que habría de entregar su Cuerpo y derramar su Sangre, para que fuéramos salvados. Al escuchar sus palabras sus discípulos se angustian, porque al revelarles Jesús que va a morir, se dan cuenta de que no van a verlo más; saben que quedarán solos, en este mundo que es “un valle de lágrimas”; en este mundo inmerso “en tinieblas y en sombras de muerte”, pero no en las tinieblas cósmicas, sino en las tinieblas vivientes, los ángeles caídos, y en las tinieblas del pecado, del error, de la ignorancia y de la muerte.
Al comprobar la angustia producida en sus discípulos, Jesús les dice: “No se angustie vuestro corazón (Jn 13, 2) (…) no os dejaré huérfanos (Jn 14, 18) (…)”. Y luego, anticipando su resurrección y ascensión al cielo, deja una promesa para toda la Iglesia, para todos los tiempos: “Yo estaré con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20)”. Es decir, Jesús anuncia en la Última Cena que habrá de morir, pero al mismo tiempo, deja la promesa de que habrá de quedarse con nosotros “todos los días, hasta el fin del tiempo”, y esta promesa la cumple en el mismo momento en el que está por subir al Padre, quedándose con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, en la Eucaristía.
Su Presencia Eucarística es entonces el cumplimiento de esta promesa, porque allí se encuentra Jesús, el mismo Jesús que, procediendo eternamente del Padre se encarnó en el seno de la Virgen Madre y que, luego de sufrir la muerte en Cruz y resucitar subió a los cielos, es el mismo Jesús, que está Presente en la Eucaristía, con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, vivo, glorioso, resucitado, impasible, esperando por nosotros, para aliviar nuestras penas y dolores, cargándolas a todas sobre sus hombros: “Venid a Mí, los que estáis afligidos y agobiados, y Yo os aliviaré” (Mt 11, 28). El mismo Jesús, que es adorado por la Iglesia Triunfante, los ángeles y santos en el cielo, es el mismo Cordero de Dios que, oculto en apariencia de pan en la Eucaristía, recibe la adoración, la alabanza, el honor y la gloria por parte de la Iglesia Militante en la tierra. También nosotros, como los Apóstoles, nos sentimos solos en este mundo de oscuridad y tinieblas, en este mundo sin Dios, en este mundo en el que la Ley de Dios y sus Mandamientos de amor no cuentan nada, en este mundo en el que las tinieblas vivientes parecen haber tomado el control de prácticamente toda la vida humana, en todos sus aspectos; también nosotros, como los discípulos, podemos tener la tentación de sentimos desamparados por un momento, pero este sentimiento desaparece cuando recordamos que no solo tenemos la promesa de Jesús dada a los discípulos, de quedarse “todos los días hasta el fin del mundo”, sino que tenemos la gracia de ver esta promesa ya cumplida, porque la Presencia Eucarística de Jesús, en el sagrario, en la custodia, en el templo de Adoración Perpetua, es esa promesa ya cumplida de Nuestro Señor. Sólo tenemos que acudir a sus pies y postrarnos ante su Presencia Eucarística, para que Jesús, desde el silencio de la Hostia consagrada, tome sobre sí nuestras penas y dolores, nuestras alegrías y logros, nuestra vida toda, para colmarnos de su paz, de su alegría, de su fortaleza, de su sabiduría y del Amor de su Sagrado Corazón Eucarístico, pero también para decirnos, en el silencio de la oración, que no nos preocupemos, que esta vida “pasa como un soplo”, que es “una mala noche en una mala posada”, como dice Santa Teresa de Ávila, y que Él ha venido para prepararnos un lugar en el cielo, para que después de esta vida, estemos con Él, que está en el cielo: “Voy a prepararos un lugar en la Casa de mi Padre, para que donde Yo esté, también estéis vosotros” (Jn 14, 2-3).
Por último, Jesús sufre su Pasión y se queda entre nosotros, solo por amor y nada más que por amor –“habiendo amado  a los suyos, los amó hasta el fin”- y es ese Amor, no el amor limitado del corazón del hombre, sino el Amor de su Sagrado Corazón Eucarístico, el que Jesús nos pide que demos a nuestros hermanos: “Un mandamiento nuevo os doy: que os améis los unos a los otros; que como yo os he amado, así también os améis los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor los unos a los otros” (Jn 13, 34-35).
Jesús se queda por amor en la Eucaristía, para darnos su Amor y para que demos de ese Amor, recibido en la Eucaristía, a nuestros hermanos y es por eso que el adorador que ama a sus hermanos, es el que ama a Jesús Eucaristía: “Si alguno me ama, guardará mi palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a él, y haremos con él morada” (Jn 13, 23). 24 Por el contrario, el adorador eucarístico que no ama a Jesús, no ama a sus hermanos: “El que no me ama, no guarda mis palabras” (Jn 13, 24).
Jesús se ha quedado entre nosotros, en la Eucaristía, no solo para consolarnos en las tribulaciones de esta vida, sino para darnos el Amor de su Sagrado Corazón Eucarístico, como anticipo del Amor que derramará en nuestros corazones, por toda la eternidad, en el Reino de los cielos.


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