viernes, 2 de noviembre de 2018

Hora Santa en reparación por la profanación de una basílica en Roma 271018



         Inicio: ofrecemos esta Hora Santa y el Santo Rosario meditado en reparación por la profanación[1] de dos iglesias en Roma, la basílica de Santa Maria Sopra Minerva (lugar de descanso de los restos corporales de Santa Catalina de Siena) y la basílica de San Agustín[2]. La profanación de los templos fue realizada por la empresa española Onionlab, quien proyectó sobre las fachadas de las iglesias un denominado: “Festival de la luz sólida”. Dicha proyección audiovisual consistió en la emisión de imágenes de contenido esotérico, además de destrucción de las iglesias.
         Canto inicial: “Cantemos al Amor de los amores”.

Oración inicial: “Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo. Te pido perdón por los que no creen, ni esperan, ni te adoran, ni te aman” (tres veces).

“Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo os adoro profundamente y os ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, presente en todos los sagrarios del mundo, en reparación por los ultrajes, sacrilegios e indiferencias, con los cuales Él mismo es continuamente ofendido. Por los infinitos méritos de su Sacratísimo Corazón y los del Inmaculado Corazón de María, os pido la conversión de los pobres pecadores. Amén”.

Inicio del rezo del Santo Rosario (misterios a elección). Primer Misterio del Santo Rosario.

Meditación.

En cada Santa Misa nos encontramos, por el misterio de la liturgia eucarística, delante del Santo Sacrificio del Calvario, debido a que la misa es la renovación, incruenta y sacramental, de ese mismo y único sacrificio en la cruz. En la cruz, Jesús entrega su vida por nuestra salvación; en el Santo Sacrificio del Altar, Jesús renueva, sacramentalmente, su muerte en el Calvario. Así como Jesús entrega su vida en la cruz y derrama su sangre en la tierra del Monte Calvario, así en la Santa Misa, Jesús entrega su vida en la Eucaristía y derrama su Sangre en el cáliz. Por la Misa asistimos, entonces, al misterio de la muerte redentora de Cristo en la cruz. Si es así, es decir, si por la Misa asistimos a la muerte del Redentor, realizada de una vez y para siempre sobre la cruz, la pregunta es cómo asistir a la Santa Misa y qué actitud adoptar, en cuanto miembros del Cuerpo Místico de Cristo que asisten al sacrificio incruento del Hijo de Dios. Para saberlo, debemos considerar la oblación interior y exterior de Cristo. La oblación exterior es la entrega sacrificial de su Humanidad, esto es, su Cuerpo, su Sangre y su Alma purísimos, los cuales se elevan al cielo como perfume agradabilísimo a Dios. Esta oblación exterior está precedida por la oblación interior, que es oblación de amor, porque en la cruz y en la misa Jesús hace lo que hace en la eternidad, en el seno del Padre: ama a su Padre con Amor divino y eterno, el Amor de Dios, que es el Espíritu Santo. Jesús entrega, por amor, a su Padre, su Ser divino trinitario, en el Espíritu Santo. Entonces, la oblación interior y también la exterior sobre la cruz y el altar es una continuación y prolongación del Amor que el Hijo ofrece al Padre desde la eternidad, el Espíritu Santo. Esto significa que nosotros, imitando a Cristo, debemos hacer la oblación interior y exterior: interior, que es ofrecer la inteligencia y la voluntad y exterior, que es ofrecer nuestro cuerpo para unirnos al Cuerpo de Cristo Sacramentado. Es esto lo que debemos hacer en la Santa Misa: hacer una oblación externa, precedida por la oblación interna, de manera que todo nuestro ser, postrado ante el altar eucarístico, se una por participación al Cristo Eucarístico y con Él ascienda, como suave perfume, hasta el trono de Dios Trinidad. Por medio de la Santa Misa, participamos del mismo y único sacrificio redentor del Calvario.

         Un Padre Nuestro, diez Ave Marías, un Gloria.

Segundo Misterio del Santo Rosario.

Meditación.

         A través del milagro de la multiplicación de panes y peces -cfr. Mc 6, 34-44-, Jesús sacia el hambre corporal de una multitud de unos diez mil individuos, entre hombres, mujeres y niños. Además de su significado primario, el satisfacer el hambre corporal, el milagro posee ulteriores significados sobrenaturales: indica cuál es la misión de la Iglesia, que es alimentar a la humanidad en el espíritu con la Palabra de Dios y anticipar y prefigurar un milagro infinitamente más grande, la multiplicación de la Carne de Cordero y del Pan de Vida eterna en el altar eucarístico. Con respecto a esto último, la multiplicación de su Presencia real en el tiempo y en el espacio a través del milagro de la transubstanciación, esto es, la conversión del pan en su Cuerpo y del vino en su Sangre, el milagro de la multiplicación de panes y peces es una prefiguración y anticipo del milagro eucarístico, por el cual habría de alimentar no el cuerpo para un hambre terrena, sino el alma para un hambre de Dios. En efecto, mientras los panes y peces multiplicados sacian un hambre corporal y terrena, al alimentar al cuerpo con la substancia material e inerte de los panes y los peces, por medio de la conversión del pan y del vino en su Cuerpo y Sangre, Jesús sacia el hambre que de Dios tiene toda alma humana, desde el momento mismo de su creación. Con la Eucaristía, al donarse Él mismo, Dios Hijo en Persona, Jesús extra-colma el hambre de Dios, de paz, de alegría, de justicia, de amor, que toda alma tiene. Con el milagro de la transubstanciación, Jesús alimenta a las almas con la Carne del Cordero de Dios, con el Pan Vivo bajado del cielo y con el Vino de la Alianza Nueva y Eterna. Jesús multiplicó milagrosamente panes y peces y los entregó para saciar el hambre corporal; en la Santa Misa, multiplica milagrosamente su Cuerpo y su Sangre y nos lo entrega, para saciar nuestra hambre espiritual que de Dios tenemos.

Un Padre Nuestro, diez Ave Marías, un Gloria.

Tercer Misterio del Santo Rosario.

Meditación.
Por medio de la transubstanciación, Jesús lleva a la realidad existencial del hombre sus palabras acerca del Pan de Vida: Yo soy el pan de Vida. El que viene a mí jamás tendrá hambre; el que cree en mí jamás tendrá sed” (Jn 6, 30-35). La Eucaristía, al ser el Verbo del Padre en Persona, sacia el hambre espiritual que toda alma tiene de Dios. En efecto, el hombre, compuesto por el cuerpo y el alma, sufre de dos tipos de hambre: la corporal y la espiritual. La corporal la sacia con el pan material, hecho de trigo y agua; la espiritual, la sacia con el Maná Verdadero bajado del cielo al altar eucarístico, la Sagrada Eucaristía. Si el pan material da vida al cuerpo en un sentido lato, al impedir que muera de hambre, proporcionándole con su substancia material la energía vital que necesita, el Pan Eucarístico da vida, sí, pero Vida eterna al alma, al concederle la substancia resucitada y gloriosa del Cordero, su Cuerpo y su Sangre, es decir, no solo impide que desfallezca por hambre espiritual, sino que lo extra-colma en esta hambre y sed de Dios que todo hombre tiene. Aquel que acude a alimentarse con el Pan que ofrece la Iglesia, el Pan Eucarístico, sacia su hambre espiritual con la substancia humana glorificada del Cuerpo y la Sangre de Cristo y con la substancia divina de su Persona divina y no vuelve a experimentar más hambre de Dios, porque queda extra-colmado en su deseo de Dios. Quien se alimenta con la Carne del Cordero y con el Pan de Vida eterna, no tiene en absoluto necesidad de acudir a dioses o ídolos, como hacen quienes –con o sin culpa- no se alimentan del Pan Vivo bajado del cielo, Cristo Eucaristía.

         Un Padre Nuestro, diez Ave Marías, un Gloria.

         Cuarto Misterio del Santo Rosario.

         Meditación.

         En el Evangelio, Jesús hace revelaciones admirables acerca de su Cuerpo: afirma que quien coma de este Pan, que es su Cuerpo, “vivirá eternamente”, además de recibir la inhabitación de la Segunda Persona de la Trinidad: “Yo Soy el Pan vivo bajado del cielo. Quien coma de este Pan vivirá eternamente. Quien come mi carne y bebe mi sangre –quien come mi Cuerpo-, mora en Mí y Yo en él” (cfr. Jn 6, 51-58). Es decir, quien comulga la Eucaristía –en estado de gracia- tiene ya, desde esta vida, en germen, la vida eterna y, cuando muera a esta vida terrena, “vivirá eternamente” y la razón es que la Eucaristía no es un poco de pan bendecido, sino Dios Hijo en Persona, que alimenta al alma con la substancia divina de su Ser divino trinitario. Además, quien se alimenta de la Eucaristía, convierte su corazón en algo similar al cielo, porque si el cielo es el lugar donde mora Dios, el corazón se vuelve morada de Dios por la comunión, porque Dios Trino va a inhabitar en él. Pero no solo se produce esta admirable situación, de que el Dios Tres veces Santo vaya a inhabitar en el corazón del que comulga en gracia: también sucede en sentido contrario, es decir, el alma, que vive todavía en la tierra y en estado de viador, comienza a vivir, de un modo misterioso pero no menos real, en el Corazón de Dios, por así decir: “Quien come mi carne y bebe mi sangre –quien come mi Cuerpo-, mora en Mí y Yo en él”. Si la Eucaristía fuera sólo un símbolo de la Presencia de Jesús y no fuera su Presencia real, verdadera y substancial, las palabras de Jesús no tendrían sentido, pero como Dios no engaña ni se engaña, las Palabras de Jesús acerca de su Cuerpo glorioso, resucitado y sacramentado, revelan esta asombrosa y maravillosa realidad: quien comulga la Eucaristía tiene Vida eterna –aun viviendo en esta vida mortal- y además de convertir su corazón en morada de Dios Hijo, comienza él mismo a vivir en el Corazón Eucarístico del Verbo de Dios encarnado.

         Un Padre Nuestro, diez Ave Marías, un Gloria.

         Quinto Misterio del Santo Rosario.

         Meditación.

         Jesús afirma en el Evangelio que Él ha “venido a traer fuego” y que “ya quisiera verlo ardiendo” (cfr. Lc 12, 49). ¿De qué fuego se trata? No es el fuego material, terreno, el que todos conocemos. El fuego que ha venido a traer Jesús es un fuego desconocido para el hombre, porque su origen es celestial, divino, trinitario: es el Fuego del Amor de Dios, el Espíritu Santo. Es el Fuego que arde en su Sagrado Corazón, que lo envuelve sin consumirlo y es el Fuego que arde en toda su Humanidad santísima. Este Fuego divino envolvió la Humanidad Santísima de Cristo en el momento mismo de ser creada y concebida en el seno virginal de María, porque es el Espíritu Santo, con el cual fue ungida su Humanidad. Por esta razón, los Padres de la Iglesia comparaban al Cuerpo de Cristo con un carbón encendido: el carbón es la Humanidad de Cristo; el fuego que lo enciende y lo vuelve incandescente, convirtiéndolo en una brasa, es el Fuego del Divino Amor, el Espíritu Santo. Entonces, el Fuego que Jesús ha venido a traer no es el fuego material y terreno, sino el Fuego que envuelve su Humanidad Santísima y su Sagrado Corazón, el Espíritu Santo. Éste es el Fuego que Jesús “ha venido a traer” y quiere “ya verlo ardiendo”. ¿De qué manera quiere Jesús ver arder a este Fuego? Lo quiere ver ardiendo en nuestros corazones y la forma en que nuestros corazones puedan arder con este Fuego del Divino Amor es que entren en contacto con Él y la manera en que Jesús ha dispuesto que nuestros corazones entren en contacto con este Fuego, es por medio de la unión del alma con el Cuerpo glorioso de Jesús, Presente en la Eucaristía. El Cuerpo de Jesús, glorioso y resucitado, envuelto en las llamas del Divino Amor, está contenido en la Eucaristía; por esta razón, quien comulga con esa “brasa ardiente” que es la Eucaristía, verá su corazón consumido en el Fuego del Divino Amor. Que nuestros corazones, por intercesión de Nuestra Señora de la Eucaristía, sean como leña o como pasto seco para que, al entrar en contacto con la Eucaristía, el Cuerpo del Señor Jesús envuelto en el Fuego del Divino Amor, se incendien en este Amor celestial a su contacto. Así se cumplirá el deseo de Jesús de ver a este Fuego “ardiendo” en los corazones de los que lo aman.

Oración final: “Dios mío, yo creo, espero, te adoro y te amo. Te pido perdón por los que no creen, ni esperan, ni te adoran, ni te aman” (tres veces).

“Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, yo os adoro profundamente y os ofrezco el Preciosísimo Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, presente en todos los sagrarios del mundo, en reparación por los ultrajes, sacrilegios e indiferencias, con los cuales Él mismo es continuamente ofendido. Por los infinitos méritos de su Sacratísimo Corazón y los del Inmaculado Corazón de María, os pido la conversión de los pobres pecadores. Amén”.

Canto final: “Plegaria a Nuestra Señora de los Ángeles”.

        



[1] Profanación: Tratamiento ultrajante, uso indigno o irrespetuoso que se hace de algo que se considera sagrado o digno de respeto. También, usar algo sagrado con un fin profano.

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