Inicio: ofrecemos esta Hora Santa y el rezo del Santo Rosario
meditado en reparación y desagravio por la misa negra satánica programada por el
grupo satanista “The Satanic Grotto”, cuyo objetivo es “consagrar el Capitolio
a Satanás”. En el evento, denominado por sus organizadores “Black
Mass Capitol”, se realizarán rituales blasfemos y se proclamará la siguiente
consigna: “Dios caerá y Kansas será abrazado por la llama negra de Lucifer”.
Puesto que toda misa negra satánica y toda alabanza al Ángel caído es una grave
ofensa al Hombre-Dios Jesucristo, el Único Dios a quien se debe honor,
adoración y alabanza, consideramos inaceptable este evento sacrílego y
proponemos realizar esta Hora Santa en reparación por el mismo. Para mayor
información acerca del evento programado por el grupo satanista, consultar el
siguiente enlace:
https://www.facebook.com/events/1572332443394459/?acontext=%7B%22event_action_history%22%3A[]%7D
Canto de entrada: “Oh, Buen Jesús, yo creo firmemente”.
Inicio del rezo del Santo Rosario. Primer Misterio
(misterios a elección).
Meditación.
Nunca debemos apartarnos de la vida sacramental, es
decir, de la recepción de los Santos Sacramentos de la Iglesia Católica, puesto
que los mismos nos conceden la gracia santificante y, por la gracia, nos
hacemos partícipes de la naturaleza divina y esta participación nos hace
semejantes a Dios[1].
Un Padrenuestro, diez Avemarías, un Gloria.
Segundo Misterio.
Meditación.
Según afirman los teólogos, en todos los seres se verifica
una participación de la naturaleza divina. Todos ellos se asemejan a Dios más o
menos en su vida, en sus fuerzas o en su actividad y manifiestan así la gloria
divina. De igual manera que el Apóstol, podemos también nosotros contemplar la
gloria invisible de Dios en las cosas creadas. Por ejemplo, en la majestuosidad
del león, si bien de manera infinitamente remota, nos podemos dar una idea de
la infinita majestuosidad del León de Judá, Cristo Jesús.
Un Padrenuestro, diez Avemarías, un Gloria.
Tercer Misterio.
Meditación.
Ahora bien, las cosas creadas, aun cuando sean
maravillosas por haber sido creadas con la sabiduría, la perfección y el amor
de la Trinidad, son solo una débil expresión de la gloria de Dios: los vestigios
que dejan tras de sí podríamos compararlos con a la huella dejada por el pie
del hombre en tierra blanda. Esa huella acusa el paso del hombre: no pasa de
ser una imagen de su pie; no refleja la naturaleza del hombre. De manera
análoga sucede con la Creación: Dios es espíritu; los seres materiales, como obras
de sus manos, le dan gloria, proclaman su sabiduría y su poder, pero no
representan su naturaleza. Podemos entonces preguntarnos: si una simple huella
de Dios, es tan magnífica y deslumbrante, ¿cómo será Aquel que dejó la huella?
Un Padrenuestro, diez Avemarías, un Gloria.
Cuarto Misterio.
Meditación.
Algo distinto sucede con nuestra alma y con los
ángeles, que son espíritus puros, puesto que contienen ya una cierta imagen de
la naturaleza divina, desde el momento en que son racionales, espirituales,
libres. Sin embargo, estas naturalezas son finitas, sacadas de la nada, de una
especie del todo distinta de la naturaleza divina. Vienen a ser algo así como
la imagen de un hombre que en el lienzo reproduce un artista: dicha imagen no
nos hace ver la figura, los rasgos, el color de la persona representada;
siempre será inferior a la imagen reproducida por un espejo, puesto que la
persona aparece aquí con su verdadero aspecto, su verdadera luz, con toda su
belleza, su frescura, su vida. Del mismo modo, la naturaleza racional es del
todo semejante a la divinidad, cuando se convierte en espejo inmaculado, cuando
la refleja en toda su belleza. Penetrada y glorificada por el ardor divino, queda
como transformada en Dios, queda verdaderamente deificada, divinizada, como un
cristal que concentra los rayos solares, como el parhelio[2],
imagen del sol.
Un Padrenuestro, diez Avemarías, un Gloria.
Quinto Misterio.
Meditación.
Cuando decimos que nuestra alma participa de la
naturaleza divina afirmamos que recibe la condición propia de Dios: en tal
forma se vuelve semejante a su Creador que puede decirse, con los Padres, que
está verdaderamente divinizada. Escribe San Dionisio: “La divinización es la
asimilación y la unión más íntima posible con Dios”. Otro tanto nos enseña San
Basilio: “El Espíritu Santo es fuente de un gozo sin fin que consiste en la asimilación
de Dios. ¡Convertirse en Dios! Nada puede apetecerse de más bello”. No se trata
pues de una identificación de nuestra sustancia con la sustancia divina, ni de
una unión personal, hipostática, como la de Cristo, sino de una transfiguración
de nuestra sustancia en la imagen de la naturaleza divina. De consiguiente para
ello no hace falta que nos convirtamos en dioses falsos. Lo que Dios es por su
naturaleza nos hacemos nosotros por gracia, por participación: somos su imagen
sobrenatural, un reflejo de la gloria propia de Dios[3]. Y
esto lo tenemos al alcance de los Sacramentos. ¡No nos alejemos nunca de los Santos
Sacramentos, sobre todo la Penitencia y la Eucaristía!
Oración final: “Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo.
Te pido perdón por los que no creen, ni esperan, ni te adoran, ni te aman”
(tres veces).
“Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo
os ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, de Nuestro Señor
Jesucristo, Presente en todos los sagrarios del mundo, en reparación por los
ultrajes, sacrilegios e indiferencias, con los cuales Él mismo es continuamente
ofendido. Por los infinitos méritos de su Sacratísimo Corazón y los del
Inmaculado Corazón de María, os pido la conversión de los pobres pecadores.
Amén”.
Canto final: “La Virgen María nos reúne en Nombre
del Señor”.
Un Padrenuestro, tres Avemarías y un Gloria, pidiendo
por las intenciones del Santo Padre.
[1] Cfr. Matías José Scheeben, Las maravillas de la gracia divina,
Editorial Desclée de Brower, Buenos Aires 1951 29.
[2] Fenómeno meteorológico que
consiste en la aparición de manchas de luz en los puntos de intersección de un
halo circular con otros arcos luminosos (Enciclopedia Universal Herder).
[3] Cfr. Scheeben, ibidem, 30.
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