La Eucaristía
es la máxima prueba del amor infinito de Dios y el lugar en donde Cristo
desempeña su triple papel de Sacerdote, Altar y Víctima.
En la
Eucaristía, don inestimable del amor de su Sagrado Corazón, Cristo desempeña su
rol de Sacerdote Sumo y Eterno, de mediador entre nosotros y Dios y cumple
además tanto el rol de Víctima Perfecta que se ofrece en holocausto santo por
toda la eternidad ante los ojos de Dios, como el de Ara santa donde se inmola
esta Víctima que es Él mismo.
Sobre el santo
altar, Èl realiza el mismo acto sacerdotal que realizó sobre la cruz, ofrece la
misma Víctima que ofreció sobre la cruz, que es Él mismo, la sacrifica sobre el
mismo altar de la cruz, que es la cruz del altar. Sobre el altar del sacrificio
eucarístico, es decir, sobre el altar de la santa Misa, el Sacerdote Sumo y
Eterno renueva su sacrificio de la cruz; en la Misa el Sacerdote Santo
sacrifica sobre el ara santa la Víctima Pura, la misma del Calvario. El mismo
Sumo Sacerdote, Jesucristo, ofrece la misma Víctima, sobre el mismo altar; la
única diferencia está en el modo con el cual este es ofrecido[1].
Sobre el Calvario, Jesús inmoló su humanidad en medio de atroces sufrimientos;
sobre la Cruz del altar, Jesús inmola su humanidad gloriosa y resucitada, y
tanto en el Calvario como en el altar, derrama su Sangre para el perdón de los
pecados y para comunicarnos su Vida divina.
Es su humanidad
santísima, consagrada en el seno virginal de María por la unión hipostática con
el Verbo del Padre y por lo tanto plena de la gloria divina, la que le permite
cumplir el triple rol de Sacerdote, Altar y Víctima. El Verbo eterno del Padre
concedió a su humanidad, ya desde el seno de María, desde el primer instante de
su creación, su gloria divina, la gloria que Él como Hijo Eterno del Padre
posee desde siempre. Esa misma gloria divina, la gloria del Padre comunicada al
Hijo por generación eterna, la gloria que el Hijo posee desde toda la
eternidad, que es la misma gloria substancial de su Padre, fue la que el Hijo
le comunicó a su humanidad, al Cuerpo y Alma de Jesús, llenándola de ella, haciendo
de esta humanidad una Humanidad Santísima, tan plena de divinidad y de gloria
como jamás ninguna creatura tuvo ni tendrá jamás.
El Verbo eterno
asumió la humanidad creada de Jesús y por su contacto, la hizo santísima y
llena de gracia; fue este contacto con el Verbo lo que hizo de esta humanidad
de Jesús una humanidad consagrada a Dios. El contacto con la Persona del Verbo
consagró a la Humanidad, Cuerpo y Alma de Jesús, para Dios, porque la hizo
inmediatamente pura y santa, con una santidad inigualable, ya que la gloria de
Dios inhabitaba en ella como en las Personas de la Trinidad.
La humanidad de
Cristo fue consagrada mediante la unión hipostática para el ejercicio del
sacerdocio, que en Cristo es sacerdocio divino[2]
y no natural, como era el sacerdocio del hombre dotado de gracia en el estado
original[3].
Esta Humanidad
de Jesús, así consagrada y hecha pura, santa y gloriosa, por el contacto personal
del Verbo y la consecuente transmisión de la santidad y de la gloria divina a
ella, la convirtió en la materia perfecta para ser ofrecida a Dios en
holocausto agradable. Nada de lo creado, ya fuera visible o invisible, era
digno de ser presentado ante Dios en sacrificio de expiación: delante de su
majestad, los sacrificios de animales del Antiguo Testamento aparecían como
absolutamente carentes de valor para impetrar el perdón divino y para agradar a
la majestad divina ofendida por el pecado humano. La humanidad santa de Jesús,
en cambio, al ser la humanidad centro y raíz de la nueva humanidad -de una
nueva humanidad regenerada, purificada y santificada a partir de la humanidad
santa de Jesús-, podía ser inmolada y presentada ante los ojos de Dios como un
sacrificio puro, verdaderamente justo y agradable a Dios, porque esta humanidad
de Jesús llevaba en sí, como algo propio, que le pertenecía por ser la
humanidad del Verbo, el sello de la Nueva Alianza, el Espíritu de Cristo. El
nuevo y eterno sacrificio sería presentado al Padre por el Amor de Cristo, el
Espíritu Santo, y la materia a presentar sería este cuerpo y alma de Jesús,
penetrados por la fragancia y el aroma del Espíritu Santo, inhabitados por Él;
por eso sería un sacrificio santo y agradable.
Por su
humanidad santa, consagrada desde su creación, Jesús fue tanto Sacerdote Eterno
y divino como al mismo tiempo Víctima Pura y Santa. Pero también fue el Altar
donde Él, como Sacerdote, se ofreció a Sí mismo como Víctima. Los altares del
Antiguo Testamento eran altares de piedra, una figura lejana e imperfecta, del
Ara Santa y Viva, que arde eternamente con el fuego del Espíritu Santo, que es
Él mismo con su Cuerpo, su Sangre, su Alma. Su humanidad, ennoblecida y
enaltecida por la inhabitación trinitaria, era el único Propiciatorio digno
donde podía ser inmolada la única Víctima digna y agradable a Dios.
Su Humanidad,
llena de gracia, existiendo gloriosamente en los cielos y en la Eucaristía, a través de la cual Cristo es eternamente
Sacerdote, Altar y Víctima, es la que se ofrece en cada misa, y es la que,
presente, viva y gloriosa en la Eucaristía,
nos comunica la luz, la gracia y la vida divinas, luz, gracia y vida que
fluyen de ella como de un manantial sin fin.
[1] Cfr. Thomas Merton, Il Pane Vivo, Ediciones Garzanti, Roma
1958, 57.
[2] Cristo-Cabeza adquiere su dignidad divina y
su sacerdocio divino por efecto de una marca real, como es la unión hipostática
del Logos con su humanidad. Cfr. Matthias
Josef Scheeben, Los misterios del
cristianismo, Editorial Herder, Barcelona 1964, 621.
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